EL SEGUNDO MOVIMIENTO
La larga depresión económica que marcó la mayor parte de los años treinta y el ascenso del nazismo y el fascismo reactivarían una crisis de refugiados que se había mitigado, pero cuyas brasas todavía ardían en el corazón de Europa.
Afinales de los años veinte, la crisis de refugiados parecía un dragón muerto, pero en realidad solo estaba medio dormido. Seguían existiendo grandes masas de apátridas: la Unión Soviética había desnacionalizado a cerca de un millón de personas y Mussolini había hecho lo propio con decenas de miles de opositores. Al mismo tiempo, la xenofobia de los países de Europa Central necesitaba solo una chispa para convertirse en algo peor. Entonces llegaron la crisis económica y el ascenso de Hitler... y el dragón se desperezó con furia. El segundo movimiento de la triste sinfonía de la primera gran crisis de refugiados europea comenzó con los violines de una economía que se hundía como un transatlántico. Con ella, año a año y mes a mes, se despedazaba la percha de la que colgaban los débiles derechos de los apátridas y de los que no querían regresar a la miseria y represión que los aguardaban en sus países de origen. Los nazis se convirtieron en la segunda fuerza política en Alemania solo un año después del crac del 29.
Al final, a los refugiados siempre se les había considerado más trabajadores que ciudadanos, y por eso, cuando había empleo, se les toleraba, porque añadían su esfuerzo a la recuperación de la posguerra, y esta beneficiaba a la sociedad en su conjunto. Es verdad que esa especie de contrato social había sido muy precario en muchos países, y esto ayuda a entender por qué decenas de miles de judíos se empobrecieron y emigraron de Polonia en la segunda mitad de los años veinte. La protección de las minorías de la Sociedad de Naciones tenía sus limitaciones. Debemos recordar,
además, que los judíos polacos, como casi todos los de Europa Central, eran de clase media baja –nada que ver con sus parientes sofisticados de Alemania–, y que tanto los prejuicios raciales del resto como los suyos propios y su conservadurismo ortodoxo les impedían integrarse. Ni querían ni podían. Por otro lado, Polonia, Rumanía, Checoslovaquia y Yugoslavia eran algunos de los países que se habían opuesto sin éxito, a principios de los años veinte, al mandato de proteger a sus minorías impuesto por la Sociedad de Naciones. Entre ellas figuraba, obviamente, la de los judíos. Hungría, asediada por inmigrantes, refugiados y golpes de Estado en los albores de aquella década, había dado desde entonces pasos decisivos (deportaciones, magiarización) hacia una sociedad étnicamente uniforme. Eso, sin pretenderlo, iba a dejar en una posición frágil a los judíos, aunque su asimilación fuera un éxito, hasta el punto de que, en los años veinte, algunos se convirtieron en ministros. Europa Central era, de lejos, el gran hogar europeo de los judíos. A principios de los años treinta vivían allí más de cuatro millones. Repartidos, es cierto; sobre todo entre Polonia, Rumanía y Hungría. Los judíos alemanes apenas superaban el medio millón de almas, y esto es lo que convenció a algunos sionistas de que la tragedia que Hitler representaba en 1933 no sería nada en comparación con la que sucedería en Europa Central. En esos países, los judíos en tiempos de paro y miseria se consideraban una carga inadmisible. Polonia, Hungría y Rumanía pidieron su evacuación parcial a la Sociedad de Naciones. Querían que se llevasen a cientos de miles de personas, dejando atrás, eso sí, parte de su dinero y sus inmuebles. Se gún Michael Marrus, Polonia pidió con descaro que tuvieran que cederlo todo y que hicieran las maletas entre 80.000 y 100.000 personas al año. Proclamaban, en términos muy económicos, que ellos tenían un “superávit” de judíos.
