CUANDO COHN CENSURÓ MOBY DICK
Una ridícula redada de libros “rojos” por media Europa
EN LA PRIMAVERA
de 1953, Cohn y su amigo David Schine (en la imagen) dejaron por unas semanas su trabajo en el comité de Mccarthy para viajar a Europa. No se trataba de un viaje de placer, sino de una nueva misión contra el comunismo: purgar las bibliotecas de los centros culturales estadounidenses de literatura bolchevique. No buscaban ejemplares de El capital, sino obras de autores considerados “rojos”. Uno de los “perseguidos”, por ejemplo, era Herman Melville. El autor de Moby Dick había fallecido 26 años antes de la Revolución Rusa.
LA EXPEDICIÓN CENSORA
de Cohn y Schine fue motivo de risas allá donde fueron, con gran seguimiento periodístico. Para su gran enfado, los corresponsales les preguntaban si iban a quemar los ejemplares como los nazis. Aun así, suponemos que la misión valió la pena, porque el Departamento de Estado retiró cientos de libros “peligrosos”, como la obra del futuro Nobel John Steinbeck o los textos filosóficos de Henry David Thoreau, muerto ocho años antes del nacimiento de Lenin. Tampoco quedó ningún ejemplar de la novela policíaca El halcón maltés, de Dashiell Hammett.
FUE TAN ABSURDO
que hasta el propio Cohn, un hombre que jamás se arrepentía de nada, recordaba el asunto con recelo. “Nunca lo repetiría. Nos metimos en la boca del lobo y espero tener suficiente cerebro para no hacerlo otra vez”.
que sería ilegal, porque juez y fiscal no tenían permitido hablar del caso en privado, pero del que presumía igualmente. Julius y Ethel Rosenberg murieron en la silla eléctrica dejando dos hijos, y ese “éxito” catapultó la carrera de Cohn. Su colaboración con el FBI durante el juicio le granjeó el aprecio de su director, el siniestro J. Edgar Hoover. Tanto es así que este le recomendó sus servicios a un senador de Wisconsin que había salido del anonimato gracias a la dudosa afirmación de que poseía una lista con los nombres de 200 trabajadores del Departamento de Estado que eran comunistas. Se llamaba Joseph Mccarthy. Llama la atención que Trump invoque ahora sin parar el nombre de aquel senador para denunciar que sufre una “caza de brujas”, cuando su mentor fue una figura clave en todo aquello.
A los 26 años, Roy Cohn se convirtió en el abogado principal del subcomité investigador del senador Mccarthy. Era un interrogador implacable y, aunque era gay, fue uno de los instigadores del llamado “terror Lavanda”, por el que el gobierno prohibió a los homosexuales trabajar en la administración y despidió a centenares de funcionarios. La argumentación de Mccarthy y Cohn es que estos eran susceptibles de ser chantajeados por la Unión Soviética a cambio de mantener oculta su orientación sexual. En centenares de entrevistas a puerta cerrada, Cohn levantó sospechas sobre mucha gente y provocó su caída en desgracia, pero también tuvo un papel protagonista (aunque involuntario) en el hundimiento de su jefe. Cohn había llevado a trabajar para el subcomité a un joven amigo suyo furibundamente anticomunista llamado David Schine. Cuando este fue llamado a filas como recluta, Cohn presionó al Ejército para asegurarse de que tuviera un servicio militar cómodo y de que le hicieran oficial. Tal fue el escándalo que armó que el Senado decidió crear un comité especial para investigar el asunto. Mccarthy y Cohn estaban acostumbrados a intimidar a testigos en sesiones a puerta cerrada, pero esta vez se enfrentaron a dos meses de comparecencias retransmitidas en directo por televisión y con un poderoso enemigo enfrente: las Fuerzas Armadas. Así fue como los estadounidenses conocieron de primera mano los métodos de Mccarthy, y eso supuso el principio del fin de su reinado del terror. En su informe final, el comité exoneró al senador, pero criticó la conducta de su abogado principal. Poco antes, Roy Cohn había dimitido para regresar a Nueva York, aunque en ningún caso renegó de su antiguo jefe: “Nunca he trabajado para un mejor hombre ni para una causa más justa”.
El “mejor amigo” de Trump
De vuelta en Manhattan, Cohn disfrutó de un enorme éxito como abogado durante casi tres décadas. Vivía y trabajaba en una bonita mansión del Upper East Side, a una
“NUNCA HE TRABAJADO PARA UN MEJOR HOMBRE”, DIJO COHN DE SU RELACIÓN CON JOSEPH MCCARTHY
manzana de Central Park, donde frecuentemente recibía a sus clientes en albornoz. Se movía por la ciudad en un Rolls-royce con matrícula “RMC” –sus iniciales– y era un fijo de las fiestas más exclusivas, además de una gran fuente de los principales columnistas de cotilleos de la ciudad. Se le veía igual de cómodo en compañía de presidentes como Nixon y Reagan que rodeado de mafiosos. No tenía reparos en representar a criminales como el “capo de los capos” Carmine Galante. A diferencia de los comunistas que persiguió en Washington, “a ellos los defendería siempre porque son buenos americanos”.
