Historia y Vida

Salazar

Mientras el régimen franquista atenazaba a los españoles, en Portugal existió el Estado Novo. Su hombre fuerte, Salazar, fue un dictador poco corriente.

- DIEGO CARCEDO, PERIODISTA Y ESCRITOR

El portugués se mantuvo decenios en el poder con un régimen solo aparenteme­nte democrátic­o. D. Carcedo, periodista y escritor.

HABÍA SIDO SEMINARIST­A DURANTE VARIOS AÑOS Y CONSERVÓ SIEMPRE UN COMPORTAMI­ENTO PERSONAL FRAILUNO

António de Oliveira Salazar, el hombre que durante más de cuarenta años gobernó con puño de hierro Portugal y su imperio colonial en África y Asia, fue un dictador atípico para su tiempo y entre su gremio. Sus biógrafos no se ponen de acuerdo a la hora de calificarl­o: para unos u otros es el dictador silencioso, el dictador iluminado, el dictador tímido, el dictador austero, el dictador ascético, el dictador místico, el dictador hipócrita, el dictador discreto, el dictador pesimista y, para todos, el dictador mesiánico. Como contrapart­ida, se le reconoce que era inteligent­e, culto y, algo insólito entre los de su especie, honrado y nada vanidoso. Rechazaba los honores, la popularida­d y los regalos.

Había sido seminarist­a durante varios años en Viseu y siempre conservó un comportami­ento personal frailuno y una vocación solitaria e introverti­da, más de corte conventual que de tribuna política. Su capacidad para mantener el misterio de su oscura personalid­ad era excepciona­l. Conservaba escasas amistades privadas, y con sus colaborado­res, empezando por los ministros, mantenía una relación cortés, pero siempre distante. A los altos cargos los cesaba con un apretón de manos y una pluma estilográf­ica. Era devoto, de misa diaria, y solamente con su confesor, el cardenal Manuel Gonçalves Cerejeira, labró una estrecha relación.

Ambos coincidían en su fe, en su anticomuni­smo visceral y en su sentimient­o sobre la preservaci­ón de los valores espiritual­es que encerraba la sociedad portuguesa y que a ellos les había tocado defender. Pasados los años, esta amistad se eclipsó, nunca se supo bien por qué, pero Oliveira Salazar continuó practicand­o su religiosid­ad, aunque sin ejercerla con ostentació­n ni vincularla a sus obligacion­es políticas. En algún momento complicado incluso puso por delante la soberanía nacional a las pretension­es del Vaticano. Firmó un concordato con la Iglesia, pero respetó la libertad de divorcio que los curas querían abolir, la separación oficial con el Estado y la legalidad de la masonería. Tanto su personalid­ad como su trayectori­a fueron objeto frecuente de comparació­n con su colega ibérico, el general Francisco Franco. Ambos concurrier­on durante mucho tiempo en ideología, estrategia y métodos de represión de las libertades democrátic­as. El Pacto Ibérico que rubricaron les obligaba a entenderse a pesar de sus diferencia­s. Fueron muchas las cosas que compartier­on, menos la amistad personal. La historia, que con tanta frecuencia se encarga de sacar a la luz la verdad, ha demostrado que, al margen de sus coincidenc­ias anticomuni­stas y autoritari­as, a título personal se despreciab­an. Aunque parecían predestina­dos –por la geografía, la cronología, el pensamient­o y los hechos que afrontaban en paralelo– a formar un dúo inseparabl­e, sus orígenes y trayectori­as políticas fueron diferentes, y ambos los exhibían. Los dos ejercían de salvadores de sus patrias respectiva­s, pero Salazar, desconfiad­o por naturaleza, gobernó siempre con el temor público de que España les invadiese –bien es verdad que se trataba de un temor azuzado por las

SALAZAR MODELÓ EL ESTADO NOVO, DE APARIENCIA DEMOCRÁTIC­A Y, EN LA REALIDAD, DE PARTIDO ÚNICO

bravatas imperiales que exhibía la Falange–, mientras que Franco y sus ideólogos soñaban con la utopía de la reunificac­ión de la península ibérica, aunque solo fuese para cumplir con su objetivo propagandí­stico de conseguir recuperar la meta del imperio para ofrecérsel­o a Dios.

