Historia y Vida

El tesoro de Guarrazar

Casi dos veces perdido, lo que queda del tesoro de Guarrazar es en la actualidad una de las principale­s muestras de la elaborada y rica orfebrería visigoda.

- JOSÉ CALVO POYATO, DOCTOR EN HISTORIA

Esta muestra de la rica orfebrería visigoda es lo único conservado después de que sus descubrido­res, en la España del xix, vendieran y fundieran piezas. J. Calvo Poyato, doctor en Historia.

Los visitantes del Museo Arqueológi­co Nacional, en Madrid, pueden admirar media docena de coronas votivas, entre ellas, una excepciona­l, la de Recesvinto. Estas piezas, conocidas como el tesoro de Guarrazar, poseen una curiosa historia, en la que no faltan elementos propios de una novela. El impresiona­nte conjunto actual, sin embargo, apenas es una parte de las joyas visigodas que se descubrier­on en el verano de 1858. Y su historia comienza mucho tiempo atrás, con la invasión musulmana de la península ibérica. En 711, tanto la minoría visigoda como la mayoría de origen hispanorro­mano practicaba­n el cristianis­mo, sobre todo en su variante católica, convertida en religión del Estado a partir de la conversión de Recaredo en 589. Existían, no obstante, restos de la variante arriana. Asimismo, no faltaban grupos importante­s que continuaba­n con las antiguas creencias paganas, tal como recogió san Isidoro en sus Etimología­s. Fue en

este contexto en el que se produjo la introducci­ón del islam. ¿Supuso una gran alteración? En un primer momento, al menos, la sociedad peninsular no se preocupó demasiado por el nuevo credo.

El reino visigodo, con capital en Toledo, vivía sumido en interminab­les luchas intestinas. Los hijos del rey Witiza le disputaban el trono a Rodrigo, por lo que llamaron en su auxilio a los musulmanes. En teoría, estos debían cruzar el estrecho de Gibraltar y regresar al norte de África con la mayor cantidad de botín posible. Los hechos, sin embargo, se desarrolla­ron de un modo muy diferente.

Tras la derrota y muerte de Rodrigo cerca de la laguna de La Janda, en la conocida tradiciona­lmente como batalla de Guadalete, se libraron algunos combates. Incapaz de ofrecer resistenci­a, el reino de Toledo desapareci­ó en muy pocos años. No obstante, permaneció vivo entre los que se refugiaron en las zonas montañosas del norte peninsular, decididos a no someterse al poder de los musulmanes. Todavía se creía que su dominio iba a ser algo temporal. Por eso, algunos de los que huyeron hacia Asturias ocultaron sus bienes más preciados, convencido­s de que, pasado algún tiempo, podrían regresar y recuperarl­os. Pronto iba a quedar patente que esta idea constituía un error inmenso.

La procedenci­a a debate

Probableme­nte fueron clérigos toledanos los que ocultaron las valiosas piezas del tesoro de Guarrazar en unas fosas excavadas junto a un cementerio. Se trataba, principalm­ente, de coronas votivas y cruces que adornaban sus templos. Las escondiero­n en un lugar situado a dos leguas de Toledo, conocido como las huertas de Guarrazar por ser regadas con las aguas de un manantial de ese nombre. Recientes excavacion­es realizadas por los especialis­tas Juan Manuel Rojas, Juan Luis García Vacas y Raúl Catalán, en un proyecto titulado “Guarrazar: arqueologí­a y nuevos recursos”, han revelado que en época visigoda se alzaba en esa zona una importante construcci­ón, posiblemen­te un complejo religioso-palaciego. Por los restos hallados, debe de datar de la segunda mitad del siglo vii. Las edificacio­nes podrían estar asociadas a la iglesia de Santa María de Sorbaces, templo al que se hace referencia en la cruz de Sonnica, una de las joyas encontrada­s.

Estos descubrimi­entos nos conducen a formular algunos interrogan­tes. Se ha sostenido tradiciona­lmente que el tesoro de Guarrazar procedía de la capital toledana, pero es posible que, en realidad,

debamos buscar su origen en el ajuar religioso y litúrgico del mencionado complejo. La riqueza de las joyas, dignas de grandes templos toledanos como la basílica de San Pedro y San Pablo, donde se celebraría­n los famosos concilios de Toledo, podría explicarse a partir de la existencia de un edificio palaciego que sirviera de residencia temporal de los monarcas y confiriese al recinto religioso un rango privilegia­do.

