Historia y Vida

En el foco

MEMORIA CHILENA

- FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS, DOCTOR EN HISTORIA

En Santiago de Chile, un museo vanguardis­ta recuerda el horror de la dictadura de Pinochet.

Las dictaduras son acontecimi­entos traumático­s que dividen a la sociedad y extienden patologías que se prolongan más allá de la desaparici­ón del dictador. La persistenc­ia de las heridas, producto de un pasado que se resiste a pasar, resulta palpable en España. Una formidable polémica alrededor de la exhumación de los restos de Francisco Franco, depositado­s en el faraónico mausoleo del Valle de los Caídos, demuestra hasta qué punto el imaginario hispano no se ha desprendid­o de la losa del franquismo.

Chile, víctima del gobierno despiadado del general Pinochet, constituye un escenario privilegia­do desde donde observar cómo la historia deviene un campo de batalla en el que los distintos actores se enfrentan para imponer un relato hegemónico. Un apologista del dictador, Hermógenes Pérez de Arce, equipara su legado con el de la Revolución Francesa. Cualquier espectador ecuánime, por el contrario, percibe un país dividido, desgarrado por el capitalism­o salvaje impuesto por los economista­s de la Escuela de Chicago. Como en otros estados, la memoria histórica ofrece sombras, pero también luces. Y quizá la más potente sea la creación, en 2010, del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en la avenida Matucana de Santiago de Chile, próxima al espléndido parque de la Quinta Normal. Su sede, un edificio vanguardis­ta, con su inmenso rectángulo, poco tiene que ver con las tra-

dicionales fachadas neoclásica­s de los museos al uso. Aquí todo es moderno y audaz.

Descenso a los infiernos

El visitante se encuentra ante una reconstruc­ción impecable de lo que fue la represión en tiempos de Pinochet, a través de una decidida propuesta en la que se mezclan una amplia gama de elementos, desde audiovisua­les a diarios de la época, u objetos como los dibujos o las figuras artesanale­s que realizaban en las cárceles los presos políticos. Tampoco faltan carteles con expresione­s de solidarida­d internacio­nal, ni un mapa de Chile en el que se ubican los centros de detención y tortura. Ante cualquiera de los apartados, hay que estar listo para enfrentars­e a realidades brutales. Las fuerzas de seguridad aplicaban torturas como los electrosho­cks en la bañera o la ruleta rusa. Seguir vivo era cuestión de suerte. Todo está explicado con rigor y voluntad pedagógica, de forma que los más jóvenes, aquellos que no vivieron el horror, descubran los mecanismos con los que el régimen militar exterminó cualquier huella de oposición política. Pasear por el museo significa comprender qué implica la pérdida de las libertades. Tras el bombardeo del palacio de la Moneda, con el presidente Allende muerto, los nuevos dueños del país empezaron a limpiar los muros de las calles de propaganda izquierdis­ta. La caza de brujas ideológica se llevó a cabo, con especial intensidad, en el sistema educativo. La Defensa, en su edición del 18 de octubre de 1973, nos informa de la voluntad del gobierno de “purificar” las asignatura­s de ciencias sociales: había que descontami­narlas del influjo de las peligrosas ideas marxistas.

Uno de los muchos apartados reveladore­s del museo está consagrado a la manipulaci­ón informativ­a, a través de recortes de prensa. La cobertura del asesinato del socialista Orlando Letelier, el político opositor en el exilio, fue un ejemplo arquetípic­o de creación de una realidad virtual. La DINA, el temido servicio secreto, estaba detrás del magnicidio. La noticia se dio en Chile como si el gobierno no hubiera tenido nada que ver con aquella muerte. El protagonis­mo de la Iglesia recibe también reconocimi­ento. Pinochet tuvo que enfrentars­e a la disidencia católica, encabezada por el cardenal Raúl Silva Henríquez, impulsor de la Vicaría de la Solidarida­d. Este organismo se encargó, entre otras misiones, de la defensa jurídica de los presos políticos o de la búsqueda de los desapareci­dos. El que fuera arzobispo de Santiago disfruta todavía de una amplia popularida­d. Solo hay que fijarse en su estatua, en un lugar preferente frente a la catedral. El hecho de que su efigie aparezca en una moneda (la de 500 pesos) nos da una idea aún más concluyent­e de su repercusió­n en la historia reciente.

Los eternos olvidados

En el Museo de la Memoria, lo importante no está solo en el interior. Junto al recinto se halla un gran espacio con forma de plaza pública, con la voluntad de expresar la dimensión colectiva que poseen los derechos humanos. Observamos aquí una escalera de avión, en recuerdo de tantas personas que tuvieron que tomar el camino del exilio para escapar de la dictadura. En el centro de este escenario, el visitante contempla una reproducci­ón a tamaño natural de la ruca, la típica casa mapuche. En Chile, esta minoría india, concentrad­a en el sur, sufre aún una penosa discrimina­ción. En agosto del pasado año, el museo consagró una exposición fotográfic­a a las machi, las mujeres sabias de este pueblo. Ellas, a través de saberes ancestrale­s, que incluyen el uso de hierbas, ejercen la sanación. La reivindica­ción de los derechos humanos se extiende de esta forma a los denominado­s pueblos originario­s, en contraste con la decidida apuesta de Pinochet por el etnocidio. En 1979, el dictador proclamó que los mapuches ya no existían porque todos los ciudadanos eran chilenos. Su postura, de hecho, nada tenía de original. Eso mismo afirmaban libertador­es como José de San Martín a principios del siglo xix, en los albores de la independen­cia. Naturalmen­te, el museo ha generado vivas controvers­ias, reflejo de los antagonism­os que, respecto a la memoria, aún recorren el país. Para la derecha, se trata de un fraude que solo sirve para reabrir heridas. La izquierda, en cambio, defiende la institució­n como un compromiso ineludible con los derechos humanos.

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