Primera plana
PRESIDENTES INVESTIGADOS
Intentar destituir a un inquilino de la Casa Blanca puede dar resultado..., o no. Trump, Clinton o Nixon han estado en el ojo del huracán.
TRAS LAS MIDTERMS DE 1994, LOS REPUBLICANOS CONTRIBUYERON SIN QUERER A RELANZAR LA IMAGEN DE BILL CLINTON
En noviembre del pasado año, las elecciones legislativas de mitad de mandato, las célebres midterms, anunciaron con sus resultados un 2019 muy caliente para Donald Trump. Los demócratas conquistaron la Cámara de Representantes (CR) por un margen nunca visto desde el escándalo Watergate, y así comenzó una era trufada de investigaciones presidenciales en las que nadie puede descartar la destitución, o impeachment, del inquilino de la Casa Blanca. ¿Es algo excepcional? Claro que no. Llevamos más de ciento setenta y cinco años de investigaciones e intentos de impeachment de presidentes de Estados Unidos. Aunque es cierto que los republicanos retuvieron el control del Senado, la noticia más sorprendente de las midterms fue que los candidatos demócratas batieron a los republicanos en la CR por una diferencia de más de ocho millones y medio de votos. Esto no ocurría desde 1974, pocos meses después de que dimitiera Richard Nixon por el escándalo Watergate. En 2017 y 2018, el dominio conservador de la CR había servido para bloquear más de sesenta citaciones a altos funcionarios con las que la oposición quería destapar graves irregularidades.
Y eso es lo que cambió en noviembre. Aunque los nuevos miembros de la CR no tomarían posesión hasta enero, no había pasado ni una semana desde la noche electoral cuando los demócratas anunciaron que habían identificado hasta 85 áreas de la administración Trump que querían investigar. Sin embargo, casi a la vez, algunos recordaron un precedente peligroso. Los republicanos habían arrasado en las
midterms de 1994, habían utilizado sus mayorías parlamentarias para cercar a un entonces impopular Bill Clinton, y su brutal hostilidad contra el presidente los desacreditó y contribuyó a relanzar la imagen de su presa, en vez de destruirla. El conocimiento de la historia es lo que ha llevado a los estrategas demócratas a tomarse las investigaciones con más calma y a retrasar el proceso de impeachment, pero los últimos 175 años de investigaciones presidenciales dan para más conclusiones. La primera es que apenas existen administraciones en las que alguno de sus principales responsables, presidentes incluidos, no haya sido investigado con celo. La amenaza de destitución se ha convertido así en el ritual de una oposición que espera cuestionar fatalmente al inquilino de la Casa Blanca para imponer como relevo a uno de los suyos. A veces, estos movimientos forman parte de una mera política de demolición y desgaste.
Así, por ejemplo, los republicanos intentaron que se considerase el programa de
bombardeos mediante drones en Irak y Afganistán como causa de impeachment contra Barack Obama. El fracaso fue igual de sonoro que cuando los demócratas trataron de deshacerse de George Bush padre y George Bush hijo, respectivamente, por iniciar la primera guerra del Golfo y por las guerras de Irak y Afganistán. Las investigaciones y el fantasma del
impeachment se usaron también como gota malaya contra Ulysses S. Grant en 1876, al que la oposición pretendió incluso destituir por vago, o contra Harry Truman en los años cincuenta, a quien no le perdonaban que prescindiese del general Douglas Macarthur.