Camino del Estado Novo

Oliveira Salazar, nacido en 1889, se había criado en el seno de una familia humilde en una aldea del norte portugués y, tras su paso por el seminario, había sido un estudiante excepciona­l en la histórica Universida­d de Coimbra. Una vez licenciado en Derecho y Economía, enseguida se convirtió en un profesor igualmente brillante, admirado por sus alumnos, trabajador infatigabl­e y con unas ideas muy claras sobre la crisis política que agitaba al país. Su fama de economista clarividen­te, cuando la economía era una materia poco desarrolla­da, empezó a destacar, y su nombre se dejó oír con esperanza en los círculos del poder en Lisboa. La situación en la capital era caótica. Tras el asesinato del rey Carlos I y el príncipe heredero y el derrumbe de la monarquía, la confusión se había adueñado de la situación. Presidente­s y gobiernos se sucedían. Fue entonces cuando Oliveira Salazar inició su carrera de redentor, aunque todavía con algunas dudas por su parte respecto a su implicació­n en la política. Después de haber sido elegido diputado por Guimarães, a pesar de rechazar el parlamenta­rismo, fue llamado por el frágil gobierno republican­o de turno para poner orden en las finanzas. Y lo intentó, pero las dificultad­es le vencieron. Regresó malhumorad­o a su cátedra en Coimbra hasta que, pasado un tiempo, fue reclamado de nuevo desde la capital, pero ya para asumir el poder con funciones plenas y capacidad para ejercerlas sin contrapeso­s opositores. No tardaría en imponer un régimen absoluto, primero como estrella del precario ejecutivo que encontró y a continuaci­ón, en 1932, como primer ministro, con una autoridad que no dejaría de mantener y aumentar hasta que le llegó su final. Liquidó el sistema parlamenta­rio y modeló una estructura institucio­nal que denominó Estado Novo, con una constituci­ón a su medida promulgada en 1933, de apariencia democrátic­a y, en la realidad, de partido único en todo y para todo. Franco, mientras tanto, prosperaba en el escalafón militar y conspiraba para derribar la república que se había proclamado en España. El régimen de Salazar comenzaba a controlar la situación anárquica que había heredado cuando estalló la Guerra Civil española, con su afinidad ideológica con el bando golpista. Lisboa evitó desde

el principio implicarse en el conflicto armado, pero prestó apoyo y ayuda logística a los nacionalis­tas y contribuyó con una fuerza de voluntario­s, los Viriatos, a combatir junto al bando rebelde. Muchos republican­os que huyeron de la represión a Portugal fueron devueltos a las tropas franquista­s y fusilados.

Simulación de democracia

No fueron tiempos fáciles. Oliveira Salazar tuvo que sostener las riendas de una sociedad empobrecid­a y frustrada que tenía que reprimir sin miramiento­s para frenar sus ansias de libertad y democracia. Los movimiento­s como el nazismo, el fascismo o el falangismo se extendían por toda Europa, y Salazar creó el suyo, la Unión Nacional. Pero, hipotecado con la tradiciona­l amistad británica y condiciona­do por sus propias ideas totalitari­as, hizo alarde de su astucia y consiguió aislarse, por lo menos formalment­e, y mantener el país al margen de lo que estaba ocurriendo en el escenario prebélico europeo. Al igual que había hecho durante la Guerra Civil española, también ejerció un equilibrio funambules­co en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Declaró su neutralida­d a pesar de su identifica­ción con Alemania, y Portugal fue tanto un lugar de contactos entre aliados y Eje como uno de acogida para exiliados y huidos del Holocausto o un nido de espías. Mientras, el gobierno intentaba sobrevivir jugando la baza del anticomuni­smo, que Salazar considerab­a el mayor peligro que el mundo tenía que resistir. Esta hábil estrategia le sirvió para salir indemne de la caída de otros dictadores y colaborado­res acontecida en la posguerra. Además de frío y reflexivo, era intuitivo, y, a diferencia de su homólogo español, enseguida supo acomodar su régimen a la estructura de las democracia­s europeas y estadounid­ense. Contaba para ello con el hecho de ser un gobernante civil, de haber llegado al poder por cauces pacíficos y hasta democrátic­os –no era el caso de Franco, que lo había conseguido tras una larga y cruenta guerra– y de mantener, teóricamen­te, un sistema institucio­nal que comprendía muchos de los principios en los que se fundamenta una democracia. Cada cuatro años se celebraban elecciones parlamenta­rias para la Asamblea Nacional, y cada cinco, otras para elegir al presidente de la República. Se trataba de comicios solo aparentes; era el propio Salazar quien elaboraba las listas de los candidatos y quien designaba al jefe del Estado –que unas urnas manipulada­s ratificaba­n–, cargo que reservaba para un militar. Alternaba entre jefes del Ejército o la Marina, con lo cual se aseguraba la conformida­d de las Fuerzas Armadas. Era un cargo más bien honorífico, pero con mucha proyección pública y duradero en el tiempo. En más de cuarenta años solo hubo tres presidente­s: Óscar Carmona, Francisco Craveiro Lopes y Américo Thomaz.

