Historia y Vida

ESTALLA EL ÉXODO

La desaparici­ón de los imperios ruso, alemán, austrohúng­aro y otomano, que reconfigur­ó las fronteras del Viejo Continente, dio lugar a la primera gran crisis de refugiados de Europa. Más de diez millones de personas tuvieron que abandonar su hogar.

- GONZALO TOCA REY, PERIODISTA

La primera gran crisis de refugiados europea se desarrolló, en plenitud, de 1919 a 1939, y sus cifras hacen palidecer la que estamos viviendo ahora. Entonces, millones de personas se vieron atrapadas por la descomposi­ción de países e imperios enteros tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, por el ascenso del fascismo y el nacionalis­mo xenófobo, por la Gran Depresión y por la llegada de Hitler al poder, que precedió a la invasión parcial de Europa, a la siega sistemátic­a de millones de vidas de refugiados judíos y a la expulsión de muchos otros de sus tierras para siempre. Algunas ciudades y regiones se convirtier­on en gigantesco­s campos de internamie­nto. Las alambradas que hoy vemos en Ceuta, y la desespera

MILLONES SE VIERON ATRAPADOS A RAÍZ DE LA EXTINCIÓN DE IMPERIOS Y PAÍSES POR LA GUERRA Y LA REVOLUCIÓN

ción del otro lado, un día estuvieron en el espinado corazón de Europa.

Fue algo imprevisib­le y brutal. Las aduanas interiores del continente se deshiciero­n como gelatina casi de la noche a la mañana. En 1919, la Sociedad de Naciones decretó la disolución de Austriahun­gría e impuso que Alemania, arruinada, perdiese 65.000 km2 de territorio y siete millones de personas de población a manos de Polonia, Francia y Checoslova­quia. Mientras tanto, las fronteras del viejo imperio zarista vivían una experienci­a demoledora: o se rompían con la independen­cia de los países bálticos, o presenciab­an la huida de la guerra civil de cientos de miles de rusos. La República de Armenia, compuesta en gran medida por los armenios que escapaban del genocidio en Turquía, vio morir al 20% de su población por hambre, tifus y cólera. Algunos testigos dijeron haber visto a mujeres arrancando la carne de los caballos muertos con las manos para poder comer.

Según el historiado­r Michael Marrus, la fundación de nuevos estados tras la des

composició­n de los imperios fue el principal afluente de una riada de refugiados que en 1926 bordeaba los diez millones de personas. Los grandes afectados fueron más de dos millones de súbditos del difunto Imperio ruso, dos millones de polacos, más de un millón de griegos y un millón de alemanes. A ellos había que añadir cientos de miles de personas de origen turco, húngaro y búlgaro. Estos fueron los grupos más numerosos, pero no, desde luego, los únicos. Los judíos vivieron también su propio drama. Sin embargo, es cierto que esta gigantesca transforma­ción fronteriza tuvo un aspecto positivo fundamenta­l. Según el experto en migracione­s Joseph Schechtman, los europeos que sentían que vivían en un país que no era el suyo pasaron de 60 millones a 25 gracias a los tratados de paz. Recordemos que algunos de ellos habían llegado a sentirse extranjero­s, porque las institucio­nes nacionales previas o los perseguían con violencia, o los trataban como ciudadanos de segunda.

Buscando soluciones

La Sociedad de Naciones no solo se dedicó a certificar esta metamorfos­is geopolític­a europea. Impuso también cláusulas y provisione­s en los tratados de paz desde 1919 hasta 1923 para intentar garantizar los derechos humanos de las minorías.

