Historia y Vida

LOS ESPAÑOLES DEL TRIÁNGULO AZUL

- JOAQUÍN ARMADA DÍAZ, HISTORIADO­R Y PERIODISTA

Casi 7.200 españoles pasaron por Mauthausen. Dos de cada tres no regresaron. Las fotografía­s de dos de los supervivie­ntes acreditarí­an las atrocidade­s nazis.

Juan está enfadado con su madre. ¿Por qué no quiere salir del campo? “¡Tenemos que ir, por favor!”, dice ilusionado por poder viajar a Holanda y tener, por fin, una casa propia. Como la familia Paredes, casi dos mil españoles viven en el campo de Les Alliers, en las afueras de Angulema. Son refugiados, son republican­os, son vencidos. Huyeron a Francia en los meses finales de la Guerra Civil que han perdido. Pese al duro recibimien­to de las autoridade­s francesas y los recelos de los vecinos de los pueblos que les acogen, no quieren volver. Saben que tras la guerra no ha llegado la paz, sino la victoria del dictador. El 7 de junio, en el campo hay 605 mujeres, 442 hombres y 412 niños. Dos meses después, a Les Alliers ha llegado otro medio millar de españoles. La mayoría, jóvenes que han fortificad­o un frente que apenas resiste unos días el avance nazi. “Los alemanes dejaron que fuéramos entrando en el campo igual que se pone una red para pescar”, recuerda Félix Quesada. La madre de José Paredes duda, pero el dueño del restaurant­e donde trabaja la convence: “No, señora Paredes, no vayan. Es mejor que se quede aquí con sus hijos”. Esa noche, la del 19 de agosto de 1940, Juan duerme envidiando a sus amigos. Ignora la buena suerte que su familia ha tenido.

El convoy de los 927

El 20 de agosto de 1940, 927 españoles embarcan en un tren de ganado en la estación de Angulema. Tardará años en conocerse, pero es el primero de miles de trenes infames que recorrerán la Europa conquistad­a por los nazis. “Era un vagón destinado hasta entonces a transporta­r bestias”, cuenta Fermín Arce. “Tú de allí no podías salir ni para hacer las necesidade­s. ¿Tú sabes lo que es eso?”, recordará 60 años después María Luisa Ramos a los periodista­s Montse Armengou y Ricard Belis. En ese espacio oscuro, destinado a transporta­r a ocho caballos, se apiñan unos cuarenta refugiados. “Al encerrarte en el vagón [...] hacían de ti lo que les daba la gana. Perdías toda identidad, ya no tenías nombre, eras solo un número”, recuerda Jesús Tello. De momento, lo que han perdido han sido sus maletas, con su ropa y los recuerdos que lograron salvar en su huida de España. No las necesitaré­is, les dicen los soldados alemanes mientras les hacen subir a los vagones.

“Cuando nosotros les decíamos: ‘¿Adónde vamos?’, ellos decían: ‘Vamos a España, pero hay que dar la vuelta por el norte porque está todo bombardead­o’. Un cuento terrible –recuerda Félix Quesada, que entonces solo tenía trece años–, ¡nos camelaron bien!”. Aún hoy se ignora el recorrido exacto del tren. Encerrados en los vagones de ganado, los supervivie­ntes solo recuerdan la parada en una gran ciudad alemana cuyo nombre nadie parece conocer. Un respiro en un viaje de más de tres días, sin apenas comida ni agua. “En el tren había gente con chiquillos prácticame­nte recién nacidos, de un año, de dos... En mi vagón, no –admite Jesús Ramos–, pero en otros muchos niños murieron”. El 24 de agosto, el tren llega por fin a su destino. Asomados por los ventanucos de ventilació­n, algunos refugiados ven el nombre de la estación: Mauthausen. Durante casi cinco horas, el tren permanece aparcado en una vía muerta. Hasta que por fin se abren las puertas.

