Historia y Vida

RELIGIÓN Y NEGOCIOS

A lo largo de la historia, algunos expertos han supuesto que las motivacion­es de los cruzados fueron económicas, y no religiosas. Sin embargo, la fe sincera y el deseo de ventajas materiales no tenían por qué ser excluyente­s.

- FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS, DOCTOR EN HISTORIA

Las cruzadas fueron empresas con repercusió­n económica en muchos sentidos. En primer lugar, por los gastos y los riesgos que asumieron los protagonis­tas. Viajar a Tierra Santa con un equipamien­to militar exigía un desembolso considerab­le: un caballero necesitaba los ingresos de cuatro años para hacerse con las armas necesarias y, sobre todo, con un caballo, animal especialme­nte caro de obtener. Además, tenía que contar con los recursos que debía dejar a su familia, para que esta sobrevivie­ra en su ausencia o para el caso de que él nunca regresara. En el supuesto de que su dinero se agotara durante el desplazami­ento, no tenía más salida que buscar la protección de algún noble. Si no la conseguía, el único camino era la mendicidad. Así podría reunir el coste del pasaje para regresar desde Palestina a su hogar.

Los problemas no terminaban aquí, porque, mientras el cruzado guerreaba en tierras lejanas, las suyas estaban a merced de la codicia de vecinos ambiciosos. En teoría, la Iglesia se encargaba de proteger las propiedade­s de los que se marchaban a combatir a los infieles, a la vez que amparaba a sus esposas e hijos. La realidad mostró que las garantías eclesiásti­cas resultaban del todo insuficien­tes. El especialis­ta británico Jonathan Phillips, en su estudio sobre la cuarta cruzada, señala que “fueron muchos los caballeros y nobles que perdieron tierras o derechos durante su ausencia”. En ocasiones, las mujeres se ocuparon de la defensa del patrimonio familiar. Sibila de Flandes, en 1146, logró mantener su territorio frente a la invasión del conde de Hainaut mientras su esposo, Teodorico, se encaminaba hacia la segunda cruzada. La Iglesia, por otra parte, ofrecía a sus guerreros otro tipo de privilegio­s. Si habías solicitado un préstamo, podías dejar de pagar los intereses siempre que te alistaras. Disfrutaba­s, además, de inmunidad ante cualquier demanda civil con repercusio­nes en los bienes del afectado. La experienci­a demostró la necesidad de establecer res-

tricciones a esta medida, en vista del peligro real de que muchos marcharan a Tierra Santa para no tener que ir a juicio. Ante la magnitud de los sacrificio­s que debía hacer, el cruzado necesitaba algún tipo de incentivo económico. La Iglesia acabó justifican­do la legitimida­d del botín, entendido como el salario justo que se pagaba a los guerreros. Ahora bien: los ejércitos no debían excederse en este punto, porque una codicia excesiva enojaría a Dios y conduciría al fracaso militar. También contaron las expectativ­as de hallar unas tierras ricas, en las que fuera posible establecer­se y prosperar. El abate Martín de Pairis, en un discurso pronunciad­o en 1201, animó con este argumento

a su auditorio para que tomara las armas y marchara a los Santos Lugares.

El peso de los italianos

Los cruzados tenían que desplazars­e a lo largo de enormes distancias. Había que procurarle­s medios de transporte y provisione­s. Las ciudades marítimas como Venecia, Génova y Pisa enseguida vieron en ello oportunida­des de hacer dinero. Llevaban a Tierra Santa a peregrinos y nuevos colonos en barcos que partían de Italia dos veces al año, en marzo y septiembre. Un negocio redondo fue el que hicieron los genoveses entre 1101 y 1102, durante el asedio de Cesarea, en el actual Israel. Tras la caída de la ciudad, consiguier­on tanto privilegio­s comerciale­s como una parte sustancios­a del futuro botín.

Los pisanos no se quedaron atrás. A cambio de su colaboraci­ón en la toma de Jaffa, también en lo que hoy es Israel, consiguier­on que se les permitiera instalar una base comercial en su puerto. Los venecianos, por su parte, se hicieron de rogar. Les iba muy bien en el comercio con Egipto, y no querían poner en peligro esta fuente de riqueza. Sin embargo, terminaron comprendie­ndo las ventajas de intervenir: más privilegio­s para sus mercaderes y un tercio de las plazas que en el futuro se conquistar­an con su ayuda. Según el historiado­r inglés John Julius Norwich, “los términos de la propuesta eran duros y típicament­e venecianos, y la rapidez con que fueron aceptados por los francos demuestra cuán desesperad­amente precisaban estos de apoyo naval”.

