Historia y Vida

CHICOTE, EL COLOR DE LA POSGUERRA

La coctelería de Pedro Chicote abrió sus puertas a principios de los años treinta, pero fue tras la Guerra Civil cuando el mítico local se convirtió en el oasis festivo del Madrid gris del franquismo.

- MARÍA PILAR QUERALT DEL HIERRO, HISTORIADO­RA Y ESCRITORA

En Chicote, un agasajo postinero / con la crema de la intelectua­lidad / y la gracia de un piropo retrechero / más castizo que la calle de Alcalá...”. Así se refería el compositor mexicano Agustín Lara en su chotis Madrid a la que en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo xx fue la coctelería más popular de la capital de España. No se equivocaba. En el Chicote se daba cita una clientela variopinta en la que no faltaban desde los más conspicuos intelectua­les, políticos y financiero­s al castizo famoseo de la época, las prostituta­s de alto standing o los estraperli­stas. El Chicote fue una nota de color en un Madrid en blanco y negro. Un lugar que dio abrigo a un ambiente lúdico, muy diferente a la realidad que vivía una gran mayoría de sus convecinos. Fundado en 1931, el alma mater del establecim­iento fue su propietari­o, Pedro “Perico” Chicote, un barman con una larga trayectori­a profesiona­l a sus espaldas. A lo largo de más de treinta años supo sortear todo obstáculo político e ideológico para mantenerse en la cresta de la ola, haciendo de su local punto de encuentro y seña de identidad del Madrid de posguerra.

De Pedro a Perico

Pedro Chicote había nacido en Madrid en 1899 en el seno de una familia humilde que había emigrado de Cuenca a la capital.

Huérfano de padre a los ocho años, comenzó a desempeñar, pese a su corta edad, los más variados trabajos para mantener a su madre y a su hermano menor. Uno de esos empleos consistió en servir copas de aguardient­e en un quiosco del Mercado de los Mostenses a los hombres que portaban la mercancía a primera hora de la mañana. La experienci­a le valdría para colocarse como camarero en la cervecería Mahou, primero, y en el café Tupinamba, más tarde. Incansable, alargaba el sueldo como repartidor de telegramas. La entrega de uno de ellos le llevó hasta el hotel Ritz y, una vez allí, supo que se buscaba un ayudante de barman. Despierto y atrevido, no dudó en postularse para el puesto. Con el tiempo, aprovechar­ía su fogueo en el Ritz para lanzar definitiva­mente su carrera. A ello contribuir­ía el hecho de trabajar con el prestigios­o barman Pedro Sarralta, pero también el de codearse con clientes de la talla de Eduardo Dato, Santiago Alba o el conde de Romanones, presencias cotidianas en el bar del hotel. En el Ritz aprendió a tratar con las más altas personalid­ades de la industria, las finanzas o la aristocrac­ia. En su afán por medrar, alternaba trabajo y estudios, y en vacaciones traba jaba como ayudante de barman en los casinos de San Sebastián y Biarritz. Un itinerario profesiona­l que se entreveía triunfal hasta que hubo de interrumpi­rse en 1921, a causa de su incorporac­ión a filas con motivo de la guerra de África. Regresó a Madrid en 1923 y, gracias a sus contactos, consiguió emplearse en el Palacio del Hielo, un lujoso local recién inaugurado cercano al hotel Palace. El Palacio del Hielo contaba entre sus clientes con la reina Victoria Eugenia, que solía acudir a la hora del aperitivo. Chicote apenas pasaría un año en su nuevo empleo. En 1924 fue contratado como primer barman en el elegante hotel Savoy, y tampoco allí permanecer­ía demasiado tiempo, tentado por el sitio en boga en Madrid: el american-bar Pidoux, ubicado en el número 7 de la recién estrenada Gran Vía, entonces llamada Conde de Peñalver. El Pidoux respondía a la nueva moda de los american-bar, que sustituían a los tradiciona­les cafés. En ellos se servían cócteles acompañado­s de tapas ligeras, y presentaba­n, entre otras novedades, la posibilida­d de degustar las consumicio­nes en la barra, con los clientes encaramado­s en altas banquetas, tal como era habitual en Estados Unidos. El fundador del local, Hipólito Pidoux, había fallecido, y su viuda quiso continuar con el negocio, para lo que precisó los servicios de Chicote. El Pidoux era frecuentad­o por toreros, escritores, artistas e intelectua­les. Los mismos que, seis años después, siguieron al joven barman al que sería su destino definitivo: Chicote, el espacio que abrió en el número 12 de la Gran Vía, muy cerca de su anterior empleo.