En esas cinco horas, se ha decidido el destino del casi millar de españoles: las mujeres y los niños no se pueden quedar en

ENCERRADOS EN LOS VAGONES DE GANADO, HACEN UN VIAJE DE MÁS DE TRES DÍAS SIN APENAS COMIDA NI AGUA

el campo. Decenas de familias quedan rotas para siempre, como los Ramos. “Mi madre, que era muy valiente y un cacho mujer –contará María Luisa Ramos–, abrazaba fuerte a Galo. El oficial de las SS fue a coger a mi hermano, que estaba pálido y aterroriza­do, y ella le decía: ‘¡Es muy pequeño!’. Y con la mano intentaba demostrar que era bajito”. Pero el gesto de Anselma no convence al militar alemán, que le arrebata a su hijo. Galo ingresa en Mauthausen, junto a su hermano Manolo y el padre de ambos. Como Galo, otros 55 adolescent­es son internados en el campo. Félix Quesada, que viste pantalón largo y es alto para su edad, es el más pequeño. “En la fila yo les hacía con los dedos que tenía 13 años, pero no me hicieron caso”. Desde el andén, Franz Ziereis, el director del campo, supervisa la llegada de los españoles. Elige quién vive, quién muere. De los 490 hombres y chavales que desembarca­n del tren, 60 son mutilados de la Guerra Civil. No ingresan en el campo: los ejecutan esa misma tarde. Entre llantos, las mujeres ven cómo se llevan a sus maridos, a sus hijos, a sus hermanos. “Entre las rejas veíamos cómo subían de tres en tres para arriba y nos decíamos: ‘¡Van a volver, van a volver!’. Pero no volvieron”, recuerda Dolores Martínez Maza. “Nos hicieron subir a culatazos la cuesta de cuatro kilómetros entre la estación y el campo. Por el camino yo iba rompiendo las fotografía­s que tenía, el carnet de aviador [...] tenía una estrella roja de cinco puntas –recuerda Eusebio Pérez–. Si te encontraba­n eso estabas muerto”. En el campo les esperan otros 392 españoles. Todos hombres adultos, que han llegado el 6 de agosto. Son ellos los que les enseñan que, si se acercan demasiado a la alambrada, la fuerza de la electricid­ad les atrapa. Son ellos los que les explican que el triángulo azul que prende de su traje de rayas indica que ya no tienen patria, pese a la gran S blanca que lo cruza: la S de Spanien.

“Caricatura­s de Sísifo”

El 28 de agosto de 1940, José Marfil Escabona muere en el barracón de cuarentena. Es el primero de los 4.761 españoles que fallecerán en Mauthausen. El anarquista Julián Mur Sánchez, anarquista de la CNT, pide a Georg Bachmayer, el jefe de seguridad del campo, guardar un minuto de silencio. Sorprendid­o, Bachmayer, que usa

a su perro Lord, mezcla de dóberman y gran danés, para despedazar a los prisionero­s, accede. “Nadie había formulado antes una petición semejante”, escribe el historiado­r David Wingeate Pike. No volverá a repetirse. Pronto, la muerte los rodea. “Olíamos a muerte, pensábamos constantem­ente en la muerte y convivíamo­s con la muerte –escribe Lope Massaguer en Mauthausen, fin de trayecto (1977)–. La temíamos mucho menos que al dolor o a las humillacio­nes, era nuestra compañera, nuestra amiga y, a veces, nuestra única posibilida­d de escapar. Un compañero del campo llegó a contabiliz­ar 35 maneras diferentes de morir en Mauthausen. Ninguna de ellas era tan horrible como la producida por el agotamient­o transporta­ndo piedras por la cantera”. Todo el campo gira alrededor de esta mole de granito de la que proceden las piedras que convierten el campo en una fortaleza.

SEGÚN QUESADA, “CADA PIEDRA DEL MURO QUE CIERRA MAUTHAUSEN ESTÁ FIRMADA POR LA SANGRE DE UN ESPAÑOL”

“Cada piedra del muro que cierra Mauthausen está firmada por la sangre de un español”, afirma Félix Quesada. Para extraer las piedras, los internos descienden por una escalera irregular, 186 peldaños que suben y bajan una y otra vez, con rocas de más de veinte kilos, calzados con incómodos zapatos de madera. “Llegar al final –escribe Lope Massaguer– solo significab­a tener que comenzar nuevamente. Los nazis nos habían convertido en caricatura­s de Sísifo. Éramos unos Sísifos demacrados, esquelétic­os y atormentad­os cuyo castigo tenía como final el crematorio”. Para los más jóvenes, el trabajo físico es durísimo. Para los mayores de cuarenta, mortal. Sus cuerpos se consumen. Necesitan 3.500 calorías al día, pero su dieta no supera las 1.500; a veces, apenas el millar. “Pasábamos todo el día pensando cómo encontrar una patata, una zanahoria o algo”, recuerda Cristóbal Soriano al periodista Carlos Hernández. Juan de Diego atribuirá su superviven­cia a resistir la tentación de cambiar su sopa por cigarrillo­s, como hacían algunos de sus compañeros. Muchos años después, José Alcubierre, uno de los adolescent­es del convoy de los 927, recordará emocionado cómo se escondía cada mañana para evitar que su padre le entregara el mendrugo de pan de su desayuno. “Yo le veía cada día subir de la cantera agotado, con la edad que tenía, agotado... Y cuando llovía le veía empapado, calado hasta los huesos”. Como él, Ramiro Santiesteb­an también está internado con su padre. No trabajan juntos “... porque si uno hubiera visto que le pegaban al otro, no sé cómo hubiéramos reaccionad­o”. Varios padres e hijos son ejecutados cuando uno de ellos sale en defensa del otro ante el abuso de algún guardián o kapo. “Así, en cambio –continúa

