¡VAMOS, BABE!
Antes de ser un mito del deporte estadounidense, George Herman Ruth, Jr. (1895-1948), más conocido como Babe Ruth, pasó por momentos difíciles. Con siete años, sus padres lo ingresaron en un reformatorio, sin que se conozcan los motivos. Habría sido un marginado más de no ser por un sacerdote, Matthias Boutilier, que le convenció de que encauzase sus energías de pequeño rebelde hacia una actividad provechosa, el béisbol. Su carrera, plagada de récords, estuvo vinculada, sobre todo, a los Yankees de Nueva York. Le habría gustado entrenar a este equipo tras su retirada como jugador, pero su fama de irresponsable impidió que le dieran el puesto. Todos sabían que abusaba del alcohol y que era un mujeriego empedernido. Eso pesó más que el carácter generoso con el que se había granjeado tantas simpatías. Durante la Segunda Guerra Mundial contribuyó al esfuerzo bélico de distintas maneras. Colaboró, por ejemplo, en la venta de bonos para financiar los gastos de la contienda. También dio conferencias radiofónicas y visitó hospitales y orfanatos. No sabía en esos momentos que le quedaba poco tiempo para disfrutar de su leyenda. En 1946 se le diagnosticó un cáncer de garganta, hecho que suscitó la inquietud de todo el país. Los periódicos y las radios daban partes de su estado de salud. Cuando murió, dos años después, 700.000 personas desfilaron ante su féretro. En la imagen de este mes le contemplamos en una cómica escena ante una pelota gigante de béisbol. Imposible de batear, claro. Aunque, tratándose del que, para muchos, fue el mejor jugador de béisbol de la historia, nunca se sabe.