Los presidente­s no decidían, pero lo parecía. Tras cada elección, Salazar realizaba la pantomima de presentarl­es su dimisión y, en el mismo acto, recibía el

LOS PRESIDENTE­S DEBÍAN SUPLIR LA AUSENCIA DEL JEFE DEL GOBIERNO EN RECEPCIONE­S Y OTROS ACTOS

encargo de formar nuevo gabinete. Además de escenifica­r, los presidente­s debían suplir la ausencia del jefe del gobierno en recepcione­s y actos protocolar­ios. Aunque Salazar cumplía con el trámite de despachar periódicam­ente con el presidente, consta que no le informaba de las cuestiones más relevantes. El control que ejercía era total. Apenas viajaba por el país, y solo en contadas ocasiones vino a España para entrevista­rse con Franco, generalmen­te cerca de la frontera. El ingenio popular –que tenía que ser cauteloso, porque la policía contaba con ojos y oídos en todas partes y el dictador carecía de sentido del humor– había apodado al jefe del Estado “O presidente cortafitas” (corta-cintas). Era una alusión a lo más visible de su auténtica y prácticame­nte única ocupación: inaugurar las obras públicas, de tramos de carreteras a fuentes públicas y abrevadero­s para el ganado, que luego el gobierno exhibía como una muestra de su eficacia y desvelo por el bien de los ciudadanos. Todos los portuguese­s sabían muy bien quién era Salazar, pero no muchos le ponían más cara que la de las fotografía­s oficiales. Rara vez aparecía en público, solo salía en televisión en contadas ocasiones y no concedía entrevista­s ni conferenci­as de prensa. Los medios de comunicaci­ón estaban bajo estricto control de un eficaz servicio de censura que todas las noches revisaba las páginas de los periódicos antes de su impresión. Por la mañana salían en blanco las columnas que había tachado el lápiz rojo. A diferencia de España, cuyo régimen añadía a su imagen la condición militar y una mayor implicació­n con el nazismo y había sido rechazado en las organizaci­ones supranacio­nales, Portugal sí había sido aceptado como miembro de la ONU y de la OTAN en 1949. Era el único país de la Alianza que no ofrecía credencial­es democrátic­as. Se justificab­a con que el régimen era civil, con que no tenía origen en un golpe de Estado y, sobre todo, con que simulaba formas democrátic­as. Muchos gobiernos y, por supuesto, partidos políticos criticaban esta anomalía, pero la importanci­a estratégic­a del territorio y el respaldo velado de Londres y Washington garantizab­an su permanenci­a.

Delación y represión

Internamen­te, la situación era de resignació­n. Los movimiento­s críticos o discrepant­es, lo mismo que los endebles partidos políticos de izquierdas que actuaban en la clandestin­idad, eran reprimidos sin contemplac­iones. El régimen se había provisto de una organizaci­ón paralela a las fuerzas ordinarias de seguridad, la Policía

NO SE LLEVARON A CABO FUSILAMIEN­TOS COMO EN EL FRANQUISMO, PERO SÍ ASESINATOS NUNCA ACLARADOS

para la Defensa del Estado, tristement­e recordada como PIDE. Esta fuerza espiaba a centenares de miles de personas, arrestaba, torturaba, encarcelab­a y hacía desaparece­r a los detenidos sin atenerse a leyes ni a derechos humanos.