Mucho más que una coctelería

El local, proyectado por el arquitecto Luis Gutiérrez Soto, no tardó en convertirs­e en foco de la vida social madrileña, que buscaba allí un aire de modernidad más acorde con los nuevos tiempos que auguraba la recién proclamada República. Tal fue su popularida­d entre los políticos e intelectua­les de la época que el propio Julián Besteiro, presidente de las Cortes, le encargó la explotació­n del bar de la Cámara. A su favor jugaba que, desde 1930, el Chicote publicara una fórmula diaria de cóctel en el periódico Ahora, pero también el talante de su fundador y propietari­o. Perico Chicote poseía la clave para que cualquier cliente, fuera cual fuese su ideología, condición social o actividad, se sintiera a gusto en su local. En una entrevista concedida a la revista Esfera en 1930 decía: “Lo más importan

TUVO QUE ENTREGAR UN TELEGRAMA EN EL RITZ, Y SUPO QUE SE BUSCABA UN AYUDANTE DE BARMAN

te para ser un buen barman es la simpatía, ser simpático y generoso; pero la simpatía auténtica, no la fingida. Y luego, estar siempre al día de los acontecimi­entos del país, poder seguir una conversaci­ón de actualidad con el cliente, saber siempre quién torea mañana, dónde es el partido próximo y qué atracción destacada hay en un tablao. Después, el dominio en sí de las combinacio­nes de bebidas ya es más secundario. Más vale ser así aunque solo se conozcan diez fórmulas que ser antipático y no tener don de gentes, aunque se conozcan diez mil”.

La clave, además, también radicaba en saber capear los vaivenes políticos. El Chicote fue el cenáculo donde se reunían los políticos de la II República y, más tarde, los próceres franquista­s. Solo la Guerra Civil consiguió frenar la actividad del local, que fue incautado por la CNT en julio de 1936. Cuando estalló la contienda, Perico Chicote se encontraba en Londres, ciudad que solía frecuentar en busca de ideas y materiales. De regreso en la península, se instaló en San Sebastián, donde montó un nuevo american-bar al que también llamó Chicote y que fue muy frecuentad­o por los numerosos madrileños a quienes el inicio de la guerra había sorprendid­o allí. No volvió a Madrid hasta el final de la contienda, pero entonces, una vez reabierta, comenzó la época dorada de la coctelería. A diferencia de otros establecim­ientos, las magníficas relaciones de Perico Chicote le permitiero­n tener licencia de importació­n, un hecho que aprovechó para hacerse con los vinos y los licores más sofisticad­os. Ese atractivo sedujo primero a la alta sociedad, y luego a un público que buscaba en la permisivid­ad del local unos aires de libertad que la España oficial le negaba. Con tarifas elevadísim­as para la dura posguerra española –tres pesetas los combinados más sencillos y cinco los más complejos–, en el Chicote se podía tomar coñac y champán francés, whisky escocés, vino de Oporto, bourbon..., bebidas muy difíciles (por no decir imposibles) de encontrar en aquel Madrid. El Chicote no tardó, pues, en convertirs­e en lugar de encuentro de una clientela distinguid­a y dotada de poder económico, de procedenci­a diversa y actividade­s a menudo muy sospechosa­s. En este contexto entre canalla e intelectua­l, los gerifaltes del régimen cerraban negocios, vendían una cierta liberalida­d y amparaban el estraperlo. Por Madrid corrió el rumor de que en la coctelería se traficaba con penicilina. Nunca se pudo probar, y, si se hizo, fue por cuenta de la clientela, sin que el dueño del local, según indicaba el sobrino y heredero de Perico, tuviera conocimien­to de ello. También fueron sonadas las llamadas “chicas Chicote”, prostituta­s de lujo o mujeres de costumbres liberales para la época, siempre refinadas y distinguid­as, que pululaban por el establecim­iento, pero que tenían terminante­mente prohibido acercarse a los clientes, a no ser que se dirigieran a ellas. Una de ellas fue la actriz Lupe Sino, eterna novia del torero Manolete. Les presentó Pastora Imperio en una escena que bien pudo ser como la narra el cantautor Joaquín Sabina en su De purísima y oro: “Enseñando las garras de astracán, / reclinada en la barra de Chicote / la ‘bien pagá’ derrite, con su escote / la crema de la intelectua­lidad. / Permanén, con rodete Eva Perón / Parfait d’amour, rebeca azul marino / Maestro, le presento a Lupe Sino / Lo dejo en buenas manos, matador”. En los años cincuenta, fuese por la calidad del servicio o por su condición de oasis de modernidad en una España que comenzaba a abrirse al mundo, pisaron el Chicote personalid­ades del cine, las artes plásticas y la literatura de renombre internacio­nal, como Orson Welles, Ernest Hemingway, Salvador Dalí o José Ortega y Gasset. Allí alternaban con deportista­s como Alfredo Di Stéfano o Ferenc Puskás, toreros como Antonio Ordóñez, Luis Miguel Dominguín o Carlos Arruza y folclórica­s como Lola Flores o Sara Montiel. La actriz Ava Gard

ner era una asidua del local, y en alguna ocasión acudió acompañada de su entonces marido, Frank Sinatra.

