UN ESPEJO DEL PODER
Actual foco cultural de Barcelona, el Palau Robert es el reflejo del impulso burgués en el crecimiento de la ciudad a lo largo del último siglo.
La gran dificultad con la que se toparon los barceloneses de la primera mitad del siglo xix fue la falta de espacio urbano. Sus ideas de ampliación estuvieron condicionadas por la existencia de un recinto amurallado medieval, que cons treñía y determinaba la evolución urbanística, así como por una fortaleza militar (la Ciudadela), construida por mandato de Felipe V tras la guerra de Sucesión. La ciudad, que había duplicado sus habitantes en poco más de treinta años, se asfixiaba entre sus muros. La población se concentraba en el casco antiguo. Pero, mientras las clases altas residían en palacetes y mansiones de la calle Ancha y las Ramblas, los estratos más humildes malvivían hacinados en casas sin ventilación, ubicadas en callejuelas estrechas e insalubres.
Las consecuencias de una epidemia de cólera que se propagó por Barcelona en 1854 fueron realmente catastróficas, y no solo por el carácter virulento de la misma. Las nefastas condiciones en las que subsistía la mayor parte de la población contribuyeron a incrementar la mortandad. Esta tragedia precipitó los acontecimientos. Presionado por las circunstancias, el entonces gobernador civil, Pascual Madoz, aceleró el expediente de demolición de las antiguas defensas. Se había ganado la batalla por la que venían clamando muchas voces: “¡Abajo las murallas!”. Barcelona se convertía en una ciudad abierta, pero se iniciaba otro contencioso: la planificación del nuevo espacio urbano. Finalmente, en 1860, la reina Isabel II inauguraba el plan del Ensanche proyectado por el ingeniero Ildefons Cerdà. Poco después se puso la primera piedra del que sería el primer edificio de esta nueva Barcelona, situado en la parte alta de la plaza Cataluña. Como relata el cronista Alberto del Castillo: “El solar pertenecía al señor [Manuel] Gibert, hombre cargado de di nero que se decidió a romper el hielo... El atrevimiento costó al héroe la pérdida de sus habituales relaciones sociales. Pretendían sus amistades que, sin coche, no podían ir a visitarle en tan apartados lugares”. A los visionarios que apostaron por edificar allí se les tachaba de excéntricos. Por entonces, la falta de infraestructuras y la distancia con el núcleo urbano frenaban las inversiones. Construir en el Ensanche equivalía a ir a vivir a un lugar despoblado, carente de servicios públicos. En las primeras dos décadas, la baja densidad residencial fue una constante. Pero hacia 1880 se desató la euforia constructiva en la ciudad. La superficie urbanizable en Barcelona se había multiplicado por diez. Todo un reto para arquitectos y maestros de obras. El paseo de Gracia, durante años lugar de recreo y espacio de ocio que unía el núcleo urbano con el municipio de Gracia, se convertiría en eje determinante en el proceso
A LOS VISIONARIOS QUE APOSTARON POR EDIFICAR EN EL ENSANCHE SE LES LLEGÓ A TACHAR DE EXCÉNTRICOS
de instauración del Ensanche. Aristócratas y burgueses escogieron aquel paseo para construir sus palacetes, y, de modo paralelo, los mejores comercios del casco antiguo abrieron allí sus sucursales.
Las expectativas por la nueva arteria llevaron al financiero José de Salamanca, una de las fortunas más grandes de España, a edificar cinco chalés de planta baja y dos pisos, rodeados de jardín. Aquellas casas estaban situadas en ambos lados de la confluencia entre el paseo de Gracia y la avenida Diagonal. Años después, la bancarrota del marqués hizo que los edificios quedaran en manos del Crédito Mercantil, una entidad crediticia de la que Agustí Robert era uno de los máximos accionistas. Esa circunstancia propició la compra, en muy buenos términos, de algunas de aquellas propiedades. Entre ellas, una localizada en el número 107 del paseo de Gracia. En 1898, su hijo Robert, un influyente fi
nanciero y político, derribó el antiguo chalé para edificar un palacio a medida de su condición, símbolo de un linaje de poder.
Burgueses ennoblecidos
La familia Robert era originaria de Sant Feliu de Guíxols. En el primer tercio del siglo xix, algunos de sus miembros emigraron a ultramar. A su regreso de Cuba, Agustí Robert, enriquecido por sus negocios en la isla, se trasladó con su esposa, María Surís (descendiente a su vez de otro indiano de la misma localidad gerundense), a Barcelona. En la capital catalana formó parte de los consejos directivos de algunas de las empresas más importantes del momento, como la Compañía Transatlántica, y se convirtió en segundo de a bordo de la figura más poderosa de la época, Antonio López, marqués de Comillas.