Era famoso por su agilidad mental en los juicios, donde podía exponer un caso durante horas sin consultar un papel, pero su verdadero valor como abogado no estaba en la sala de vistas. “No quiero conocer la ley, quiero conocer al juez”, dijo en una ocasión, y una buena prueba de lo lejos que iba para defender a sus clientes es la cantidad de veces que tuvo que defenderse a sí mismo: antes siquiera de conocer a Trump, ya había ido a juicio en varias ocasiones por fraude y soborno, y además le habían amenazado con expulsarle del Colegio de Abogados, pero siempre había salido limpio. Para el futuro presidente, tan entusiasta de “los ganadores”, Cohn era la opción natural: agresivo, decidido y sin escrúpulos. Cohn, por su parte, estaba fascinado con Trump. “Donald es mi mejor amigo”, decía de su cliente. Cuando el futuro presidente cumplió 37 años, fue él quien organizó la celebración en Studio 54. Su adoración por el empresario y playboy le causaba incluso problemas económicos, ya que Cohn se negaba a “cobrar a un amigo”, y solo le pedía dinero cuando se veía falto de liquidez. Decía: “Que Donald me pague lo que considere razonable”, y Donald, la mayor parte del tiempo, consideraba que lo razonable era no darle absolutamente nada. Puro Trump. Eso a pesar de que su abogado le prestaba un servicio muy completo. Además de solucionarle los problemas legales, se tomaba muy en serio la defensa de su imagen. Cuando el editor David Rosenthal tenía 21 años, publicó una investigación en el New York Post sobre presuntas donaciones ilegales a políticos por parte de los Trump. Al día siguiente sonó el teléfono y escuchó la voz de Roy Cohn gritando: “¡Pedazo de mierda, te vamos a arruinar!”, y amenazándole con una demanda millonaria. Como tantas otras en la trayectoria de Trump, la demanda nunca llegó. La historia era cierta. Tal era la fe que Trump tenía en Cohn que se decía que guardaba en su oficina un retrato de su abogado y que, cuando las cosas se ponían mal, se lo enseñaba a su interlocutor y le decía: “¿Prefieres hablarlo con él?”. Su influencia en el futuro presidente era tanta que el abogado fue el encargado de redactar su contrato prematrimonial con su primera mujer, la checa Ivana Zelnickova. Era un texto draconiano que casi hace descarrilar la boda, ya que en él se exigía a la modelo que, si había divorcio, devolviera todos los regalos que le hubiera hecho Trump durante el matrimonio, incluidos vestidos y joyas. A Cohn, que recomendó al novio que no se casara, no le quedó más remedio que ceder. Cuando llegó la separación, un juez declaró nulo el contrato porque Ivana estuvo mal
ROY COHN SE DISTANCIÓ CADA VEZ MÁS DE SU ANTIGUO AMIGO TRUMP: “DONALD MEA AGUA HELADA”, DECÍA DE ÉL
asesorada: su abogado trabajaba con Roy Cohn y era un habitual en su barco.
La traición final
A principios de los ochenta, en el cenit de su poder e influencia, a Roy Cohn se le acabó la suerte de golpe. Tal vez fue demasiado lejos al tomar la mano de un cliente comatoso en la cama de un hospital y hacerle firmar un documento en el que le nombraba albacea de su herencia. Esto le puso en serios aprietos legales, pero la peor noticia la trajeron los médicos. Tenía sida, o eso se comentaba por todo Manhattan, porque él lo negaba furiosamente. Mantuvo hasta el final que estaba recibiendo tratamiento por un cáncer de hígado. Por entonces, su cliente favorito estaba entrando como un elefante en una cacharrería en el mundo de los casinos, levantando un imperio en Atlantic City. Para su gran dolor, Trump empezó a apartarse de él al saber de su enfermedad. El hoy presidente dice que Cohn no podía con el trabajo, pero la secretaria del abogado tiene una explicación más contundente: “Se enteró de su enfermedad y lo dejó caer como una patata caliente”. El sida en el año 1985 era todavía un estigma fortísimo. A Cohn se lo habían diagnosticado poco después de la muerte del que había sido su pareja durante años. Para que Russell Eldridge pasara cómodamente sus últimos días de vida, Cohn le pidió a Trump una
suite en el hotel Barbizon. Sin embargo, el abogado se llevó una sorpresa cuando, al término de la estancia, le pasaron la factura. Cohn, que nunca la pagó, se fue distanciando cada vez más de Trump. “Donald mea agua helada”, decía de él. Incluso al filo de la muerte, Cohn se mantenía desafiante. Cuando la Corte Suprema le abrió un proceso para decidir si debía echarle del Colegio de Abogados por sus jugarretas, se presentaba a las sesiones en un descapotable rojo, aunque oficialmente lo tenía todo embargado tras años y años de no pagar impuestos. Para dar testimonio de su integridad moral, Cohn presentó una lista de testigos con la flor y nata de las fiestas de Nueva York. Trump acudió a la llamada y habló de la “lealtad” de su abogado, pero no sirvió de nada. Cuando faltaba poco para su muerte, la misma corte en la que su padre había sido juez lo echó para siempre de la abogacía. “Solo pudieron con él porque estaba enfermo. Si no, no le hubieran cogido”, dijo Trump. En agosto de 1986, Roy Cohn murió a los 59 años. Su pareja, Peter Fraser, heredó su fortuna, pero Hacienda se lo quitó prácticamente todo para saldar una deuda de seis millones de euros que tenía con el Estado. Para salir del paso, él quiso empeñar unos gemelos de diamantes que Trump le había regalado a Cohn hacía años para celebrar un éxito judicial. Resultó que eran falsos. Una vez más, puro Trump.