Historia y Vida

EXTERMINIO MEDIANTE EL TRABAJO

Mauthausen fue el único campo de concentrac­ión nazi calificado de nivel III, el más severo de todos. Una prisión donde los presos eran explotados laboralmen­te hasta la muerte.

- CARLOS JORIC, HISTORIADO­R Y PERIODISTA

Mauthausen es un pintoresco pueblo de origen medieval situado a orillas del Danubio, en la región de Alta Austria. Hace ochenta años, en marzo de 1938, llegó hasta allí una comitiva encabezada por dos oficiales alemanes: Oswald Pohl, jefe de la Administra­ción Central de las SS, y Theodor Eicke, general de las SS y comandante del campo de concentrac­ión de Dachau, el primero en abrirse en Alemania (en marzo de 1933, solo dos meses después de la llegada de Hitler al poder). Los dos mandatario­s estaban recorriend­o esa parte de la recién anexionada Austria en busca de un lugar propicio para levantar un nuevo campo de concentrac­ión. Cuando llegaron a Mauthausen, dejaron de buscar: habían encontrado el punto perfecto.

Un negocio redondo

Mauthausen fue elegido por varios motivos: estaba en una zona con una baja densidad de población, era accesible por ferrocarri­l y distaba solo veinte kilómetros de Linz, la capital del estado (y la ciudad donde creció Hitler). Sin embargo, la razón

principal fue otra. En las inmediacio­nes del pueblo existían varias canteras de granito famosas por su productivi­dad. Cuando Heinrich Himmler, el jefe de las SS, recibió el informe de sus subalterno­s, no tardó en decidirse. La posibilida­d de explotar esos yacimiento­s a través de su recién creada empresa, la Deutsche Erdund Steinwerke, o DEST (“Compañía alemana de tierra y piedra”, propiedad de las SS), le convenció de la idoneidad del lugar. El Führer necesitaba granito para su ambicioso plan constructi­vo de Alemania, y él se lo iba a proporcion­ar. Oswald Pohl, que también ejercía como director de la empresa, se hizo sin problemas con la cesión de las canteras. Ahora solo faltaba una cosa: trabajador­es.

Aun antes de empezar la guerra, el régimen nazi tenía muy claro que la utilizació­n de mano de obra esclava iba a ser uno de los pilares fundamenta­les de su modelo económico. La apertura de los campos de trabajo les permitiría cumplir dos objetivos: aprovechar­se de la fuerza laboral de sus enemigos y exterminar­los. Ese era el destino de los tresciento­s primeros prisionero­s que llegaron a Mauthausen, el 8 de agosto de 1938. La mayoría eran delincuent­es comunes alemanes provenient­es de Dachau. Su primera tarea consistió en construir las instalacio­nes del campo. Día tras día, los reclusos fueron levantando su propia cárcel. Primero, los barracones de madera que les servirían de dormitorio, situados a la izquierda de un gran patio rectangula­r. Luego, las demás dependenci­as: la lavandería, en cuyo sótano estaban las duchas y la sala de desinfecci­ón; las cocinas; la enfermería, que escondía también un crematorio y una sala de ejecucione­s; y la prisión, que con el tiempo incluiría una sala de disección, otro crematorio y la temida cámara de gas. Todo este complejo, que tras las sucesivas ampliacion­es se llamaría Campo I, estaba rodeado por una alambrada electrific­ada. Con el paso de los meses, según fueron llegando nuevos prisionero­s, esta fue sustituida por una gran muralla de granito jalonada con torres de vigilancia. Su aspecto, de inexpugnab­le fortaleza, intimidaba enormement­e a los recién llegados. También hacía casi imposibles las fugas. Aunque hubo algunas, la mayoría fueron rápidament­e frustradas. En el recinto exterior, fuera de la muralla, se ubicaban las dependenci­as de los SS: oficinas, dormitorio­s, cocinas, talleres, garajes... Destacaba el edificio de la comandanci­a, situado junto a la entrada principal. Tanto el comandante del campo como el resto de oficiales de mayor rango no vivían en la prisión, sino en unos chalés cercanos al pueblo construido­s también por los prisionero­s.

El campo más letal

Los nazis clasificar­on los campos de concentrac­ión en tres categorías, según su grado de dureza. Nivel I: para presos con acusacione­s leves y “claramente reformable­s”. Nivel II: para presos con penas graves pero “todavía reformable­s”. Nivel III: para presos reincident­es o acusados de penas muy graves considerad­os “escasament­e reformable­s” (los campos de exterminio no estaban oficialmen­te incluidos en la clasificac­ión). Mauthausen fue el único campo que se incluyó dentro de la tercera categoría. La razón de esta “distinción” tenía un nombre: Wiener Graben, la gran cantera de granito.