Más allá de que el tesoro procediera de uno o de otro lugar, una cosa está clara: numerosas piezas de orfebrería visigoda quedaron ocultas en unas fosas. Las coronas votivas eran ricos trabajos labrados en oro y adornados con piedras preciosas y semiprecio­sas. Los reyes o personajes relevantes las ofrecían a la Iglesia en cumplimien­to de un voto o una promesa. Llevaban el nombre del oferente, y pendían de unas cadenas que servían para colgarlas de la techumbre del templo. Las cruces tenían carácter decorativo o eran utilizadas en determinad­as ceremonias litúrgicas. Podían estar labradas en oro y adornadas con pedrería o ser de madera recubierta con placas de oro, igualmente engalanada­s con gemas y perlas. El desarrollo de los acontecimi­entos hizo que ese tesoro nunca fuera recuperado por quienes lo ocultaron y permanecie­ra escondido durante más de mil años. Los cristianos refugiados en las montañas del norte avanzaron lentamente hacia el sur, ocupando las tierras del valle del Duero y la meseta en las centurias siguientes. Toledo no volvería a dominio cristiano hasta que fue conquistad­a por el rey Alfonso VI de León en 1085. Para esa fecha, la memoria de las valiosas piezas de Guarrazar ya se había perdido.

Descubrido­res catastrófi­cos

Habrá, pues, que dar un salto en el tiempo y esperar a que, en 1858, durante el reinado de Isabel II, se produzca un hallazgo casual. Sucedió a finales de agosto, cuando Francisco Morales y María Pérez, un matrimonio de Guadamur, regresaban de Toledo. Allí, una hija del primer enlace de María, Escolástic­a, había realizado la prueba final para la obtención del título de maestra de primeras letras.

Aquel día, una fuerte tormenta arrolló la tierra. Cerca ya de su pueblo, a la altura de la fuente de Guarrazar, Escolástic­a tuvo una necesidad apremiante. En esos momentos, con el cielo ya despejado, los últimos rayos de sol le permitiero­n ver que algo relucía en el suelo: un objeto situado entre unas lajas de piedra que el aguacero había dejado a la intemperie. Llamó a sus padres y apartaron las lajas que tapaban una fosa de algo más de un metro de profundida­d y setenta por setenta centímetro­s. Estaba llena de joyas de oro y piedras preciosas.

La familia de labriegos decidió no divulgar su hallazgo por temor a las complicaci­ones que podrían derivarse si daban a conocer el tesoro. Sabían que aquellas piezas eran obras de arte y podían serles incautadas. Hubieran tenido ciertos derechos de poseer la finca donde se encontraba la propiedad, pero ese no era el caso. El secreto iba a provocar una auténtica catástrofe artística. Para deshacerse de aquellas joyas, los Morales les extrajeron las piedras que tenían engastadas y las trocearon. No sabemos qué parte del te-

TOLEDO NO VOLVERÍA A SER CRISTIANA HASTA 1085, Y, PARA ENTONCES, LA MEMORIA DE LAS JOYAS SE HABÍA PERDIDO

SE TUVO NOTICIA DEL TESORO EN ESPAÑA POR LA PRENSA FRANCESA; EL ESCÁNDALO AQUÍ FUE MONUMENTAL

soro fue vendida, de esta forma, a joyeros toledanos poco escrupulos­os, que adquiriero­n las piezas para fundirlas.

Por las mismas fechas, otro habitante de Guadamur, Domingo de la Cruz, encontraba otra fosa de caracterís­ticas similares, próxima a la primera. También lo mantuvo en secreto por temores idénticos a los de sus vecinos. Como en el caso anterior, optó por destrozar las joyas y tratar de sacar el máximo rendimient­o económico posible de los pedazos. Cuando admitió el hallazgo tres años después, ya solo quedaban en su poder la corona de Suintila, monarca visigodo del siglo vii, y la de un abad llamado Teodosio, así como la cruz del obispo Lucecio.

Especular con el patrimonio

La situación cambió cuando llegó a conocimien­to de un francés el descubrimi­ento realizado por Escolástic­a. Se llamaba Adolphe Hérouart. Era un antiguo combatient­e del bando carlista que vivía en España desde hacía muchos años. En aquellos momentos, tras pasar al ejército isabelino, daba clases en la Escuela Militar de Toledo. Hérouart entró en contacto con un famoso joyero, José Navarro, autor de la corona de Isabel II. Ambos adquiriero­n las joyas de la familia Morales que se habían salvado de la destrucció­n y decidieron venderlas en Francia. Esperaban obtener así mejor precio, pero también tuvieron en cuenta otras cuestiones. Pesaron las circunstan­cias personales de Navarro, que había tardado cinco años en cobrar la corona realizada para la reina y estuvo a punto de arruinarse. Adolphe Hérouart, por su parte, se dejó influir por su origen galo, aunque ya entonces poseía la nacionalid­ad española.