Las puertas se cierran
Pero admitamos, por un momento, que muchos judíos, viendo la creciente hostilidad, hubieran aceptado semejantes tratos, que es lo que ocurrió. ¿Adónde podían ir exactamente? Cada vez a menos sitios, porque las puertas de los principales lugares de recepción de refugiados se estaban cerrando a principios de los años treinta. Los ejemplos de Estados Unidos y Francia, los dos grandes países de acogida en la posguerra, reflejan bien este drama. Estados Unidos promulgó la Johnsonreed Act en 1924, que supuso que la llegada de inmigrantes europeos pasase de alrededor de un millón al año a un máximo de unas 150.000 personas. Además, el crac del 29 y la Gran Depresión se tradujeron en nue
POLONIA, HUNGRÍA Y RUMANÍA PIDIERON A LA SOCIEDAD DE NACIONES UNA EVACUACIÓN PARCIAL DE JUDÍOS
vos requisitos y limitaciones a la inmigración, que impidieron llegar a ese máximo que habían fijado en 1924. Un ejemplo muy obvio: en 1933 y 1934, aunque la cuota fijada para Alemania era de 26.000 inmigrantes anuales, no llegaron a entrar de media ni 2.500 de aquel país, muchos de los cuales eran, obviamente, judíos amedrentados por el ascenso de Hitler. Francia se convirtió en los años veinte en un gran país de acogida para los refugiados, pero la crisis recortó drásticamente las llegadas, y lo que se había interpretado como generosidad se entendía ahora como la simple necesidad de mano de obra barata. El juicio era exagerado. Su población inmigrante estuvo a punto de alcanzar los tres millones de almas en 1931. En los años veinte y treinta, Francia había recibido a miles de opositores a Mussolini con los brazos abiertos y había tolerado que lan
zasen desde allí operaciones de sabotaje, arriesgándose a tensar las relaciones con un régimen agresivo y neurótico. Además, el país mantuvo sus medidas extraordinarias de acogida a los refugiados hasta bien entrado 1933, aunque es verdad que, desde finales de ese año hasta 1936, el Elíseo multiplicó las deportaciones y añadió requisitos a los permisos de trabajo y residencia, ahora mucho más difíciles de conseguir. Luego esos requisitos se relajaron, pero ya no volvieron a la situación previa. Éticamente, no era igual deportar judíos a Alemania antes de Hitler que con Hitler, pero Francia era una democracia, y el gobierno se veía obligado a aplacar también el pánico de millones de franceses, una enorme –aunque no mayoritaria– porción de la población que echaba a los refugiados la culpa de la posible desintegración de su patria y de las privaciones de la crisis. Les afeaba también, a los judíos muy especialmente, que pusieran a su país al borde de la guerra con Alemania. Darles abrigo era una provocación al Führer.
¿No era eso –preguntaban ellos– lo que había sucedido cuando Hitler lanzó su primera ola de represión contra los judíos, en la primavera de 1933, y muchos de sus represaliados acabaron en Francia? Adolf Hitler había recibido ya plenos poderes provisionales del Parlamento, y alrededor de 50.000 judíos hicieron las maletas. El 40% de ellos se mudó a Francia, y el resto se repartió, sobre todo, entre Suiza, Che coslovaquia, Holanda, Bélgica y Austria. Aunque parezca increíble, de 1933 a 1937, solo se marcharon 150.000 de los 500.000 judíos que se estimaba que eran ciudadanos alemanes. La mitad recalaron en Europa, y muchos emigraron a Palestina, entonces bajo mandato británico. Y ahora, lo más asombroso: decenas de miles volvieron a Alemania porque la echaban de menos, porque no encontraban trabajo o no se adaptaban a ningún otro lugar y porque asumieron que la violencia nazi sería una tragedia pasajera. Además, si se iban de Alemania, tenían que pagar al Estado un impuesto del 50% por el dinero que se transferían a sus cuentas en las naciones de destino. Para vivir en la pobreza o verse rechazados y reprimidos por las autoridades, es mejor quedarse en casa, debieron de pensar. A principios de 1935 regresaron unos 10.000 judíos a Alemania. Pocos meses después, en septiembre, ya habían perdido sus derechos civiles con las leyes de Núremberg.
Qué hizo el mundo
¿Dónde estaba la comunidad internacional ante semejantes despropósitos? Pues bien, la Sociedad de Naciones fundó, en 1933, una alta comisión específica para los refugiados alemanes que, para agradar a Hitler, ni pertenecía formalmente a la gran institución internacional ni recibiría fondos ni mandatos directos de aquella. Es más, para que no hubiera confusiones, la crea ron en Lausana, y no en Ginebra, que es donde se encontraba la Sociedad de Naciones. Al final, ni eso sirvió para que Alemania permaneciese en la institución. De todos modos, esta alta comisión y otros organismos similares, con un presupuesto limitadísimo, lograron dos acuerdos internacionales importantes en 1936 y en 1938. Gracias a ellos, muchos refugiados alemanes contarían con unos documentos de identidad con los que poder viajar y trabajar, con unos derechos civiles mínimos reconocidos, con cierto de
recho al asilo y con más protección contra las deportaciones masivas.
Es cierto, sin embargo, que todos los organismos que se crearon en la Sociedad de Naciones para atender y proteger a estos desplazados, incluida la alta comisión, sufrían serias taras de nacimiento. Para empezar, casi ningún país se sentía capaz de asumir a decenas de miles de personas –con o sin papeles– cuando no podía asegurar el empleo a sus propios ciudadanos. Y para continuar, la Unión Soviética no quería beneficios para los contrarrevolucionarios que habían escapado de las garras de Stalin.
Por otra parte, la cuestión de los refugiados amenazaba con convertirse, para las potencias del Viejo Continente, en un pozo de gasto sin fondo, por lo que su financiación se dejó, una vez más, en manos de grandes filántropos y organizaciones internacionales, sobre todo hebreas. Siendo eso escandaloso, quizá lo peor fue que los europeos, para no interferir en los “asuntos internos” de Alemania, aceptaron que cualquier beneficio que hubiera conseguido la Sociedad de Naciones para los refugiados se limitase a aquellos que habían podido escapar ya de Hitler. Por supuesto, la institución internacional creía que era un problema muy local y acotado... Hasta que, en 1938, ya no pudo engañarse más. En enero, Rumanía revocó la nacionalidad de más de doscientos mil judíos, que representaban alrededor de un tercio de toda la población de esa etnia, y prohibió a todos convertir sus ahorros en moneda extranjera. Era una forma de evitar que se llevasen algo más que los billetes que tenían en las carteras fuera del país. Les empujaban a irse, pero ligeros de equipaje. Poco después, en marzo, se produjo la anexión alemana de Austria. La violencia que desataron en Viena las tropas de asalto hitlerianas fue quizá la más devastadora que habían sufrido los judíos hasta la fecha incluso en Alemania. En abril, cuando quedó claro que les estaban ordenando que se fueran del país, Hitler le encargó a Adolf Eichmann, de las SS, que “organizase” su salida. Solo les permitían llevar dinero de bolsillo, los metían en trenes o camiones y los tiraban como basura al otro lado de la frontera. Desde abril hasta noviembre salieron más judíos de Austria que de Alemania: se deportó a 50.000 personas.
Estamos atrapados
Algunos de aquellos refugiados ya lo eran antes de marcharse, porque habían huido de Polonia a Austria. Ahora no podían hacer el camino inverso. El 31 de marzo, Polonia revocó la nacionalidad a todos los emigrantes que hubieran pasado al menos cinco años fuera de sus fronteras. Fueron desnacionalizados decenas de miles de
polacos que estaban repartidos no solo por Austria, sino por toda Europa. Muchos de ellos eran judíos, y algunos se plantearon, probablemente, partir hacia Hungría. Había un problema: el gobierno de Budapest era antisemita, llevaba aliado con Hitler desde 1935 y, además, en mayo de 1938 había impuesto cuotas para los empleos que podían ocupar los judíos. La Unión Soviética no era un destino prometedor: la Gran Purga de Stalin supuso la muerte de alrededor de un millón de personas. En consecuencia, desde 1936, cuando esta comenzó, salieron despavoridos decenas de miles seres humanos. La purga no concluyó hasta agosto de 1938. En octubre de ese año, Checoslovaquia también empezó a dejar de ser un país al que huir, porque Hitler consiguió anexionarse legalmente –con permiso de Francia, Reino Unido e Italia– una parte clave de su territorio, los Sudetes. Tuvieron que salir de allí decenas de miles de judíos. En noviembre se produjo la Noche de los Cris
EN 1938 Y 1939, LOS APÁTRIDAS ESTABAN EN UNA RATONERA; APENAS HABÍA NINGÚN SITIO AL QUE PODER ESCAPAR
tales Rotos en Alemania, un linchamiento masivo que se tradujo en el incendio de más de doscientas cincuenta sinagogas y de miles de negocios, así como en la detención de más de veinte mil judíos, algunos que los cuales fueron deportados a los campos de concentración de Sachsenhausen, Buchenwald y Dachau. En 1938 y 1939, los apátridas, sobre todo judíos, estaban, literalmente, en una ratonera. Los países europeos e incluso Estados Unidos, que los habían recibido de buen grado en los años veinte, ahora apenas admitían a unos cuantos miles. Ni Holanda, ni Suiza, ni Francia, ni Gran Bretaña ni nadie estaban dispuestos a ser el gran destino del éxodo o las deportaciones. Ya no era fácil ni llegar a Palestina y, para colmo de males, en la primavera de 1939, tras la victoria franquista, se sumaron a la terrible riada de apátridas unos cuatrocientos cincuenta mil republicanos espa ñoles, muchos de los cuales tendrían que volver a España pocos meses después, presionados por Francia.
La primera gran crisis de refugiados europea, de 1919 a 1939, fue testigo de la emergencia y el colapso de los derechos de los refugiados, del giro que llevó de los tratados de paz y de minorías a la desnacionalización y deportación violenta de muchos miembros de aquellas minorías. De una Sociedad de Naciones en su influencia máxima, que creía haber resuelto el problema de los refugiados, a una Sociedad de Naciones agotada, con las puertas de las principales potencias casi cerradas e incapaz, además, de mantener la estabilidad de las fronteras y de prevenir o castigar la violencia en Europa Central. Adolf Hitler provocaría la siguiente crisis de refugiados europea, aprovechando su creciente dominio territorial por la fuerza de las armas. Así, impuso como política casi continental el hacinamiento en guetos, la expropiación total, la esclavitud en campos de trabajo y, a partir de 1941, el exterminio de millones de personas, sobre todo judías, que no tenían adónde ir. Esa fue la crisis que comenzó con la invasión de Polonia en septiembre de 1939.