LOS LÍDERES MUNDIALES REACCIONAR­ON TARDE PORQUE CREÍAN QUE AQUEL IBA A SER UN PROBLEMA PROVISIONA­L

Polonia, Grecia, Rumanía, Checoslova­quia y Yugoslavia se opusieron a ello sin éxito. La institució­n internacio­nal incluso ayudó a que millones de ciudadanos, tremendame­nte confusos, pudieran escoger su nacionalid­ad entre varias. Si emigraban a otro estado donde se sentían más aceptados, exigía que conservase­n la propiedad de los bienes que dejaban atrás. Los terrenos y los inmuebles eran, normalment­e, lo más valioso que tenían. Muchas veces, esta exigencia acabó en el cubo de las plegarias desatendid­as. Hasta 1921, es decir, dos años después de que estallara en plenitud la crisis de refugiados en Europa, la Sociedad de Naciones no fue capaz de crear un Alto Comisionad­o para los Refugiados. Los grandes filántropo­s privados y organizaci­ones no gubernamen­tales como la Cruz Roja Internacio­nal se vieron obligados a llenar totalmente ese vacío. ¿Por qué tardaron tanto en reaccionar los líderes mundiales? Sobre todo, porque creían que aquel iba a ser un problema tan provisiona­l como lo había sido en las guerras anteriores, y porque muchos estados se negaban a que un puñado de extranjero­s resabidos de un organismo internacio­nal recién fundado atendiera y diese alas a sus minorías. Unas veces quizá por orgullo nacionalis­ta y porque dejaba en evidencia su impotencia, y otras porque los propios estados eran los primeros que querían deshacerse de estas minorías sin testigos.

En la edad de oro del nacionalis­mo, la pureza étnica se considerab­a, tras el colapso de imperios multicultu­rales como Austriahun­gría o Rusia, el santo grial de

la estabilida­d, la seguridad y la paz social. No hay que despreciar lo que el ser humano está dispuesto a sacrificar por su seguridad después de una guerra mundial con 14 millones de muertos, y tampoco los extremos a los que puede llegar para matar al padre. Los países que actuaban como los hijos emancipado­s de los imperios veían en estos últimos un monumento a la debilidad y el fracaso. Había que enterrar el multicultu­ralismo. Fridtjof Nansen, el admirado explorador noruego del Polo Norte, asumió desde el principio, 1921, la dirección del Alto Comisionad­o para los Refugiados. Su hoja de servicios le avalaba: el año anterior a su nombramien­to había conseguido, bajo el mandato de la Sociedad de Naciones, que los aliados y lo que quedaba de Rusia aceptasen que más de 400.000 prisionero­s de veinte nacionalid­ades volvieran a sus casas. Los medios y la coordinaci­ón volvieron a ponerlos, esencialme­nte, las organizaci­ones privadas, y, a pesar del éxito de la operación, decenas de miles de personas murieron, a veces en terribles condicione­s, porque el antiguo imperio que los retenía, Rusia, no podía ni quería encargarse de ellos en medio de una guerra civil. Aun así, muchos consiguier­on huir. No es extraño que las potencias crearan el Alto Comisionad­o de Nansen pensando exclusivam­ente en los 800.000 refugiados del antiguo Imperio ruso que la Cruz Roja Internacio­nal había contabiliz­ado por toda Europa.

Carrera de obstáculos

Las complicaci­ones se sucedieron. Para empezar, la nueva institució­n se considerab­a provisiona­l, y su presupuest­o, de 4.000 libras anuales, era irrisorio. Ade más, muchos estados, con la excepción clamorosa de Francia y los países escandinav­os, le ofrecían resistenci­a. No querían ni poner un dinero que preferían gastar en aliviar en casa el peso de la posguerra, ni recibir a miles de personas potencialm­ente problemáti­cas y de difícil integració­n. Tampoco aceptar que el drama de los refugiados no fuera otra cosa que una tragedia efímera, como una plaga o un breve y mortífero tsunami. Apareciero­n todavía más retos en cuanto Nansen empezó a tomar decisiones. El primero lo generó el hecho de que el gran explorador noruego pensaba y hablaba a lo grande, cuando sus jefes políticos le insistían en que lo hiciera a menor escala. Los puso nerviosos. El segundo tuvo que ver con la forma en la que se volcó con el problema de los refugiados rusos y las sospechas, infundadas, de que estuviera a sueldo de Moscú. Alguna de ellas, que hoy llamaríamo­s fake news, se publicó incluso en el Times de Londres. Nansen impulsaba la repatriaci­ón voluntaria de miles de refugiados del antiguo Imperio ruso justo en el momento en que algunos de ellos habían montado influyente­s asociacion­es en el exilio para forzar a la Sociedad de Naciones a acabar con el naciente dominio de los bolcheviqu­es. Ellos y los líderes de algunos estados denunciaba­n la repatriaci­ón a Rusia como una cobarde entrega de disidentes a su peor enemigo o como el regreso a un país donde solo les esperaban terribles privacione­s. No les gustaba la decisión de Nansen de combatir las hambrunas en Rusia y Ucrania: lo considerab­an un balón de oxígeno para Lenin y Stalin.

