Historia y Vida

PARIENTES Y RIVALES

Hasta el 27 de enero, la National Gallery de Londres compara a dos grandes del Quattrocen­to, Mantegna y Bellini. Spoiler: hay semejanzas sorprenden­tes.

- ANA ECHEVERRÍA, PERIODISTA

Trabajar para una de las grandes mecenas del Renacimien­to no siempre era un chollo. Al pintor Andrea Mantegna, la llegada de Isabel d’este a la corte de los Gonzaga en Mantua le amargó los últimos años de existencia. La marquesa adolescent­e, recién casada con Francisco II Gonzaga, volcó un torrente de energía en redecorar sus habitacion­es del castillo de San Jorge, con especial hincapié en su studiolo, su pequeño gabinete privado. Para entonces, Mantegna llevaba ya casi veinticinc­o años al servicio de los Gonzaga, había sido pintor de cámara de tres marqueses y su prestigio como artista estaba más que consolidad­o, tanto a ojos de los demás como a los suyos propios. Cabe imaginar la consternac­ión del veterano maestro cuando la joven marquesa rechazó un retrato, hoy perdido, por juzgar que no se le parecía (las malas lenguas aventuran que tal vez se le parecía demasiado).

La pasión coleccioni­sta de Isabel no admitía fronteras. Ambicionab­a reunir en su studiolo a la flor y nata de los pintores de su época, pero era extremadam­ente concreta y exigente en sus encargos. Tanto los lienzos como las figuras representa­das en ellos debían tener idénticas medidas, la luz debía proceder de una determinad­a dirección y el autor no podía improvisar detalle alguno que no estuviera contemplad­o por contrato, algo muy difícil de gestionar a distancia, ya que muchos de los artistas residían en otras ciudades, donde, para mayor complicaci­ón, se empleaban sistemas métricos distintos. Además de la de Mantegna, que no podía negarse, Isabel logró la cooperació­n de Perugino y de Lorenzo Costa, pero Giorgione falleció antes de aceptar el encargo

y Da Vinci se hizo el loco. La reacción más reveladora fue la del veneciano Giovanni Bellini, a quien la marquesa reclamaba insistente­mente una pintura narrativa, de temática mitológica o histórica. Esto era, por hacer una analogía contemporá­nea, como pedirle a Fernando Botero una Venus esbelta o como encargar a Quentin Tarantino la dirección de una película de Disney. Bellini era sensaciona­l con los paisajes y las escenas religiosas, pero Mantegna era el número uno en pintura historicis­ta. Al veneciano, la idea de competir con Mantegna en su propio terreno le resultaba incómoda por multitud de razones. Ante uno de los marchantes de la marquesa, reconoció abiertamen­te que saldría perdiendo con la comparació­n. Probableme­nte quería evitar también un conflicto familiar, ya que Andrea Mantegna era, además de su rival, su cuñado. Tras insistir durante una década, Isabel tuvo que conformars­e con una natividad del veneciano, una opción mucho menos comprometi­da.

No tan distintos

Durante siglos, la historia del arte ha presentado a Mantegna y Bellini como caras opuestas del arte del Quattrocen­to. Es cierto que, a simple vista, parece difícil encontrar a dos pintores más distintos. El primero, nacido en Padua, era de origen humilde; el segundo pertenecía a una clase social elevada, tan solo un escalón por debajo de la alta aristocrac­ia veneciana. Mantegna triunfó muy joven, gracias a su talento precoz y a su inagotable confianza

en sí mismo. Bellini, criado en una familia de artistas, pasó sus primeros años eclipsado por su padre, Jacopo, y por su hermano mayor, Gentile, a los que acabaría superando a base de perseveran­cia. Mantegna basó su éxito en la precisión de su dibujo y en el dramatismo narrativo, mientras Bellini emocionaba a su público poniendo el color al servicio de la atmósfera. Intelecto frente a sensualida­d.

Hoy en día, sin embargo, esta distinción se considera simplista. La investigac­ión más reciente ha rastreado influencia­s mutuas en la obra de estos dos artistas, alentadas, probableme­nte, por el matrimonio de Mantegna con una hermana de Bellini. De este último, Mantegna adoptó el tratamient­o de la luz en los paisajes. En cuanto a Bellini, son numerosas las veces en que el veneciano tomó prestados motivos y composicio­nes del paduano, no sin reinterpre­tarlos según su propio estilo. Ambos preparaban sus cuadros minuciosam­ente, concediend­o una gran atención al dibujo; ambos otorgaban importanci­a al color, aunque lo abordaran de distintas maneras; y ambos reflejaron en su obra una profunda admiración por el naturalism­o de los maestros flamencos y holandeses. La diferencia principal entre ellos reside en el tratamient­o de los detalles. Mantegna se entretiene en cada pliegue, cada rizo, cada arruga de un rostro. Se

MANTEGNA ERA PRECISO Y BELLINI EMOCIONABA CON EL COLOR, PERO EN SUS OBRAS SE OBSERVAN INFLUENCIA­S MUTUAS

atreve con gestos y expresione­s nada convencion­ales y sus figuras tienen un aire escultóric­o, casi se pueden tocar. Bellini, por su parte, disuelve objetos y figuras en la luz del entorno. Paisaje y personajes forman parte de un todo armonioso, donde la pincelada y las relaciones entre elementos son siempre sutiles. Las composicio­nes de Mantegna tienden a ser recargadas; las de Bellini, etéreas. ¿Quién supera a quién? Más allá de preferenci­as personales, el talento de ambos es indiscutib­le. Quién pudiera viajar en el tiempo y asistir a una reunión familiar en la corte de Mantua o en casa de los Bellini.

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LA VIRGEN y el Niño, Andrea Mantegna, c. 1455-60. Gemäldegal­erie, Staatliche Museen zu Berlin.
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