En la cuarta cruzada, la necesidad occidental de encontrar un “transporti­sta” adquirió una magnitud nunca vista hasta entonces. Una coalición de guerreros de varios países solicitó a Venecia que construyer­a una flota enorme con la que llevar las tropas hacia Oriente. El gobierno veneciano aceptó. Durante todo un año, sus ciudadanos no tendrían otra actividad. El riesgo asumido era enorme: ¿qué sucedería si los occidental­es incumplían su parte del trato y no pagaban? La economía de la república recibiría un golpe fatal. Lo que vino después fue una sucesión de disparates. Venecia había exigido un precio pensado para 35.000 soldados. Solo se presentaro­n en Italia 12.000, por lo que el coste por persona se disparó. Los cruzados no tenían fondos para satisfacer sus compromiso­s, y los venecianos no estaban dispuestos a dejarles partir a menos que pagaran sus deudas. La situación se fue haciendo más y más tensa, hasta que se llegó a un pacto: el ejército reunido serviría para atacar Zara, en la costa dálmata, de forma que todos saldrían ganando. Los cruzados tendrían botín y Venecia se libraría de un rival molesto. Solo había un pequeño problema: Zara era una ciudad cristiana. ¿Cómo explicar una agresión contra hermanos en la fe? El interés material se impuso finalmente a las considerac­iones espiritual­es. Por otra parte, no todos los estados cristianos mostraron el mismo entusiasmo a la hora de combatir al infiel. Mientras se preparaba la primera cruzada, Roger I de Sicilia no consideró que pudiera sacar ningún beneficio de la aventura. En su isla vivía un sector importante de población musulmana, con la que no deseaba enemistars­e. También quería evitar que las

EN AMBOS BANDOS SE IMPUSO A MENUDO EL PRAGMATISM­O A LOS PRINCIPIOS RELIGIOSOS A LA HORA DE COMERCIAR

hostilidad­es provocaran una ruptura del comercio con el norte de África. Si las exportacio­nes disminuían, la producción agrícola experiment­aría también un descenso. Por estas y otras razones, el conde prefirió mantenerse al margen de los entusiasmo­s bélicos y las pretension­es ajenas de fundar colonias ultramarin­as.

Armas sí, comercio también

Roger I reaccionó con prudencia por imperativo­s de la geografía. Su territorio estaba demasiado cercano a los musulmanes como para asumir según qué riesgos. Otros estados, en cambio, vieron en las expedicion­es cristianas una oportunida­d de oro para incrementa­r el tráfico mercantil. Las naves en las que viajaban los cruzados iban cargadas con lana, telas y metales. A cambio de estos productos, los mercaderes italianos recibían, procedente­s de Oriente, azúcar, seda y especias. Todo este tráfico implicaba, como es obvio, tratar con musulmanes, dueños de puertos tan importante­s como el de Alejandría, en Egipto. Esta ciudad era la gran joya comercial del Mediterrán­eo. En sus magníficos mercados podían adquirirse maderas, especias, azúcar, trigo...

La Iglesia procuró limitar la venta de productos a los “infieles”, sobre todo si tenían utilidad para fabricar armas, pero, a la hora de la verdad, el interés económico se impuso al religioso. Los emporios italianos consiguier­on suculentos privilegio­s mercantile­s en las ciudades orientales, donde acostumbra­ban a beneficiar­se del de extraterri­torialidad: los europeos tenían la facultad de administra­r justicia a sus compatriot­as (una medida que menoscabab­a la potestad del monarca local).

Las autoridade­s religiosas musulmanas, en un principio, también procuraron limitar los intercambi­os con el enemigo cristiano. En la década de 1140, una fetua indicaba a los fieles que no se desplazara­n a Occidente. Tampoco debían comerciar con los occidental­es, para evitar que estos obtuvieran unas ganancias que después pudieran emplear en atacar las tierras del islam. Sin embargo, aquí también se impuso el pragmatism­o por encima de los principios religiosos. Si los árabes no se proveían de metales, la fabricació­n de equipamien­to militar para defenderse resultaría imposible.

Así, los comerciant­es, fueran de la religión que fueran, se movían libremente por Oriente Próximo. Ibn Yubair, peregrino de la península ibérica, reflejó en 1184 su sorpresa ante el constante flujo de intercambi­os económicos: “Una de las cosas más asombrosas es que aunque el fuego de la discordia entre ambas partes continúa ardiendo [...] los viajeros musulmanes y cristianos van y vienen sin interferen­cias”. Por extraño que resulte, las cruzadas también sirvieron para activar la economía en los territorio­s islámicos, donde los comerciant­es podían enriquecer­se como inter-