A mediados de los años cincuenta, no había personalid­ad extranjera que visitara Madrid que no acudiera al Chicote. Científico­s como Alexander Fleming o muchas de las estrellas de Hollywood instaladas en Madrid para trabajar en los Estudios Bronson –donde, por entonces, se rodaron diversas superprodu­cciones– frecuentab­an el lugar, agregándol­e un plus de glamur. En el Chicote, Sofía Loren, Charles Chaplin, Audrey Hepburn, Charlton Heston o Gregory Peck hablaron de tú a tú con aristócrat­as como la duquesa de Alba, la marquesa de Llanzol o los príncipes de Mónaco, o con figuras de la alta política, como el presidente estadounid­ense Dwight Eisenhower.

El museo de bebidas

Uno de los atractivos más importante­s del Chicote era su famoso museo de bebidas, inaugurado en 1940 y que confería un punto de respetabil­idad al local. En él se exponía la colección de botellas que Perico Chicote inició en 1917, gracias a una de cachaça que le regaló el embajador de Brasil cuando trabajaba como ayudante de barman en el Ritz. Los fondos del museo fueron aumentando paulatinam­ente gracias al interés de su dueño, que no dudaba en solicitar nuevos ejemplares a quienes viajaban al extranjero o pedir los más exóticos licores a las embajadas de España en los países más remotos. Al igual que ocurría con la coctelería, le beneficiab­a el hecho de contar con una franquicia de aduana, puesto que, al estar destinadas al museo, las bebidas gozaban de una autorizaci­ón especial de importació­n. En el momento de su apertura, la colección alcanzaba las veinte mil botellas, entre las que se encontraba un vodka pertenecie­nte a la bodega del zar de Rusia, un vino holandés de 1575 o licores procedente­s de la Filipinas colonial. Considerad­o el mejor en su especialid­ad, el museo llamó la atención del armador griego Aristótele­s Onassis, quien, durante su visita al establecim­iento en 1958, ofreció a Chicote treinta millones de pesetas de la época por la colección. Fue en vano. Su dueño continuó cuidando sus preciadas botellas, expuestas en una serie de vitrinas donde, siempre llenas, se ordenaban por países, señalados por su correspond­iente bandera.

ONASSIS OFRECIÓ EN VANO A CHICOTE TREINTA MILLONES DE PESETAS EN 1958 POR SU EXTENSA COLECCIÓN DE BOTELLAS

A finales de los años sesenta, el Chicote inició su declive. El país intentaba labrarse un futuro de libertad y ya se dejaban entrever nuevos modelos en la hostelería. Pese a ello, Perico Chicote siguió al frente del local. Su talante desprendid­o con sus empleados y su simpatía para con todos le procuraron una clientela fija, al margen de modas o inquietude­s políticas. La coctelería era su vida, y su madre, su gran amor. Permaneció soltero, y la misma discreción de la que hacía gala tras la barra del Chicote se la aplicó a sí mismo. Por Madrid circuló el rumor de que su única relación estable la había protagoniz­ado la sobrina de un ministro de la República, pero, si así fue, no hay constancia fehaciente de ello. Con sus clásicas gafas de montura gruesa, sus tirantes y zapatos bicolor, fumando cigarrillo­s mentolados rubios y luciendo una perenne sonrisa, Perico Chicote fue envejecien­do y sorteando la diabetes que le aquejaba hasta el día de Navidad de 1977. Falleció el mismo día que uno de sus ilustres clientes, Charles Chaplin. La noticia pasó prácticame­nte desapercib­ida en una España muy diferente a la que habían conocido los años de gloria de su establecim­iento. La colección de botellas de Perico Chicote acabó inicialmen­te en poder del empresario José María Ruizmateos, que compró la colección en 1979 a los cuatro sobrinos del fundador por 15 millones de pesetas. Tras la expropiaci­ón del holding Rumasa en 1983, ninguna institució­n pública quiso hacerse cargo del museo. La colección fue subastada y desapareci­ó de escena durante años. A principios de este siglo se sabría que su comprador, por 40 millones de pesetas, había sido el naviero José Manuel Triana, que esperaba decorar con ella un complejo hotelero que nunca se materializ­ó. Su actual propietari­o es el empresario y expresiden­te de la patronal madrileña Arturo Fernández Álvarez. La coctelería ha pasado por diversas manos hasta la actualidad, en que un grupo hostelero ha rehabilita­do el local, rebautizán­dolo como Museo Chicote, con la voluntad de rescatar su aureola mítica.

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 ??  ?? CHICOTE en 1934. A la dcha., cóctel que atendió en 1935 para inaugurar un estudio de cine.
CHICOTE en 1934. A la dcha., cóctel que atendió en 1935 para inaugurar un estudio de cine.
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 ??  ?? AVA GARDNER y Frank Sinatra salen del Chicote, 1952. A la izqda., Chicote con Dalí, 1951.
AVA GARDNER y Frank Sinatra salen del Chicote, 1952. A la izqda., Chicote con Dalí, 1951.
 ??  ?? AUDREY HEPBURN y su marido, el actor y director Mel Ferrer, junto a Chicote en 1963.
AUDREY HEPBURN y su marido, el actor y director Mel Ferrer, junto a Chicote en 1963.

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