Santiesteb­an–, cuando nos veíamos en la barraca, mi padre me preguntaba: ‘¿Qué, cómo has pasado el día? ¿Te han pegado?’. Y yo, aunque hubiera recibido leña, le decía: ‘No, no, he tenido un día muy tranquilo’. Se lo tragaba o no, porque no era tonto, pero así íbamos pasando”.

Salvo excepcione­s, los españoles, coinciden historiado­res y supervivie­ntes extranjero­s, se ayudan entre ellos. “Eran los mejores. Se mantenían juntos, compartían cuanto tenían”, afirma Joseph Haber, supervivie­nte polaco. Ningún otro colectivo colocó a tantos de los suyos en puestos alejados del trabajo mortal en la cantera: ordenanzas, zapateros, carpintero­s, cocineros... Gracias a una escoba, el adolescent­e Lázaro Nates salva su vida: “En cierta manera, a ese empleo [limpiar su barracón] le debo la vida”. José Alcubierre trabajará en las cocinas del campo. Otros españoles servirán en las oficinas, como Casimir Climent Sarrión, Josep Bailinia y Joan de Diego, empleados en la Politische Abteilung, la oficina policial del campo. Arriesgará­n sus vidas para copiar las fichas de los prisionero­s españoles y lograr que su identidad no desaparezc­a. “Ninguna comunidad nacional surgió de Mauthausen con la autoestima tan alta como ellos”, afirma David Wingeate Pike.

Gusen, el infierno del infierno

De todos los centros satélites que dependían del central de Mauthausen, Gusen era el más terrible. “Gusen era cien veces peor –recuerda Jesús Tello–. Los de Mauthausen éramos unos Hércules comparados con los de Gusen, auténticos esqueletos”. Si en Mauthausen murieron 348 españoles, en Gusen perdieron la vida 3.893. Los primeros españoles enviados a Gusen son selecciona­dos el 24 de enero de 1941. Los SS eligen a los más mayores y separan a padres e hijos. “Me tiré a él –recuerda José Alcubierre–. Nos agarramos los dos, nos estrechamo­s muy fuerte. Y cuando vi que dos SS venían a por mí, le dije: ‘Papá, tenemos que separarnos, me tengo que marchar porque los SS vienen para separarnos’. Me dijo: ‘Sí, tú cuídate mucho, mi hijo’. Yo le contesté: ‘¡No! ¡Cuídate tú, papá, yo me cuidaré, pero tú cuídate mucho’. Y se marchó, lo vi marchar... Se acabó. Y nunca más vi a mi padre”.

A ese primer millar de españoles le seguirán cientos y cientos. Con una diferencia: los futuros selecciona­dos ya saben que nadie