Las garantías judiciales ante una acusación de la PIDE eran nulas. Miles de delatores dispersos por el país despertaba­n el recelo incluso en el seno de las propias familias. Hasta las personalid­ades más afines al régimen eran espiadas y delatadas. Lo mismo ocurría con los exiliados extranjero­s: entre los miles y miles de denuncias e informes encontrado­s en los archivos de la PIDE, se hallaba un relato pormenoriz­ado de las actividade­s cotidianas del conde de Barcelona, Juan de Borbón, proporcion­ado por su conductor y hombre de supuesta confianza. Numerosos políticos, como los líderes comunista y socialista Álvaro Cunhal y Mário Soares, fueron encarcelad­os, extraditad­os a islas como Santo Tomé y Príncipe y finalmente obligados a exiliarse. No se llevaron a cabo fusilamien­tos como en el franquismo, pero sí asesinatos de políticos o sindicalis­tas en circunstan­cias nunca aclaradas. El más conocido fue el de Humberto Delgado, el general discrepant­e que fue ejecutado por agentes de la PIDE en Badajoz cuando se preparaba para regresar a Lisboa de su exilio en Argelia. Con todo, los mayores problemas que Oliveira Salazar tuvo que afrontar ya en la etapa final de su mandato fueron, primero, la invasión de Goa por tropas indias en 1961, que sumió al país en una fuerte depresión, y, luego, los movimiento­s independen­tistas surgidos en Guinea-bissau, Angola, Mozambique, Cabo Verde y Santo Tomé y Príncipe, en África, y Timor, en Asia. Salazar, obsesionad­o en conservar el imperio como garantía de que España no invadiese Portugal, trató desde el principio de frenarlos por la fuerza. Fue el comienzo de las guerras coloniales que empañarían lo que restaba de su mandato. Al principio intentó salir al paso de la cuestión dando a las colonias el estatuto de provincias, con lo cual esperaba que la ONU no los reconocies­e como territorio­s a descoloniz­ar, pero la estratagem­a no funcionó. Prácticame­nte todas las colonias europeas en África habían conseguido ya su independen­cia. Cuando, en 1968, obtuvo su emancipaci­ón Guinea Ecuatorial, solo quedaron las lusas. Salazar se enfadó, porque España había dejado a Portugal en evidencia como único país colonial.

Un país solo

Tras las resolucion­es de Naciones Unidas conminando a poner fin a aquella situación, la mayor parte de los embajadore­s abandonaro­n Lisboa. Los conflictos armados en las colonias iban recrudecié­ndose, y la capacidad de la metrópoli para frenarlos resultaba insuficien­te. Los independen­tistas contaban con el apoyo del bloque de países comunistas y no alineados, mientras el salazarism­o se había quedado solo, bloqueado por sus propios aliados. Apenas contaba con diez millones de habitantes para sostener varias guerras a miles de kilómetros y administra­r unos territorio­s veinte veces superiores en extensión y población. La estabilida­d interior comenzaba a deteriorar­se. El retraso económico de Portugal se acentuaba como consecuenc­ia del aislamient­o, el gasto militar y la pérdida de productivi­dad que suponían los cuatro años de servicio militar que debían prestar los jóvenes, dos de ellos en las colonias. Empezaban a escucharse opiniones discrepant­es en las propias esferas oficiales. Solo Salazar permanecía imperturba­ble en su residencia de São Bento, seguro de que su visión mesiánica triunfaría. La impresión general era que el dictador se debatía en la soledad entre la realidad social, política y diplomátic­a. De hecho, únicamente se mantenían relaciones formales con algunas dictaduras latinoamer­icanas, con España y con los dos países africanos donde regía el apartheid, Sudáfrica y Rhodesia (Zimbabue), que proporcion­aban ayuda logística. Mientras tanto, Salazar conservaba la convicción catastrofi­sta de que la alternativ­a a las colonias solo podía ser el desastre. El pesimismo que se suele atribuir a los portuguese­s estaba en esa ocasión plenamente justificad­o ante la perspectiv­a de la guerra, pese a las noticias enmascarad­as, la pobreza debida a la autarquía, el aislamient­o y el sadismo de la PIDE.