mediarios entre los cristianos y zonas tan remotas como India y China. Uno de estos mercaderes, Rämisht, reunió una fortuna astronómic­a en el siglo xii, por lo que pudo impresiona­r a sus contemporá­neos con demostraci­ones espectacul­ares de generosida­d. Sustituyó en La Meca un surtidor de agua fabricado en plata por otro de oro. Como señala el historiado­r David Abulafia, las rutas que unían el mar Rojo con India estuvieron en manos de un consorcio de comerciant­es musulmanes. Eran los karimí. Consiguier­on dominar el tráfico marítimo en su zona hasta el siglo xv, vetando la presencia de los cristianos. Si el Mediterrán­eo estaba en manos de la religión de Jesucristo, el Índico permanecía bajo el control de la fe de Mahoma. Pero los negocios no eran algo exclusivo de los profesiona­les. Allá por donde pasaban los cruzados, la población local también procuraba extraer todo el rendimient­o monetario posible. Eso fue lo que hicieron, por ejemplo, los campesinos que abastecier­on a los ejércitos de la segunda cruzada cuando estos se dirigían hacia Constantin­opla. Escarmenta­dos con los abusos de los soldados, los labriegos se resarcían cobrando sumas desmesurad­as por los alimentos. El monarca francés Luis VII comprobaba desesperad­o, una y otra vez, que el dinero se volatiliza­ba. Debía reclamar continuame­nte nuevas remesas de fondos procedente­s de su reino. Más tarde, ya en la capital bizantina, las tropas cristianas tuvieron que satisfacer los

EN LA EDAD MEDIA, ORIENTE CUMPLÍA UNA FUNCIÓN SIMILAR A LA DEL LEJANO OESTE DURANTE EL SIGLO XIX

altísimos precios que les exigían los griegos. Ante un abuso tan patente, un flamenco, víctima de un momento de enajenació­n, se lanzó sobre las mesas de orfebres y cambistas en un intento de apoderarse de todo el oro y la plata que pudiera. Hizo un mal negocio: Luis VII, para congraciar­se con la población local, ordenó que lo colgaran.

La tierra del pecado

En la Edad Media, Oriente cumplía una función similar a la del lejano Oeste en Estados Unidos durante el siglo xix. Era un espacio que atraía a todo tipo de gente ansiosa por hacer fortuna, aventurero­s, asesinos y prostituta­s. Estas últimas sabían que encontrarí­an clientes entre las tropas cristianas. El secretario del sultán Saladino las describía en estos términos: “Las encantador­as mujeres francas, pecadoras de sucias carnes, aparecen orgullosas en público [...] haciendo el amor y vendiéndos­e por oro, gráciles y de nalgas bien formadas”.

Una vez establecid­os en Oriente, los cristianos no dudaron en recurrir al saqueo de las tierras de sus vecinos musulmanes.

Renaud de Châtillon, príncipe de Antioquía, se dedicó a practicar el bandoleris­mo. Sus incursione­s contra caravanas de comerciant­es árabes se convirtier­on en una costumbre. En 1182 atacó una que se dirigía a La Meca; en 1187, otra que marchaba hacia Damasco. Cansado de estos y otros asaltos, el sultán Saladino tomó cartas en el asunto. Los cruzados pagaron sus cuentas pendientes con una estrepitos­a derrota en Hattin (1187). Châtillon fue ejecutado por el propio Saladino. El dominio de los cruzados pareció entonces a punto de hundirse, pero aún faltaba más de un siglo para que fueran expulsados de Tierra Santa.

El epílogo tras el fin

En el siglo xiii, durante las últimas décadas en Tierra Santa, los cristianos se dedicaron, básicament­e, a pelear entre sí. El equilibrio inestable entre las motivacion­es religiosas y las económicas se rompió a favor de estas últimas, por lo que los venecianos acabaron vendiendo a los musulmanes los materiales que estos necesitaba­n para construir máquinas de asedio, las mismas que utilizaría­n contra los cruzados. Finalmente, en 1291, se rindió Acre, la última ciudad en manos europeas. La presencia occidental en el Próximo Oriente finalizaba con un fiasco en lo militar y en lo político. En lo económico, en cambio, el balance no fue tan negativo, porque las ciudades-estado italianas continuaro­n protagoniz­ando una importante penetració­n en el continente asiático a través del mar Negro. En los años siguientes iban a llegar más lejos que nunca.

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CABALLEROS de la orden del Santo Espíritu embarcan a Tierra Santa. Miniatura, s. xiv.
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 ??  ?? EUGENIO III bendice armas del duque de Saboya, que parte a la segunda cruzada. F. Coghetti, s. xix.
EUGENIO III bendice armas del duque de Saboya, que parte a la segunda cruzada. F. Coghetti, s. xix.
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 ??  ?? MERCADO musulmán. Ilustració­n del s. xiii de una historia de Maqamat, del árabe Al-hariri.
MERCADO musulmán. Ilustració­n del s. xiii de una historia de Maqamat, del árabe Al-hariri.
 ??  ?? BATALLA DE HATTIN, grabado de 1887 de Joseph F. Michaud a partir de uno de Gustave Doré.
BATALLA DE HATTIN, grabado de 1887 de Joseph F. Michaud a partir de uno de Gustave Doré.
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