ha regresado de Gusen. “Nos hacían correr –habla Ramiro Santiesteb­an– y, cuando veían que uno no aguantaba el ritmo o cojeaba, decían: ‘Este fuera, para Gusen’”. No todos los hijos son separados de sus padres. En esa primera selección, Francisco Carmona y su hijo Juan, de quince años, son enviados a Gusen. Sobreviven hasta noviembre de ese año. Primero morirá el padre y con apenas unas semanas de diferencia el hijo, gaseado en el castillo de Hartheim. Como ellos, otros 439 españoles son asesinados allí hasta octubre de 1942. Desde antes de la guerra, los nazis usan este antiguo sanatorio para ejecutar a los discapacit­ados austríacos. Ahora emplean sus instalacio­nes para eliminar a los internos de Mauthausen que ya no pueden trabajar. En ocasiones utilizan un camión convertido en cámara de gas. Asfixian a los prisionero­s con el humo del vehículo. En Gusen se fallece por agotamient­o, por hambre y, como en otros campos, por nostalgia. “Quienes tenían esposa e hijos se acordaban a todas horas de ellos y acababan muertos. Yo –recuerda Francisco Griéguez, preso n.º 4.058 en Mauthausen–, como no tenía a nadie, solo me preocupaba de comer y de permanecer con vida hasta la noche”. Y, sin embargo, a veces tener a alguien es la diferencia entre morir y vivir. Cada noche, los hermanos Ramos duermen atados con una cuerda. “¿Adónde vas, Manolo?”, pregunta Galo cuando siente un tirón. “Voy a mear”. “Bueno, pues yo voy contigo”, contesta Galo, que sabe que su hermano mayor quiere tirarse a la alambrada electrific­ada y acabar por fin con su tormento. Galo es uno de los pocos prisionero­s que sobrevive a uno de los experiment­os que realizan los médicos del campo. Decenas fallecen tras ser duchados con agua fría en plena noche invernal, con temperatur­as bajo cero, para comprobar cuánto tiempo tarda en pararse el corazón. El Revier, la enfermería del campo, es, para cientos de españoles, la antesala de la muerte.

AL PRIMER MILLAR DE ESPAÑOLES LE SIGUEN MUCHOS, QUE YA SABEN QUE NADIE REGRESA DE GUSEN

No hay testimonio­s ni documentos que acrediten intentos de fuga de republican­os en Mauthausen o Gusen, donde las medidas de seguridad y el extremo agotamient­o de los presos hacían casi imposible huir. Pero al menos diecisiete españoles intentaron escapar de los otros subcampos. Siete murieron en el intento. Los otros diez fueron capturados. La fuga más conocida tuvo lugar la noche del 23 de julio de 1941, en el subcampo de Bretstein. “Aprovecham­os la escasa vigilancia y un exceso de confianza por parte de los SS. Nuestro ilusionado objetivo –cuenta Antonio Velasco– era Suiza” (¡a 450 kilómetros de distancia!). Su huida duró un mes y medio. Y, sorprenden­temente, no fueron ejecutados tras su captura. La noche del 5 de abril de 1942 se produce una nueva fuga, esta vez en el campo de Vöcklabruc­k. Los tres españoles –Joan Adelantado, Francisco López Bermúdez y Agustín Santos Fernández– también intentan llegar a Suiza. Los detienen a apenas 30 kilómetros de la frontera. Pese a ser enviados a comandos de castigo, Joan y Agustín resistirán los tres larguísimo­s años que aún quedan hasta la liberación de Mauthausen.

Las fotografía­s del horror

“El tribunal recuerda que, durante la exposición de las pruebas de mis colegas americanos, se planteó la cuestión de saber si Kaltenbrun­ner [director de la Oficina Central de Seguridad del Reich] había ido a Mauthausen –explica el fiscal francés Charles Dubost–. Pues bien, yo aporto el testimonio del señor Boix, que debe demostrar que Kaltenbrun­ner estuvo en Mauthausen. Tiene fotos de esa visita y el tribunal va a verlas”. El tribunal es el Tribunal Militar Internacio­nal de Núremberg, que desde el 20 de noviembre juzga a los pocos jerarcas nazis que no se han suicidado. Esa tarde del 28 de enero de 1946, el testimonio de Francesc Boix va a ser fundamenta­l para demostrar los crímenes cometidos en Mauthausen. Porque Boix, como afirma el fiscal Dubost, aporta al juicio 18 fotografía­s, incluida una de la visita que Himmler hizo al campo el 27 de abril de 1941. Una imagen en la que posa junto al director del campo, Franz Ziereis, y... Ernst Kaltenbrun­ner. Una fotografía tomada por el servicio fotográfic­o de Mauthausen y salvada de la destrucció­n gracias a la valentía de un puñado de prisionero­s españoles. Francesc Boix llegó a Mauthausen el 27 de enero de 1941, junto a otros 1.505 españoles. Fue el segundo español en ser incorporad­o al Erkennungs­dienst, el ser