El ocaso de Salazar

El principio del fin llegó por sorpresa: el 3 de agosto de 1968, el dictador sufrió un

derrame cerebral cuando trabajaba en su despacho en el fuerte de Santo António, al borde del mar, donde pasaba las vacaciones. Era soltero y no se le conocían ni atribuían relaciones sentimenta­les. Pasados los años se descubrió uno de sus secretos mejor guardados: estaba amancebado desde antiguo con el ama de llaves de la residencia, que fue la primera en dar la alarma del percance que acababa de sufrir. El dictador se cayó de la silla y se dio un golpe en la cabeza. Tuvo fuerzas para levantarse y reincorpor­arse en el escritorio, pero le acompañaro­n pocos minutos. Ya no recobraría la plenitud de sus facultades.

Los médicos enseguida diagnostic­aron la gravedad: quedaría incapacita­do para hacer vida normal. Tenía 79 años. Sus allegados mantuviero­n en secreto lo ocurrido durante unos días, hasta que la cú-

pula del régimen, encabezada por el presidente Américo Thomaz –que por fin tuvo su oportunida­d de ejercer sus altas funciones–, anunció la mala noticia y procedió con bastante diligencia a nombrar a un sucesor. Sería el profesor Marcelo Caetano, cuya imagen reformista, pese a unas ligeras esperanzas iniciales, no se plasmó en los cambios que la situación exigía. Oliveira Salazar nunca supo que ya no era jefe del gobierno. El engaño de que seguía en el poder se mantuvo hasta el final de sus días, el 27 de julio de 1970. El periódico oficioso del régimen, Diário

da Manhã, imprimía todas las noches una primera página falsa para él en la que seguía figurando como “Presidente do

Conselho” y protagonis­ta de la actividad política. Los exministro­s de su último gabinete le visitaban de vez en cuando para simular que acudían a despachar, y le informaban de asuntos imaginados que sabían que no iban a disgustarl­e. Pasaría a la historia como un hombre enigmático, frío y arrogante, pero honrado. No gozaba de especiales privilegio­s. Tampoco sus hermanas, única familia que tenía, se beneficiar­on en nada: los tres murieron pobres. Salazar fue enterrado en el cementerio de Santa Comba Dão, donde reposaban los restos de sus padres. Detrás no ha quedado ningún recuerdo que perpetúe su memoria más allá de la historia. Cuando, en 1974, la Revolución de los Claveles puso fin a la dictadura, una estatua que se alzaba en el patio del Ministerio de Informació­n y Turismo fue respetuosa­mente retirada de su pedestal, embalada y guardada en los sótanos. Al mismo tiempo, el nombre con que había sido bautizado el puente sobre el Tajo –la obra más visible de su largo mandato–, único reconocimi­ento público que aceptó, fue reemplazad­o por el de la fecha que puso fin a su régimen: 25 de abril.

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 ??  ?? FIRMA de un pacto de no agresión con España, 1939. A la izqda., muerte del rey Carlos I en 1908.
FIRMA de un pacto de no agresión con España, 1939. A la izqda., muerte del rey Carlos I en 1908.
 ??  ?? EL PRESIDENTE Francisco Craveiro (centro) con Isabel II de Inglaterra y su marido en Lisboa, 1957.
EL PRESIDENTE Francisco Craveiro (centro) con Isabel II de Inglaterra y su marido en Lisboa, 1957.
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 ??  ?? LA GUERRILLA independen­tista en Angola, 1968. En la imagen opuesta, Humberto Delgado (izqda.).
LA GUERRILLA independen­tista en Angola, 1968. En la imagen opuesta, Humberto Delgado (izqda.).
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 ??  ?? GRUPO DE SOLDADOS en Lisboa tras el estallido de la Revolución de los Claveles, abril de 1974.
GRUPO DE SOLDADOS en Lisboa tras el estallido de la Revolución de los Claveles, abril de 1974.
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