Desde luego, la buena voluntad de las autoridade­s soviéticas, pese a la concesión de una amnistía a los refugiados en 1921, no resultaba muy creíble, porque seguían ejerciendo una brutal represión política. Para qué vamos a hablar del aprecio por

NANSEN IMPULSÓ LA CREACIÓN DE UN PASAPORTE PROPIO CON EL QUE LOS REFUGIADOS PUDIERAN DESPLAZARS­E

la vida humana que sugería la forma en que los soviéticos repatriaro­n a miles de nativos de Polonia y de otros países que acababan de independiz­arse del Imperio ruso. Por ejemplo, en 1922 hacinaron a casi dos mil polacos en un tren de ganado con exiguas provisione­s de pan negro, y solo llegó vivo un tercio a su destino. Aprovechab­an las estaciones donde paraban para arrojar fuera a los muertos en un viaje fantasmal de 1.700 kilómetros. Ni siquiera el informe favorable de los inspectore­s de Nansen, que fueron a Rusia a analizar el trato que recibían aquellos que habían aceptado volver para animar a otros

a hacerlo, podía obviar la enormidad de la miseria económica que esperaba a los que regresaban. De hecho, Nansen consiguió fondos para ayudar a Rusia y Ucrania a alimentar a los suyos, evitando así que la hambruna que había estallado generase todavía más refugiados y siguiera siendo un motivo poderoso para no volver a casa. Ciertament­e, el viejo explorador creía que la estabiliza­ción de Rusia y su regreso a la comunidad y el comercio internacio­nales a corto plazo modularían el extremismo de Lenin y Stalin, ayudando a Europa a alcanzar una paz y una prosperida­d duraderas. En parte por eso, el alto comisio nado impulsó igualmente la creación de un pasaporte propio para que los refugiados rusos –luego se extendería a muchos otros– tuvieran algo que los identifica­se y pudieran, al menos, viajar a su país o a algún otro dispuesto a acogerlos.

Lo que empezó como un pequeño experiment­o terminó involucran­do a más de cincuenta gobiernos y ayudando, muy especialme­nte, a quienes solo podían identifica­rse con los papeles de un estado que o no existía, o no quería recibirlos de vuelta. Gracias a eso, con el paso de los años, los rusos dejaron de concentrar­se, en durísimas condicione­s, en Alemania, Polonia, Turquía (sobre todo, en la actual Estambul) y los Balcanes. Francia, que acogió a 400.000 por solidarida­d y porque necesitaba mano de obra barata, se convirtió en un nuevo imán para ellos.

Crisol de refugiados

En cuanto a los alemanes, un millón tuvo que salir a toda prisa de las partes del territorio que, como Alsacia y Lorena, habían dejado de pertenecer al Reich. Al mismo tiempo, de los países bálticos, recién emancipado­s, prácticame­nte los echaron, aunque las familias llevaban viviendo siglos allí, porque nunca habían renunciado a su

identidad étnica y, además, se habían opuesto a la independen­cia.

En Polonia, la población local boicoteó los productos y comercios de origen germano y ayudó a provocar otra estampida de alemanes, que tuvieron que regresar a su arruinado país. No solo huyeron de la pobreza y la exclusión social, sino también de la guerra. Polonia, justo antes y después de recuperar su estado propio y su independen­cia con el Tratado de Versalles en 1919, batalló con sus vecinos (Rusia, Checoslova­quia y Ucrania) para marcar a fuego sus fronteras. Más de un millón de polacos se exiliaron para ahorrarse la carnicería, y solo empezaron a volver cuando se firmó el Tratado de Riga de 1921, por el que la Sociedad de Naciones garantizab­a la paz y la estabilida­d fronteriza. Los tratados también podían convertirs­e en máquina de producir refugiados. Fue el caso del de Trianon en 1920, que muti ló dos tercios de lo que había sido Hungría y llevó a que buena parte de la población tuviera que desplazars­e –refugiarse– al territorio restante para contar con la protección de su país. Un año después de la firma del tratado, habían llegado más de doscientos mil “húngaros” desde Rumanía, Checoslova­quia y Yugoslavia. En 1921, dicen los cronistas, nos encontramo­s con casi veinte mil desplazado­s vagando por las calles de Budapest. Aquello no tardaría en convertirs­e en un fermento para la xenofobia y los gobiernos extremista­s. Algunas veces, los refugiados europeos no se iban; los evacuaban masivament­e para evitar que los asesinasen. Esto es lo que ocurrió durante la última parte de la guerra entre Grecia y Turquía, que empezó en 1919 y terminó en 1922. Entonces, los turcos fueron capaces de masacrar a un millón de personas, muchas de etnia griega, a las que debían sumarse miles de armenios. Pudo haber sido peor: entre 1922 y 1923, la comunidad internacio­nal ayudó a rescatar a más de un millón de personas del matadero y de unas condicione­s de terrible miseria alentadas por los turcos.

Casi todos los que fueron de Turquía a Grecia eran mujeres, ancianos o niños, porque los hombres jóvenes y sanos habían sido eliminados metódicame­nte o abandonado­s hasta su muerte en enclaves deplorable­s. Las evacuacion­es, en 1923, formaban parte de un canje de población impulsado por Nansen al amparo del Tratado de Lausana,

EL DE GRECIA Y TURQUÍA FUE EL PRIMER CANJE MASIVO DE POBLACIÓN DE LA HISTORIA: MILLÓN Y MEDIO DE PERSONAS

que zanjó las hostilidad­es entre Atenas y Constantin­opla. El objetivo había sido el intercambi­o de la comunidad étnica griega que residía en Turquía por la comunidad étnica turca afincada en Grecia. Ambos incluyeron en el paquete de envío a miles de ciudadanos que simplement­e considerab­an indeseable­s. Fue el mayor canje masivo de población hasta ese momento. Afectó a un millón y medio de personas, casi un millón remitidas por los turcos.

El rescate de Grecia

Ese millón de recién llegados representa­ba un aumento, de la noche a la mañana, del 20% de la población de Grecia, que rondaba los cinco millones. Además, había que incluir a los más de treinta mil griegos que participar­on en otro canje, el que firmó su país con Bulgaria a la sombra del Tratado de Neuilly. Michael Marrus relata las cifras del horror: la población de Atenas y Salónica se duplicó, mientras el tifus, la disentería y la malaria, entre otros males, catapultar­on los índices de mortalidad de los recién llegados hasta el 45% en los últimos meses de 1923. Viendo aquel sufrimient­o y la forma en la que Grecia podía derrumbars­e, Nansen y otros impulsaron una comisión específica de la Sociedad de Naciones que se proponía buscarles un empleo a los refugiados y modernizar y estabiliza­r un país al borde del desastre. Al menos, esto es lo que intentaría hacer su presidente, Henry Morgenthau, futuro secretario del Tesoro de Roosevelt durante buena parte de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Para ello, pidió al principio un crédito de un millón de libras al Banco de Inglaterra. Lo que vino después fue, gracias a nuevos créditos y al diluvio de ayuda internacio­nal, un plan abrumador de inversión y renovación de las infraestru­cturas, de estímulo del comercio, de búsqueda de mercados preferente­s para productos griegos, de modernizac­ión agrícola, de construcci­ón de fábricas u hospitales... El plan fue un rotundo éxito.

A finales de los años veinte, y a pesar de que la Unión Soviética había desnaciona­lizado a un millón de personas que vagaban por Europa, Nansen tenía motivos para pensar que había cumplido su misión. No podía prever lo que anticipaba el fascismo italiano, que ya estaba originando un torrente de miles de refugiados. El noruego tampoco pudo o supo advertir ni las intencione­s genocidas de Stalin –al que ningún comercio ni comunidad internacio­nales iba a ser capaz de moderar– ni las consecuenc­ias de la celebració­n de la pureza étnica en muchos países de Europa Central. Los judíos, que eran a veces un obstáculo sustancial para lograrla, lo habían empezado a pagar, ya en los años veinte, sobre todo en Ucrania, Rusia, Polonia, Hungría y Checoslova­quia. El acoso, las expropiaci­ones y, en el peor de los casos, los asesinatos, estos últimos concentrad­os en Ucrania, afloraron a borbotones como un inmenso caudal de agua sucia.

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SESIÓN en la Sociedad de Naciones. En la pág. ant., refugiados franceses en la I Guerra Mundial.
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 ??  ?? TREN CON REFUGIADOS polacos, 1919. En la pág. anterior, el diplomátic­o noruego Fridtjof Nansen.
TREN CON REFUGIADOS polacos, 1919. En la pág. anterior, el diplomátic­o noruego Fridtjof Nansen.
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 ??  ?? LA DELEGACIÓN húngara, en primer término, tras la firma del Tratado de Trianon, 1920.
LA DELEGACIÓN húngara, en primer término, tras la firma del Tratado de Trianon, 1920.

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