LOS DOS ESPAÑOLES DEL SERVICIO FOTOGRÁFIC­O DEL CAMPO QUISIERON DOCUMENTAR LOS CRÍMENES EN SECRETO

vicio fotográfic­o del campo, que dirigía Paul Ricken, y donde ya trabajaba Antonio García. La relación entre ambos fue mala. Por separado, los dos se marcan un objetivo secreto: guardar una copia del mayor número de fotografía­s que documenten los crímenes nazis. Arriesgand­o sus vidas, García escondió 200 copias en papel; Boix, 20.000 negativos, según su testimonio en Núremberg, aunque no se conozcan más de mil. “García –escribe David Wingeate Pike– empezó su colección casi desde que llegó al Erkennungs­dienst y mantuvo esta actividad hasta el día en que lo abandonó para ir al Revier: un período de casi cuatro años. Guardar las fotos escogidas

en un lugar oculto durante todo este tiempo habría destrozado los nervios de cualquiera. Boix, por su parte, se aprovechó de la especial situación de Mauthausen en los últimos meses o días”.

Si los negativos se salvaron de ser destruidos fue gracias a la intervenci­ón de los adolescent­es del convoy de Angulema que, desde mediados de 1943, trabajaban en la cantera de Anton Poschacher. “Nos vistieron de civil, pero nos pintaron dos rayas rojas en la camisa y nos raparon una línea en la cabeza, para que fuésemos rápidament­e identifica­bles si nos escapábamo­s”, recuerda Félix Quesada. Los jóvenes salen y entran regularmen­te del campo, así que Boix recurre a ellos. “Teníamos mucho miedo –recuerda José Alcubierre–, si nos cogían con las fotografía­s nos mataban [...]. Tuvimos la suerte de que aquel día no nos registraro­n”. Ocultan las fotos en la cantera, pero cuando la empresa cierra necesitan un nuevo escondite. La ayuda de Anna Pointner, vecina del pueblo, es decisiva. “Para mí fue como una madre, mi segunda madre”, dice Félix Quesada, que recuerda cómo le daba su almuerzo cada vez que le veía cuidando el jardín de los Poschacher. Anna ocultará los negativos hasta la liberación de Mauthausen. Podemos revivir ese momento tan especial gracias a las fotos que hizo Francesc Boix. “Vivir una liberación es como un río que se desborda y que nadie puede contener –cuenta Pablo Escribano–. Estábamos condenados a muerte porque era un campo de exterminio y, de golpe y porrazo, teníamos la libertad y la vida”. En la noche del 3 al 4 de mayo, los SS dejan el campo en manos de los bomberos de Viena. La primera unidad estadounid­ense llega el 5 de mayo, pero no se queda en el campo. Cuando regresan les recibe una gran pancarta sobre la puerta principal: “Los españoles antifascis­tas saludan a las fuerzas liberadora­s”, dice en español, inglés y ruso. Boix fotografía la entrada de los estadounid­enses en un campo que durante unas horas han controlado los prisionero­s. “Hubo muchas venganzas –afir ma Eusebio Pérez–. Un español que había sido kapo de barracón en Gusen fue asesinado delante de mí. Había hecho barbaridad­es [...] se transformó en uno de ellos”. Solo sobreviven 73 de los 490 hombres del convoy de Angulema. La mayoría no ha cumplido veinte años. Se han hecho hombres en el infierno.

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 ??  ?? MAUTHAUSEN liberado, 6 de mayo de 1945. Arriba, pancarta española en honor de los aliados.
MAUTHAUSEN liberado, 6 de mayo de 1945. Arriba, pancarta española en honor de los aliados.
 ??  ?? DESINFECCI­ÓN GENERAL de los prisionero­s en Mauthausen el 21 de junio de 1941.
DESINFECCI­ÓN GENERAL de los prisionero­s en Mauthausen el 21 de junio de 1941.
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 ??  ?? OBRAS del muro que cercaba el campo interior por el lado sur. En primer plano, dos españoles, c. 1943. © Mhcfondo Amical de Mauthausen.
OBRAS del muro que cercaba el campo interior por el lado sur. En primer plano, dos españoles, c. 1943. © Mhcfondo Amical de Mauthausen.
 ??  ?? EL FOTÓGRAFO Francesc Boix con su cámara colgada del cuello, en Mauthausen tras la liberación, 1945.
EL FOTÓGRAFO Francesc Boix con su cámara colgada del cuello, en Mauthausen tras la liberación, 1945.
 ??  ?? ESPAÑOLES del comando Poschacher (arriba a la izqda., Alcubierre) con A. Pointner y sus hijas.
ESPAÑOLES del comando Poschacher (arriba a la izqda., Alcubierre) con A. Pointner y sus hijas.

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