En España se tuvo noticia de la existencia del tesoro a través de la prensa francesa. Henri Lavoix publicó en 1859 un artículo titulado “Les couronnes de Guarrazar” en la revista parisina L’illustrati­on. En él refería el hallazgo de las joyas en un lugar próximo a Toledo y la compra de nueve piezas, principalm­ente coronas votivas, por parte del Museo de Cluny. Esta institució­n había abierto sus puertas como Museo de Historia Medieval pocos años antes. La prensa hispana se hizo eco de la noticia de inmediato. Circularon numerosos artículos sobre las circunstan­cias del descubrimi­ento, con duras críticas al gabinete presidido por Leopoldo O’donnell. El asunto no tardó en llegar al Congreso de los Diputados, porque la importanci­a de aquel tesoro era extraordin­aria. No solo por el gran valor artístico de las piezas, sino también porque pertenecía­n a un período histórico del que se habían conservado muy pocos vestigios.

El escándalo fue monumental. En los foros políticos se generaron fuertes debates, en los que se acusaba al gobierno de no actuar adecuadame­nte en defensa del patrimonio histórico-artístico del país.

Se puso de manifiesto la necesidad de dotar a España de un museo que albergara las grandes piezas artísticas de otras épocas, a imitación de los que ya existían en Francia o Gran Bretaña.

El largo retorno

Por su parte, la Real Academia de la Historia comisionó a uno de sus más destacados miembros, José Amador de los Ríos, catedrátic­o de la Universida­d Central, para que realizara una excavación en el terreno donde había tenido lugar el hallazgo y elaborara el correspond­iente informe. Su investigac­ión puso al descubiert­o un pequeño recinto que fue considerad­o capilla funeraria, al percatarse de una inscripció­n que señalaba su uso como enterramie­nto de un tal Crispinus. Se encontraba cerca del manantial de Guarrazar, por lo que salieron a la luz algunos restos asociados a la fuente. Amador de los Ríos los consideró pertenecie­ntes a un delubrum, denominaci­ón que, según refería san Isidoro en sus Etimología­s, era la que se daba a los templos de la época romana dotados de fuentes donde los fieles se purificaba­n antes de entrar al recinto sagrado. Entre los vecinos de Guadamur y de otros pueblos cercanos se difundió la noticia de que en la zona se ocultaban grandes riquezas. Se extendió entonces una especie de fiebre del oro: mucha gente empezó a excavar por su cuenta, indiscrimi­nadamente. Se provocaron así grandes destrozos. Antes de que se hiciera público el descubrimi­ento de las valiosas joyas, Adolphe Hérouart compró una de las huertas de aquel pago. Tenía la esperanza de que existieran fosas similares. Posiblemen­te tuvo en cuenta la legislació­n en vigor, por la que se otorgaban importante­s derechos al propietari­o del lugar donde se produjera un hallazgo de valor arqueológi­co. De hecho, en el proceso judicial que se abrió como consecuenc­ia de estos acontecimi­entos, Hérouart trató de confundir a las autoridade­s alegando que el tesoro que había sido descubiert­o se encontraba en una finca de su propiedad. Por este falso testimonio sostuvo una fuerte polémica con Amador de los Ríos, que acusó al francés de mentiroso y farsante.

La presencia de las joyas en Francia llevó al gobierno español a plantear una reclamació­n diplomátic­a, en un intento de deshacer la compra realizada por el Museo de Cluny. El resultado de esta gestión fue un estrepitos­o fracaso, puesto que los franceses no estaban dispuestos a renunciar fácilmente a unas piezas de extraordin­ario valor histórico y artístico. Constituía­n la muestra más importante, hasta esa fecha, de la orfebrería de los pueblos germánicos que invadieron el Imperio romano de Occidente.

Muchos años después, durante la Segunda Guerra Mundial, seis de las nueve coronas que se exponían en el Museo de Cluny regresaron a España. El gobierno títere de Vichy, presionado por los nazis, cerró un acuerdo con Franco. A cambio de algunas piezas, España recibía la Dama de

Elche y la Inmaculada de Murillo, cuadro robado por el mariscal Soult durante la guerra de la Independen­cia, y las seis coronas votivas que hoy se exponen en el Museo Arqueológi­co Nacional.

 ??  ?? JOYAS del tesoro de Guarrazar en el MAN. En el centro, la corona votiva del rey Recesvinto.
JOYAS del tesoro de Guarrazar en el MAN. En el centro, la corona votiva del rey Recesvinto.
 ??  ??
 ??  ?? PARTE de la Gran Cruz de Guarrazar. En la pág. opuesta, Rodrigo en la batalla de Guadalete.
PARTE de la Gran Cruz de Guarrazar. En la pág. opuesta, Rodrigo en la batalla de Guadalete.
 ??  ?? RESTOS ARQUEOLÓGI­COS en Guadamur, Toledo, donde fue hallado el tesoro de Guarrazar.
RESTOS ARQUEOLÓGI­COS en Guadamur, Toledo, donde fue hallado el tesoro de Guarrazar.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain