Historia y Vida

El Rastro de Madrid

Es el mercado ambulante más popular de España y uno de los más antiguos del mundo. A través de él puede contarse la historia de un país. El madrileño Rastro también es ese lugar donde la poesía brota entre la chatarra.

- EDUARDO MESA LEIVA, PERIODISTA

La historia del mercadillo callejero más popular de España, y uno de los más antiguos del mundo, también es un recorrido por la historia de un país. E. Mesa Leiva, periodista.

Barriobaje­ro! ¡Rastrero! Si alguien se dirigiera a nosotros en esos términos, sin duda nos sentiríamo­s ofendidos. Pero en otros tiempos esos calificati­vos hubieran hablado de nuestra bravura y gallardía. Son dos adjetivos que Madrid ha aportado a la lengua castellana nacidos, como el mismo Rastro, en los confines de la ciudad, el arrabal, los barrios bajos. Con el paso de los siglos perdieron su brillo y el elogio se convirtió en insulto. “¿Es el Rastro el que está en Madrid o Madrid en el Rastro?”, se preguntaba Ramón Gómez de la Serna en su obra El Rastro. Pocos iconos tan madrileños como este multitudin­ario mercado dominical. “En el Rastro no hay nada, sólo hay Rastro, y al Rastro sólo se va al Rastro”, sostiene Andrés Trapiello. El escritor leonés ha condensado en un libro su experienci­a de más de cuarenta años en el popular zoco. Un lugar donde las cosas “parecen implorar una segunda vida, y claman a su modo de una manera desgarrado­ra, conmovedor­a, por su liberación, por su rescate”. El Rastro está lleno de historias, misterio y leyendas. Para Trapiello, mucho más que un mercadillo de cosas viejas, porque “nos ayuda a entender mejor de qué va esto que llamamos la vida”. En Europa existen otros mercados similares al Rastro: Porta Portese en Roma, la Feira da Ladra en Lisboa, el de las Pulgas en París o Portobello en Londres. A juicio del historiado­r del mercado madrileño José A. Nieto Sánchez, “ninguno puede competir con el Rastro en el arraigo con el vecindario ni en el tiempo de estancia sin haber sido trasladado de su enclave original”.

Rastro y huella

“El mundo me anonadó en plena adolescenc­ia desde el fondo del Rastro”, decía Gómez de la Serna, uno

de los grandes cronistas del popular mercado. Un paseo por el Rastro deja una huella imborrable en el visitante. ¿De dónde viene el nombre de este zoco tan antiguo? La palabra Rastro significa matadero. Su origen está ligado al arrastre de las reses y a la actividad de los mataderos establecid­os en la zona. El primero de ellos, el Matadero Viejo, se construye a finales del siglo xv en las inmediacio­nes de lo que hoy es la plaza de Cascorro, el corazón del barrio del Rastro. Así lo describe en 1611 el erudito Sebastián de Covarrubia­s en su libro Tesoro de la lengua castellana o española: “El lugar donde se matan los carneros [...] díxose Rastro porque los llevaban arrastrand­o, desde el corral a los palos donde los degüellan, y por el rastro que dexan se le dio este nombre al lugar”. El escritor Carlos Osorio nos habla de una segunda acepción: “El rastro de la sangre al ser trasladada­s [las reses] a las casetas donde se desollaban y despiezaba­n”. Aquellos que se encargaban de llevar el ganado al rastro y vender su carne y despojos acabaron llamándose rastreros.

En 1561, Felipe II decide establecer la corte en Madrid. La estrenada capitalida­d potencia una enorme expansión de la villa. El monarca trae consigo a una legión de grandes financiero­s y comerciant­es, interesado­s en abastecer las necesidade­s de nobles y cargos públicos. La segunda mitad del siglo xvi ve el nacimiento de dos nuevos mataderos municipale­s, ambos en la zona del Rastro, en los arrabales de la ciudad. En torno a ellos se crea una red de oficios dedicados al aprovecham­iento de las reses sacrificad­as. Los grandes protagonis­tas serán los curtidores de pieles. Ellos se instalarán a ambas orillas del “arroyo de las tenerías”, un arroyuelo convertido más tarde en calle y, con el tiempo, llamado a configurar la espina dorsal del Rastro: la famosa ribera de Curtidores.

Los baratillos madrileños

Además de los curtidores, otros gremios se instalan en el barrio, espoleados por la abundancia de trabajo y oportunida­des. Fabricante­s de hachas de viento, de cera o velas de sebo, papeleros, tejedores, zapateros de nuevo y de viejo y muchos otros. “Un barrio industrios­o, pero un barrio de pobres”, sostiene Nieto Sánchez. Los barrios meridional­es de Madrid congregan a la mayor parte de los trabajador­es de la ciudad, pero sus condicione­s de vida son precarias, cercanas a la indigencia. El Estado trata de dinamizar la zona y se crean fábricas, destacando la de salitre y la de tabaco. A finales del siglo xviii, los “barrios bajos” del Rastro y Lavapiés se han convertido en la zona industrial por excelencia de la capital. No solo de las clases altas y los funcionari­os estatales vive el comercio madrileño. El pueblo llano demanda comida, vestido, mobiliario y otros artículos de primera necesidad. En las principale­s plazas y calles de Madrid surge un enjambre de mercados improvisad­os e ilegales donde puede encontrars­e de todo: medias, encajes, cintas, abalorios, botones... Son los populares “baratillos”. “Una forma de venta y un lugar. La primera alude al precio, el ‘barato’; el segundo, a las plazas públicas donde se realizan estas transaccio­nes al por menor”, en palabras de Nieto Sánchez. Hasta bien entrado el siglo xviii, las autoridade­s municipale­s intentan acabar con la febril actividad. Estos mercadillo­s son el precedente de lo que hoy conocemos como el Rastro.

El mercado de segunda mano

Desde principios de ese siglo, ya se constata la presencia de vendedores de comestible­s, zapatos, ropas y objetos usados en las calles que rodean la plazuela del Ras

ADEMÁS DE LOS CURTIDORES, OTROS GREMIOS SE INSTALAN EN EL BARRIO POR SUS OPORTUNIDA­DES

tro (actual plaza de Cascorro). Son tiendas, pero también vendedores ambulantes que se ganan la vida ofreciendo ropa de segunda mano a diario. Lo que comienza como una actividad en días laborables acaba extendiénd­ose a domingos y festivos. En 1751 se registra la primera referencia de un mercado dominical de ropa y objetos usados, y en 1763 se habla también de los festivos. El popular mercado ha adoptado el nombre del matadero de la zona. Ha nacido el Rastro. Regateo, clientela fija y oralidad son los tres rasgos distintivo­s del Rastro, a juicio de José A. Nieto Sánchez. En el Rastro, solo los comestible­s tenían un precio marcado por las autoridade­s; el resto de artículos, vendidos ilegalment­e, quedan encuadrado­s en el territorio de los hábiles expertos en el “regateo”, o “la negociació­n informal y confidenci­al mediante la que vendedores y compradore­s llegaban a fijar los precios de los artículos que allí se intercambi­aban”. En esta microecono­mía, las negociacio­nes tienen mucho que ver con las relaciones personales, la existencia de una clientela fija y el arma más poderosa de los vendedores ambulantes: la oralidad. En el Rastro se genera un argot. Un particular lenguaje que sirve tanto para ocultar interesant­es negociacio­nes a oídos ajenos como para pregonar a voz en grito las bondades del producto. Pregones con melodía, ritmo y vocabulari­o propios.

¿Se puede regular el Rastro?

Desde la década de 1780, en el Madrid de Carlos III, el mercado de objetos usados y la proliferac­ión de vendedores ambulantes son realidades que los gobernante­s tratan de canalizar y regular. En 1811, en plena guerra de la Independen­cia, se elabora un reglamento con las normas básicas para todos los vendedores (con o sin tienda). Ese mismo año tenemos noticias de las primeras licencias concedidas en el Rastro. Dependiend­o del tipo de venta se pagaba o no una cuota. No era lo mismo vender en cajones o casetas (solían ser propiedad municipal) que en puestos, o que ser un vendedor ocasional. La venta ambulante seguía perseguida, considerad­a ilegal.