Pesquisas peligrosas
En otras ocasiones, las investigaciones van más allá de la intención de destruir o erosionar al oponente, y aquí es donde se suele nombrar a un investigador especial, no del todo distinto a Robert Mueller, que es quien está levantando ahora mismo las pesadas alfombras de la administración Trump. Estas pesquisas pueden minar el prestigio del inquilino de la Casa Blanca aunque nadie le atribuya directamente un delito, y forzarle a despedir a estrechos colaboradores. Precisamente, Ulysses S. Grant se enfrentó en 1875 sin éxito a una de ellas, que acabó con 110 personas condenadas por fraude fiscal y el despido del investigador especial. Más adelante, el secretario de Interior del presidente Calvin Coolidge terminó en la cárcel porque dos investigadores especiales, Atlee Pomerene y Owen Roberts, descubrieron en los años veinte que lo habían sobornado en unos proyectos petrolíferos. En los ochenta, el investigador Lawrence E. Walsh acreditó que la administración Reagan había vendido armas ilegalmente a Irán a cambio de que un grupo político afín a Teherán, Hezbolá, liberase a rehenes estadounidenses. Walsh demostró también que, en un segundo movimiento, el dinero obtenido había financiado, pese a la prohibición del Senado, a los guerrilleros de la Contra, opuestos al gobierno marxista de Nicaragua. El Irangate, o escándalo Irán-contra, que es como se llamó la artimaña de la administración Reagan, debería enseñar más de una lección a los estrategas demócratas. La investigación se vio brutalmente diluida porque los tribunales ordinarios no pudieron demostrar la culpabilidad de muchos de los que habían sido acusados por Walsh. Además, los que sí fueron condenados acabaron recibiendo los beneficios del indulto. Buena parte de la población vio el escándalo como un mal necesario en el que tenía que incurrir el gobierno, primero, para salvar del secuestro a ciudadanos americanos y, segundo, para ganar una Guerra Fría en la que los adversarios soviéticos no tenían ni los remilgos ni las limitaciones de las democracias. En estas circunstancias, sorprende menos que la administración quedase reivindicada tanto a corto como a largo plazo. Ronald Reagan no podía presentarse a un tercer mandato, pero las siguientes elecciones las ganó su exvicepresidente, George H. W. Bush. En dos encuestas de 2017, una de Ipsos y la Universidad de Virginia y otra del Pew Research Center, Reagan aparecía, respectivamente, como el segundo y el tercer mejor presidente de Estados Unidos. En 2014, el Washington Post sondeó a 162 politólogos expertos en el gobierno estadounidense, y Reagan figuraba, según ellos, entre los 11 mejores presidentes de la historia. Resulta interesante que en ese sondeo apareciese Bill Clinton como el segundo de la lista, porque demuestra hasta qué punto se puede sobrevivir a un proceso serio de impeachment. Estos procesos, que vinculan al jefe del Estado directamente con la comisión de un delito, son raros. No es fácil encontrar una pistola humeante en la Casa Blanca, pero, ciertamente, se la encontraron a Clinton, a Richard Nixon y a Andrew Johnson.
Presidentes exonerados
Clinton vio cómo el Senado lo exoneraba a finales de los noventa de unos cargos muy sólidos de perjurio y obstrucción a la justicia en su presunto acoso sexual de Paula Jones y su relación extramarital con Monica Lewinsky. El Tribunal Supremo de Arkansas sí encontró perjurio en ambos casos, y el presidente pagó a Paula Jones 850.000 dólares para que no siguiese apelando contra la decisión de un tribunal que había desestimado los cargos de acoso. Andrew Johnson, el primer presidente
EL IRANGATE NO IMPIDE QUE SE CONSIDERE A REAGAN EL SEGUNDO MEJOR PRESIDENTE DE ESTADOS UNIDOS
americano en ser sometido a un proceso de impeachment, también fue exonerado por el Senado en 1868. Se le acusaba, sobre todo, de destituir al secretario de Guerra sin el consentimiento de esta cámara, algo que prohibía la Tenure of Office Act. El caso de Nixon es muy distinto. No fue exonerado ni hallado culpable por las cámaras legislativas porque dimitió en 1974 antes de que pudiera concluir su proceso de destitución. Se le acusaba, esencialmente, de obstrucción a la justicia, abuso de poder y desacato al Congreso en las investigaciones sobre el escándalo Watergate, que implicó el espionaje del órgano rector del Partido Demócrata por parte de sus rivales del Partido Republicano y, en particular, por el equipo del todavía presidente Nixon. Fue más afortunado que Clinton, porque no tuvo que enfrentarse a los tribunales. Y su sucesor, Gerald Ford, le perdonó todos los delitos que pudiera haber cometido durante su presidencia. Cuando se habla del posible proceso de
impeachment de Donald Trump, muchos americanos y españoles piensan en Nixon y casi exigen un torrente de investigaciones que culminen en la destitución del inquilino de la Casa Blanca. Los estrategas demócratas, sin embargo, no se pueden permitir ignorar la historia. Saben que, de los tres presidentes que fueron sometidos al impeachment, dos fueron exonerados por el mismo Senado que hoy controlan los republicanos, que algunos de los que sufrieron el asedio de gravísimos escándalos (Clinton y Reagan) han pasado a la historia como grandes líderes y que la caza obsesiva de un presidente rival, como sucedió con Clinton, puede desacreditarlos ante la opinión pública y contribuir a la reelección de su adversario. También saben que los tribunales a veces diluyen las conclusiones de investigadores especiales como Robert Mueller (ocurrió con el caso Irán-contra) y que ni siquiera la interferencia de Rusia en las elecciones que ganó Trump en 2016 garantizará su caída. Las evidencias de que China ayudó a financiar la campaña del Partido Demócrata en 1996, en la que Bill Clinton consiguió su reelección, no impidieron que terminase cómodamente su mandato. Como colofón, los demócratas deberían temer que el vicepresidente Mike Pence, todavía más extremista que su jefe, asumiese las riendas del país y terminase concediendo a Trump el mismo perdón que le concedió Gerald Ford a Nixon antes de que nadie lo declarase culpable.