Su hijo Robert incrementó la riqueza familiar. Elegido, entre otros cargos, presidente de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona, se dedicó también a la política como diputado del Partido Conservador. Aquel burgués ennoblecido con el marquesado de Robert y el condado de Torroella de Montgrí fue el impulsor de la construcción del Palau Robert. Pero, a diferencia de otras mansiones de su tiempo, no apostó por el Modernismo, el estilo que imprimiría identidad estética al Ensanche barcelonés. Optó por la arquitectura neoclásica, sobria y monumental, más afín a su pensamiento. Robert confió el proyecto al arquitecto francés Henry Grandpierre, responsable de elegantes palacetes en París, pero los trabajos fueron dirigidos por su colega barcelonés Joan Martorell, maestro de Gaudí. El edificio, de planta rectangular, y articulado en torno a un patio interior abierto con una claraboya, fue construido con piedra calcárea de la montaña de Montgrí. Aquel palacete debía ser reflejo de la posición social y económica de sus propietarios y ejemplo de su distinción. El Palau Robert, concluido en 1903, destacó por su carácter de edificio unifamiliar con jardín, según los designios de Cerdà. Si bien este jardín –poblado por palmeras procedentes de la Exposición Universal de 1888– no daba al paseo de Gracia, como tampoco su impresionante fachada principal (en las páginas anteriores). La crónica social del Palau Robert resalta la fastuosa cena con baile, en honor de Alfonso XIII y de su esposa, Victoria Eugenia, que tuvo lugar en 1908. A la espectacular fiesta acudieron quinientos invitados que formaban parte de la élite política, financiera y social. Fueron los años más brillantes de aquel edificio, cuya historia empezó a declinar tras la muerte de Robert Robert en 1929, fecha que coincidió con las secuelas del crac económico y con los últimos momentos de la dictadura de Primo de Rivera.
De la guerra a la posguerra
La familia puso en venta el palacio cinco años más tarde. Hubo un proyecto de convertir el edificio en un complejo que comprendiera un hotel, con teatro y salón de fiestas, pero el plan no prosperó. El estallido de la Guerra Civil marcaría un nuevo destino para aquella residencia. Tras su incautación, se instaló allí el Comité Sanitario de Guerra del Frente Popular. Desde el paseo de Gracia se organizaban expediciones de convoyes cargados de comida, ropa y medicinas, destinados al frente. Poco después, el consejero de Cultura de la Generalitat, Josep Tarradellas, convirtió el Palau Robert en nueva sede de su departamento. Desde allí se desarrolló hasta el fin del conflicto una amplia acción cultural, tanto en el frente como en la retaguardia. De este punto salió también, el 23 de diciembre de 1938, un bibliobús de los Servicios del Frente en el que catorce importantes intelectuales, como Mercè Rodoreda, y sus familias emprendieron el camino del exilio a Francia.
La posguerra cambió la atmósfera de la ciudad y las funciones de muchos de sus edificios simbólicos. Fue el caso del Palau Robert, que desde enero de 1939 quedó habilitado como Jefatura de los Servicios de Ocupación, bajo el mando del general Álvarez Arenas. Allí se controlaban los asuntos militares y civiles de la capital.
EN 1948 COMPRÓ EL PALACIO MUÑOZ RAMONET, POLÉMICO POR SUS PRÁCTICAS ESTRAPERLISTAS
Ante la carencia de dinero líquido, se inició una campaña nacional de recogida de oro a través de las Juntas Provinciales de Suscripción. La de Barcelona se instaló en aquel edificio. Las joyas recaudadas se enviaban a Burgos, donde se fundían y se convertían en moneda, que rápidamente se ingresaba en el Banco de España. Un año después, el Gobierno Civil restituyó el palacete a la familia Robert, pero los hermanos decidieron poner a la venta la propiedad ante la falta de recursos para mantenerla. La estratégica ubicación del edificio lo convirtió en un reclamo para inversores. Se estudió, entre otros proyectos, la construcción de un hotel, pero la venta no se llevó a cabo hasta pasados ocho años. El comprador fue Julio Muñoz Ramonet, uno de los empresarios más conocidos y polémicos de la época por sus prácticas estraperlistas, que hizo fortuna con el algodón en el mercado negro. Allí instaló la sede de sus negocios textiles. El empresario adquirió además el inmueble vecino, situado en el número 105 del paseo de Gracia, y construyó la torre Muñoz, obra del arquitecto Duran i Reynals, destinada a oficinas y salas de reunión. Finalmente, sus oscuros negocios le llevaron a la ruina, y el conjunto arquitectónico del Palau Robert (jardines y cochera) y la nueva torre quedaron en manos del Banco Central. A inicios de los años ochenta, la recién restaurada Generalitat adquirió el edificio. Pero sus puertas no se abrieron al público hasta 1997, convertido en centro de información turística de Cataluña, así como en ámbito de exposiciones y actos culturales. Los muros que presenciaron el esplendor de la familia Robert y fueron escenario de grandes páginas sociales y políticas del siglo xx albergan en nuestros días múltiples muestras que recuperan parte de aquella historia, tan arraigada en Barcelona.