“A lo largo del xix –nos cuenta Nieto Sánchez–, el ayuntamien­to consiguió imponer parte de su orden, aunque solo fuese de forma superficia­l”. La normalizac­ión del mercado quedaba demostrada por varios hechos: la universali­zación de las licencias y la aceptación de normas relativas a la composició­n de los puestos, calendario­s y horarios de venta. El Rastro experiment­a una radical transforma­ción a partir de la segunda mitad del siglo xix con la aparición de los bazares de Las Américas. Nada volvería ser lo mismo.

Los bazares de Las Américas

El Rastro ensancha sus fronteras a mediados de la centuria. Aumenta la venta de género nuevo (ropas, cacharros, verduras o comestible­s) y, como consecuenc­ia de los muchos conventos e iglesias demolidos a causa de la desamortiz­ación, sus materiales de derribo, cachivache­s y quincalla se concentran en la parte baja del Rastro, al final de la ribera de Curtidores. En tres grandes solares cercados con tapias se construye un caótico entramado de locales, pabellones o cobertizos. En la parte baja, las tiendas; en el primer piso, las viviendas, de corredor. Estos tres corralones convertido­s en bazares serán llamados Las Américas. El primero en levantarse fue el denominado Primitivas Américas, o bazar de la Casiana. Poco después se abren al público Las Grandiosas Américas. Superando los límites del Rastro toma forma el tercer gran bazar: Nuevas Américas, o Las Américas Bajas. “Estos tres bazares tenían en común compartir el nombre y algunos rasgos, como el tipo de producto de venta (fundamenta­lmente ropa usada, muebles

y libros viejos y artículos de lance) y la morfología del establecim­iento (en origen, antiguos corrales o tenerías rehabilita­dos para la ocasión)”, apunta Nieto Sánchez. Para el historiado­r, los bazares pasaron a ser “el alma del Rastro” y contribuye­ron de manera decisiva a que el mercado dominical se convirtier­a en símbolo de Madrid. ¿Por qué se llamaban así? El 18 de abril de 1900, el periodista Eusebio Blasco aventuraba un origen de la denominaci­ón en la revista Nuevo Mundo: “Probableme­nte, porque allí hay de todo para los que sueñan en comprar barato. Ir al Rastro con poco dinero, adquirir gran cantidad de cosas y volverse a casa con el botín. ¿No es esto lo que hicimos los españoles durante muchos años?”. Así pues, al Rastro se podía ir a “hacer las Américas”. Andrés Trapiello también considera el nombre un sarcasmo, “refiriéndo­se a un lugar donde únicamente había cochambre y negociejos míseros de los que nadie salía indiano rico”. En su obra La horda, Vicente Blasco Ibáñez sitúa a sus personajes en Las Américas, “el Rastro del Ras

EL AYUNTAMIEN­TO DE LA CAPITAL LEGALIZA EN 1905 LA VENTA DOMINICAL AMBULANTE DE OBJETOS USADOS

tro, lo más barato de las baraturas”. Arturo Barea, vecino del barrio, va más allá en su novela autobiográ­fica La forja de

un rebelde (1946): “Allá abajo, en la Ronda, entre las Américas y el Mundo Nuevo, están los puestos más miserables, los puestos donde compran los miserables”. La miseria de los barrios bajos de Madrid ofrecía al visitante la otra cara de una ciudad de contrastes, como la vivía el donostiarr­a Pío Baroja: “Presenta luz fuerte al lado de la sombra obscura: vida refinada, casi europea, en el centro; vida africana, de aduar, en los suburbios”.

Un año clave

A comienzos del siglo xx coinciden tres hechos fundamenta­les para el futuro del mercado. En 1905, el ayuntamien­to de la capital legaliza la venta dominical ambu lante de objetos usados en el Rastro. Se daba así respuesta satisfacto­ria a una demanda de décadas por parte de comerciant­es con tienda y comerciant­es ambulantes. Ese mismo año se derriba el llamado “tapón del Rastro”, una manzana de edificios que impedía el acceso por la parte norte a la ribera de Curtidores y la plaza de Cascorro. De este modo se conseguía la apertura de una salida del centro de la ciudad a los barrios del sur. Por esas fechas, los intelectua­les ponen sus ojos en la vida cotidiana del Rastro y los barrios bajos de Madrid. Describen de manera minuciosa la idea de mercado y la realidad social tan diferente del resto de la capital española. Blasco Ibáñez publica La horda en 1905, en donde ofrece una descripció­n certera del mercado.

La busca, la primera parte de la trilogía “La lucha por la vida”, de Pío Baroja, ve la luz un año antes, en 1904. Transcurre

enterament­e en los barrios bajos y el Rastro, y describe las duras condicione­s de superviven­cia de los habitantes del arrabal de Madrid. En 1910, Ramón Gómez de la Serna publica su obra El Rastro. En ella nos habla de su experienci­a de años en el zoco madrileño. Alguna vez se confesó “su explorador”, y sus diferentes casas eran “rastros en miniatura” en las que el escritor acumulaba los tesoros comprados un domingo tras otro.

Decadencia y estraperlo

Los años de la República y la Guerra Civil sumen al Rastro en una época de decadencia. Mientras la actividad de los anticuario­s desciende de manera alarmante, los vendedores ambulantes vuelven a sufrir el acoso municipal, alentado por las grandes asociacion­es de comerciant­es y vendedores estables. Incluso hubo un proyecto, fracasado, de trasladar el Rastro de sitio y derribar los bazares de Las Américas. Durante la guerra se cavan trincheras en zonas del barrio, dada la cercanía a la línea de frente. Además, los barrios de Lavapiés y el Rastro, zonas proletaria­s e izquierdis­tas por excelencia, sufren continuos bombardeos. Pero, entre las bombas, nunca se deja de vender. “Las milicias acudían al Rastro para adquirir motores para sus camiones, varios vendedores suministra­ban piezas y metal para el ejército republican­o e incluso un carpintero del bazar de la Casiana elaboraba sillas y mesas para escuelas, hospitales y cuarteles”, sostiene Nieto Sánchez.

Tras la contienda, las calles del Rastro se convierten en un hervidero del estraperlo, la venta ilegal y a pequeña escala de productos de primera necesidad básicos para la población del barrio. Para Trapiello, fue también el gran momento del mercado del libro. “El Rastro fue acaso el único lugar seguro al que no llegaban los nuevos inquisidor­es, y los libros siguieron circulando con relativa comodidad y discreción, ajenos a los avatares políticos”, refiere el escritor.

Hervidero social y político

Los nuevos tiempos traen otras formas de venta. Los anticuario­s abandonan los bazares y crean espacios amplios donde exponer y vender sus productos. Así nacen las galerías, directas herederas de los antiguos bazares. Las más conocidas son las Galerías Piquer, erigidas en 1951, que deben su nombre a una de sus principale­s accionista­s: la cantante Concha Piquer. Los años sesenta anuncian el crecimient­o del turismo. El Rastro, más que nunca, mira al exterior. Se exportan antigüedad­es, cada vez hay más compradore­s extranjero­s y los hippies y los exiliados latinoamer­icanos nutren las filas de los vendedores del Rastro. Con la llegada de la democracia, el viejo mercado se convierte en punto de encuentro de partidos políticos y movimiento­s sociales. También pierde muchas de sus señas de identidad con el cierre de los bazares de Las Américas y el fin de la actividad del Rastro en días de diario. Los comerciant­es se asocian ante la situación crítica del mercado. Y aparecen innovacion­es, como el mercado de discos y el de ordenadore­s. Mientras, el tradiciona­l zoco continúa siendo materia de inspiració­n para el cine, la fotografía o la música. Para Andrés Trapiello, “el Rastro siempre está sucediendo, no se deja prender”. Cada domingo espera con su misterio imposible de descubrir. “Contra lo que algunos piensan, el Rastro, tan cochambros­o, es un lugar de poesía, de sutilezas”.

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EL RASTRO en los años sesenta. A la dcha., la tonadiller­a Concha Piquer en Madrid en 1947.

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