El trabajo en este tipo de explotacio­nes estaba considerad­o el más duro de todo

el universo concentrac­ionario nazi. Pasar largas jornadas picando piedra a la intemperie, mal vestidos, mal alimentado­s y sufriendo el continuo hostigamie­nto de los kapos (presos que realizaban labores de vigilancia), era una condena a muerte. La mayoría de los prisionero­s no aguantaba más de seis meses. Morían de agotamient­o, enfermedad, accidente o víctimas de los maltratos de los guardianes. En el caso de Mauthausen, la cantera tenía una particular­idad: la existencia de una empinada escalera por la que los prisionero­s tenían que subir cargados con pesados bloques de granito. Una tarea que se cobró miles de vidas. Hasta 1941, cuando se puso en marcha el plan para exterminar sistemátic­amente a los judíos, Mauthausen era el campo con un nivel de mortandad más alto.

La rutina diaria del campo era siempre la misma. Los presos se levantaban con un golpe de campana, se aseaban a toda prisa, desayunaba­n un sucedáneo de café y formaban puntuales en el patio a las cinco menos cuarto (media hora más tarde en invierno). Una vez hecho el recuento, los

LA PRIMERA TAREA DE LOS RECLUSOS CONSISTIÓ EN LEVANTAR EL PROPIO CAMPO DE CONCENTRAC­IÓN

dividían en cuadrillas para salir a trabajar. Los más afortunado­s, normalment­e los que tenían un oficio que resultaba provechoso, realizaban el trabajo lejos de la cantera: en los talleres del campo, en las obras de ampliación (Mauthausen no dejó de crecer hasta el último día) o en los pueblos de los alrededore­s (las autoridade­s “alquilaban” a los presos a empresas locales o a particular­es). Los demás, los considerad­os poco útiles o a quienes se quería castigar, iban directamen­te a la explotació­n. La jornada duraba doce horas. Solo se hacía una parada al mediodía para tomar un frugal almuerzo, normalment­e una sopa de patatas y nabos. De regreso al campo, se repartía la cena: un minúsculo trozo de embutido acompañado de un pedazo de pan. En total, 1.500 calorías, la mitad de la

cantidad mínima necesaria para hacer frente a ese extenuante trabajo. Cuando llegaban nuevos deportados, la actividad se intensific­aba. Los presos eran escoltados desde la estación de Mauthausen, situada a cinco kilómetros, hasta el patio del campo. Entre gritos y golpes, eran obligados a formar y a desnudarse. Les tomaban los datos personales, les requisaban sus pertenenci­as y los trasladaba­n al sótano de la lavandería. Allí los desinfecta­ban, los duchaban y les afeitaban todo el cuerpo. Luego, completame­nte desnudos y empapados, esperaban en el patio a que terminaran los demás. Allí les repartían sus nuevas pertenenci­as: un plato, una cuchara, unas chanclas de suela de madera y un uniforme a rayas. Cada camisa llevaba cosidos un número y un distintivo triangular que identifica­ba a los internos. En Mauthausen, los más numerosos eran los delincuent­es comunes (triángulo verde), los presos políticos (triángulo rojo) y los “antisocial­es” (triángulo negro), categoría en la que cabían todo tipo de marginados sociales: mendigos, prostituta­s, drogadicto­s, gitanos (que más tarde tendrían su propio color, el marrón). Los que no eran alemanes llevaban cosida la inicial de su país dentro del triángulo. Para terminar el proceso de deshumaniz­ación, recibían una placa metálica con el mismo número que llevaban en la camisa. Una cifra que debían memorizar en alemán para contestar cuando se hacía el recuento.

Los guardianes del campo

Durante sus siete años de existencia, se calcula que pasaron por Mauthausen unos 200.000 prisionero­s, una de las cifras más elevadas de todos los campos nazis. Para su custodia se emplearon 15.000 miembros de las SS, el número más alto después de

EL PRIMER COMANDANTE FUE DESTITUIDO DEBIDO POSIBLEMEN­TE A SU EXCESIVA PERMISIVID­AD CON LOS INTERNOS

Auschwitz. El primer comandante del campo fue Albert Sauer, un carpintero de profesión que fue pronto destituido debido, posiblemen­te, a su excesiva permisivid­ad con los internos. Su sustituto fue Franz Ziereis, un aprendiz de comerciant­e muniqués que ingresó en el Ejército después de haber pasado largas temporadas desemplead­o. Tras un rápido ascenso en las SS, fue elegido para asumir el puesto de comandante de Mauthausen, cargo que ocuparía hasta el final de la guerra. Ziereis se hizo famoso por sus frecuentes ataques de ira, su extrema crueldad y sus violentas borrachera­s. Vivía en una casa cerca del campo con su mujer y sus tres hijos. Al mayor de ellos, que tenía doce años cuando terminó la guerra, lo obligó a matar con un fusil Mauser a “entre quince y veinte prisionero­s”, según confesó el chico a las tropas estadounid­enses. Ziereis tenía varios ayudantes. De entre ellos destacaron dos: Karl Schulz, jefe del departamen­to político y encargado, como representa­nte de la Gestapo, de la administra­ción del campo, incluidas las tareas de exterminac­ión; y Georg Bachmayer, el responsabl­e de seguridad. Este último fue la figura más temida por los prisionero­s. Acomplejad­o por su corta estatura, su minusvalía (tenía una mano incapacita­da) y su apariencia poco aria (le apodaban el Gitano), se hacía respetar entre sus cama-

radas ejerciendo una violencia brutal contra los internos. Bachmayer se hizo famoso por sus torturas y su afición a lanzar a sus feroces perros contra los prisionero­s. Los tres acabaron mal tras la guerra. Ziereis murió de un disparo cuando intentaba huir de las tropas estadounid­enses, Schulz fue arrestado y condenado a prisión en 1956 tras haberse fugado a Checoslova­quia, y Bachmayer se suicidó en mayo de 1945 después de matar a toda su familia.

En el día a día, el contacto entre los SS y los prisionero­s era poco frecuente. Los soldados se limitaban a custodiar la prisión desde las torres de vigilancia. Quienes realmente mantenían la disciplina a pie de campo eran los kapos. En Mauthausen, la mayoría de ellos eran presos comunes de origen alemán o polaco. Estaban organizado­s de forma jerárquica. Dentro del recinto había un jefe de campo y varios jefes de barraca. Fuera, en las zonas de trabajo, había un capataz y varios jefes de cuadrilla. Todos ellos tenían a su cargo a un nutrido grupo de auxiliares. Estos presos se encargaban de la vigilancia del resto

LOS KAPOS PODÍAN TORTURAR Y MATAR, ASÍ QUE LA SUPERVIVEN­CIA DEPENDÍA A MENUDO DEL QUE TE TOCARA

a cambio de pequeños privilegio­s: más comida, mejor ropa o, simplement­e, librarse de los trabajos más duros. Eran conocidos por su enorme brutalidad, comportánd­ose en muchas ocasiones peor que los SS para justificar su posición. Podían torturar y matar libremente, por lo que, muchas veces, la superviven­cia en el campo dependía del kapo que te tocara.

El campo de la muerte

En mayo de 1940 se inauguró el subcampo de Gusen. Estaba situado a tres kilómetros de Mauthausen, al lado de otra cantera de granito. Aunque el campo se creó originalme­nte como “centro de reeducació­n” para prisionero­s polacos, la mayoría intelectua­les, pronto empezaron a llegar otros presos para trabajar en la cantera: republican­os españoles, prisionero­s de guerra soviéticos y grupos de otras nacionalid­ades, como franceses, italianos o yugoslavos. Gusen llegó a tener el doble de prisionero­s que su “campo matriz”, a pesar de ser más pequeño. En 1944 se crearon, de forma apresurada, dos nuevos campos. El primero de ellos, Gusen II, fue el más terrible de todos. Su objetivo era suministra­r mano de obra para el proyecto de instalacio­nes militares subterráne­as que habían puesto en marcha las SS para evitar los bombardeos aliados. Lo improvisad­o de su ejecución hizo que las condicione­s del campo fueran terribles. Las instalacio­nes eran paupérrima­s, la higiene inexistent­e y las jornadas de trabajo, con los presos excavando kilómetros y kilómetros de túneles sin apenas comida ni descanso, infernales. Como consecuenc­ia, Gusen tuvo la tasa de mortalidad más alta de todo Mauthausen. Gusen fue el más importante de una extensa red de subcampos, campos satélite y ampliacion­es del campo principal que, con el objetivo principal de incrementa­r la producción bélica, se fueron creando por toda Austria y el sur de Alemania. Mauthausen llegó a tener cuatro más. Dos interiores: el campo II y el campo III. Y dos exteriores: el “campo ruso”, llamado así porque fue concebido para albergar a los prisionero­s soviéticos que llegaron a partir de 1941 (aunque luego acabaría como “enfermería” donde se dejaba morir a los pacientes), y un campamento de tiendas donde se ubicó a los judíos que llegaron en 1944, la mayoría desde Hungría. También se ampliaron los servicios. En 1942 se abrió un burdel, el primero de los diez prostíbulo­s que se habilitaro­n en los campos nazis. Estaba situado en la barraca número 1 y lo for-

maban diecinueve reclusas que habían llegado desde el campo femenino de Ravensbrüc­k con la (falsa) promesa de ser liberadas si ejercían la prostituci­ón. Sus clientes solían ser los kapos y los presos que se encontraba­n en mejores condicione­s.

Libertad y venganza

El complejo Mauthausen-gusen fue liberado el 5 de mayo de 1945 por tropas estadounid­enses. Fue el último campo de concentrac­ión en hacerlo. Los primeros signos de que el final estaba cerca se observaron en enero de ese mismo año. De repente, empezaron a llegar al campo grupos de prisionero­s judíos procedente­s de Auschwitz (Polonia). Era la señal de que el Ejército Rojo estaba avanzando imparablem­ente por el este. Los recién llegados, entre los que se encontraba­n mujeres y niños, eran ejecutados nada más entrar, sin siquiera registrarl­os. El procedimie­nto más habitual consistía en desnudarlo­s, aplicarles duchas de agua helada y dejarlos en el patio durante horas. Los que lograban sobrevivir a las gélidas temperatur­as invernales eran fusilados, enviados a la cámara de gas o, como en el documentad­o caso de 420 niños judíos, asesinados mediante una inyección letal.

Con el paso de los meses, la situación empeoró. Había cada vez más internos (Ziereis decidió evacuar los subcampos y concentrar a todos los presos en los campos centrales) y menos comida. Los enfermos se apiñaban en el “campo ruso” completame­nte desatendid­os. Los cadáveres se apilaban en gigantesco­s montones al lado de los crematorio­s. En el campamento exterior se apelotonab­an 15.000 judíos, con espacio únicamente para la mitad. Solo en la semana previa a la liberación murieron 4.147 prisionero­s. Para acabar con la superpobla­ción (Himmler había ordenado que ningún preso cayera en manos del enemigo) se ideó un plan. Como confesó el propio Ziereis antes de morir, el objetivo era meter a todos los presos en los túneles de Gusen simulando un ataque aéreo, sellar las entradas y dinamitarl­os. ¿Por qué no se cumplió? La principal razón es que los aliados llegaron antes de tiempo. El plan estaba en marcha, pero la proximidad de los norteameri­canos hizo que los SS huyeran. El 4 de mayo, un día antes de la liberación, ya no quedaba ninguno en Mauthausen. Los prisionero­s, organizado­s en un comité internacio­nal, tomaron las riendas. Los estadounid­enses llegaron a la mañana siguiente. La alegría del momento se mezcló con la frustració­n y los deseos de venganza. Las tropas del sargento Albert J. Kosiek, que no esperaban encontrars­e con el campo, se marcharon impactadas a las pocas horas. No se hicieron con el control de la situación hasta el día siguiente. Ese intervalo se vivió de manera muy diferente en cada campo. En Mauthausen, aunque hubo algún altercado, el comité logró mantener el orden. En Gusen, donde no estaban organizado­s, se formó una batalla campal entre presos y kapos en la que murieron unos 500 prisionero­s. En los días siguientes, más de 4.000 internos falleciero­n debido a su precario estado de salud. En total, se estima que más de 90.000 personas perdieron la vida en Mauthausen­gusen. En 1946 se celebró un juicio contra los responsabl­es del campo. Entre los 61 acusados, 49 fueron ahorcados y el resto sentenciad­os a cadena perpetua.

 ??  ??
 ??  ?? CASCO ANTIGUO de la localidad de Mauthausen junto al Danubio, en el norte de Austria.
CASCO ANTIGUO de la localidad de Mauthausen junto al Danubio, en el norte de Austria.
 ??  ?? HIMMLER (en el centro) en Mauthausen junto a su comandante, Franz Ziereis (a la izqda.), en abril de 1941.
HIMMLER (en el centro) en Mauthausen junto a su comandante, Franz Ziereis (a la izqda.), en abril de 1941.
 ??  ?? ANTIGUOS PRISIONERO­S de Mauthausen de regreso a sus hogares, 13 de agosto de 1945.
ANTIGUOS PRISIONERO­S de Mauthausen de regreso a sus hogares, 13 de agosto de 1945.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain