MODELOS EN DISPUTA
La mujer “perfecta” del régimen de Franco, la consagrada a su familia, chocaba frontalmente con el modelo librepensador propugnado por las intelectuales del feminismo español antes de la Guerra Civil.
Yo tenía once o doce años cuando participé en un concurso de televisión, conducido por el presentador Juan Viñas y basado en preguntas y respuestas rápidas. Creo recordar la pregunta con la que gané aquel concurso juvenil que se emitía las tardes dominicales, poco antes del plato fuerte del programa: las marionetas de la austríaca Herta Frankel. Pero lo más importante es que en el mismo plató se grababa Reina por
un día, un programa que se convirtió en un boom televisivo a mediados de los años sesenta, inspirado en el Queen for a Day estadounidense. Mientras esperábamos para poder grabar, recuerdo bien la nube de fantasía que envolvía el escenario de los estudios de Hospitalet. El anuncio del programa alternaba las fotografías de matrimonios de casas reales con imágenes de mujeres trabajadoras en sus labores: el campo, la plancha, el zurcido... Una combinación extraña y toscamente montada, pero que servía para reunir sus dos extremos: el sueño, siempre presente, del príncipe azul con la modestia de una vida doméstica y trabajadora. Cada semana se seleccionaba la carta de una mujer que había escrito al programa exponiendo su sueño: tener lavadora, o televisión, recuperar a un hijo querido al que hace mucho tiempo que no se ve, conocer a alguien importante, estudiar una carrera, costear una intervención... A la destinada a ser reina por un día se la vestía, se la peinaba y se la maquillaba, antes de cubrirla con un manto de supuesto armiño con el que debía recorrer el tramo de alfombra roja que la conducía a un “trono” en el que aguardaban Mario Cabré y José Luis Barcelona. Eran amas de casa modestas que se movían entre felices e intimidadas por la situación excepcional en la que de pronto se veían, sin verse, fruto de la rápida e intensa transformación a la que eran sometidas por modistas y peluqueros. El programa era una apología del ser femenino que merece una recompensa por la sencillez, el amor y la docilidad expuestos en la expresión de sus deseos.
Adiós a la “mujer nueva”
Lejos, muy lejos, quedaba el modelo de una “mujer nueva” defendido antes de la guerra por intelectuales como Clara Campoamor, Rosa Chacel, María Zambrano, Ernestina de Champourcín, María de Maeztu, Carmen de Burgos, Margarita Nelken y tantas otras. Nelken publicaba en 1923 La trampa del arenal, donde, precisamente, novelaba sus ideas sobre la mujer y lo que en los círculos feministas de la época se esperaba de ella. El protagonista es un joven estudiante universitario, primogénito de una hidalga familia rural asentada en Madrid. Luis es seducido por una joven guapa y ambiciosa, pero vulgar, que aspira a salir de su humilde posición social mediante un buen matrimonio. Luis se casa forzado ante el
embarazo de la joven, pero con esperanzas de ser feliz en el futuro, moldeando a Salud con el fin de moderar las muchas diferencias que los separan. Sin embargo, el resultado será muy distinto: después de unos meses de bonanza, Salud se mostrará con él y en su vida cotidiana como es. Su única preocupación es la posición social recién adquirida, y en ello estará jaleada por su madre, tan interesada en el ascenso como la joven esposa.
En sus años como dependienta de una papelería, Salud se había concentrado en observar el comportamiento de las damas que acudían a comprar sus útiles de escritorio. Y con una inteligencia natural había absorbido sus ademanes elegantes, de modo que no desentonaba demasiado de puertas afuera. Pero de puertas adentro, en lo íntimo, latía “con indestructible intensidad” la pésima formación adquirida, y el interés presidía su comporta miento. Luis se irá hundiendo en un clima de abatimiento y frustración: él no ha conseguido cambiar nada en su mujer y, sin embargo, ella y su madre han hecho de su vida un infierno. Las odia.
Y de pronto aparece Libertad, una joven de ideas librepensadoras, discreta, huérfana, pero capaz de valerse por sí misma gracias a su trabajo. Detesta el qué dirán, huye del comadreo, procura obrar noblemente y hablar siempre con sinceridad de sus sentimientos. Luis queda deslumbrado, pues el contraste entre la hipocresía y molicie de su mujer y su suegra y la rectitud moral de Libertad es precisamente el que Nelken quería subrayar entre la mujer tradicional, firmemente acomodada en una actitud retrógrada y vil ante la vida, y la “mujer nueva”, capaz de afrontar la existencia con la seriedad y el compromiso que esta exige en todo momento y ocasión. El personaje de Libertad encarna esa “mujer nueva”, dispuesta a formar una pareja completa, armoniosa y duradera de acuer
LA “MUJER NUEVA” DEFENDIDA POR NELKEN Y OTRAS DEJABA ATRÁS EL MODELO DE MUJER TRADICIONAL
do con los principios reformadores en los que cree, entendiendo el matrimonio burgués como un lastre que impide la autenticidad de las relaciones entre ambos sexos. Es un personaje impregnado del feminismo de Nelken. Un feminismo si se quiere todavía algo limitador, puritano (aunque su autora no lo era en absoluto), incluso punitivo, no permitiéndose la joven Libertad el menor desliz hacia el placer y manteniendo un autocontrol un tanto excesivo. Pero así debía ser la heroína de los nuevos tiempos prerrepublicanos, con el fin de alejarla claramente de la frivolidad, la autoindulgencia y la inmoralidad simbolizadas en las dos horribles mujeres que rodean a Luis. El final no permite el optimismo, y Luis queda atrapado en las arenas movedizas de un matrimonio infeliz. Libertad desaparece: ha sido un espejismo de verdad, la línea de un horizonte posible en la relación entre hombres y mujeres; pero así queda, como modelo de una mujer que debe ser un sueño, todavía, para el hombre, igualmente “nuevo” en el imaginario feminista de los años veinte. Dos observaciones sobre la novela. La primera es que Nelken sigue la línea de rechazo de la mujer tradicional ya expuesta por Concepción Arenal en La mujer de su
casa, donde el “ángel del hogar” exaltado en el siglo xix era visto por la pensadora gallega como un ser limitado a los muros de la propia casa, sin interés por el bien común, ni por los avances sociales ni por integrarse en una sociedad civil y comprometida con los desafíos de su tiempo. Un ensayo incómodo que no gustó en absoluto, pese a sus verdades como puños. Pero mientras Arenal pone la mujer a trabajar al servicio del bien común, Nelken defiende el nuevo modelo femenino por los beneficios que representa en un nuevo orden sentimental basado en la igualdad.
EN NUESTRO PAÍS SE MARCARON LAS DIFERENCIAS CON UN FEMINISMO QUE SE CONSIDERABA RADICAL
La segunda observación es que Nelken, como todas sus contemporáneas, se esforzaría en su tiempo por marcar las diferencias entre ideología y estilo, desentendiéndose de un feminismo que se apreciaba ya entonces como agresivo y radical: “El tipo de feminista de pelo corto, voz aguardentosa y andares de marimacho ha desaparecido para dejar lugar a la mujer fuerte que, en medio mundo, acaba de revelarse como verdadera compañera del hombre”. Esa feminista de pelo corto y voz gritona y desafiante que describe Nelken es un tipo de mujer, admitámoslo, que careció de arraigo, siquiera de presencia, en la sociedad española. ¿Cuándo existió? Era un fantasma que recorría España sembrando el pánico del patriarcado y con
tagiando a las propias mujeres de su supuesta y temida belicosidad.
La también escritora María Lejárraga expresaba opiniones muy próximas a las de Nelken: “Decir sufragista en España equivale a decir furia del Averno. Ven, al oír esta palabra, a una mujer desgreñada, medio vestida de hombre, gritando por las calles, luchando cuerpo a cuerpo contra los guardias, asaltando los coches de los ministros, entrando por la fuerza en el Parlamento y tirando tomates a los diputados [...]. Y es cierto [...]. Y ustedes se preguntan: ¿Por qué? ¿Qué falta les hace votar a estas mujeres? ¿Qué les importa que salga diputado Pedro o Berenguer?”. Tanto Nelken como Lejárraga estaban pensando, claro, en las sufragistas británicas. Es cierto, como señala el historiador alemán Philipp Blom, que después de años de paciente trabajo, de repartir octavillas, de presionar a los parlamentarios, recoger miles de firmas, recaudar fondos, manifestarse en calles y plazas y celebrar reuniones por todo el país, la frustración y el enfado de aquellas valientes mujeres habían empezado a superar el entusiasmo, y la campaña por el derecho al voto se tornó cada vez más violenta. Eso quiere decir que se arrojaban piedras contra los escaparates de Oxford Street y contra los cristales de los despachos de parlamentarios y ministros. Incluso alguna piedra fue a parar al número 10 de Downing Street.
Una de las sufragistas más activas y beligerantes se las arregló, en medio de una batalla campal entre las mujeres que se manifestaban y los policías que acordonaban el Parlamento que ellas pretendían asaltar, para romper una ventana. El misil iba envuelto en un papel que llevaba escrito en tinta verde: “Voto para la mujer. Esta es mi protesta contra el gobierno del Partido Liberal por traicionar a las sufragistas de Gran Bretaña que reivindican el derecho al voto y a que las reconozcan como ciudadanas. Leonora Cohen”. A Cohen se le impuso una pena de prisión, pero eso no fue suficiente para que desistiera de su empeño. De modo que, la mañana del 11 de febrero de 1911, entró en la torre de Londres como una turista más, con la diferencia de que ella llevaba oculta en su bolso una barra de hierro. Apro
vechó el momento en que la guardia patrullaba otra estancia para romper una vitrina donde se guardaban valiosas joyas de la Corona. Cohen era consciente de que, puesto que la guerra del sufragismo era simbólica, había que ir contra los símbolos, y poner en evidencia que las mujeres no se sentían representadas por ellos. En resumen, poco antes de que estallara la Gran Guerra, la violencia había alcanzado una presencia más que notable en las calles de las principales ciudades inglesas. Las sufragistas cedían a la desesperación llamando la atención como fuera: huelgas de hambre, pedradas a los escaparates, incendios y paraguazos a los parlamentarios eran el pan de cada día en Londres. Se ha dicho que Gandhi aprendió de las sufragistas británicas su estrategia de la desobediencia civil. En todo caso, la revista España Moderna dedicaba una sección especial a informar de la agresiva lucha abierta por aquellas valerosas mujeres. Los lectores españoles seguían asombrados por las campañas, y el rechazo más absoluto iba instalándose en sus corazones. De modo que aquella lejana radicalidad femenina se asumió astutamente en España como autóctona, neutralizando los efectos antes de que surgiera la causa.
La mujer dependiente
El franquismo frenaría en seco las aspiraciones al nuevo modelo de mujer defendido en los años anteriores, resignificando el papel del ama de casa, deconstruido por Arenal y Nelken, como eje imprescindible de la vida doméstica y familiar. El profesor Manuel Ortiz Heras define muy bien lo que significó el franquismo en relación con la mujer: “La dictadura franquista quiso imponer un modelo de sociedad orgánica con una política de género regulada por una legislación civil que negaba a las mujeres cualquier tipo de autonomía individual y las convertía en eje de la moralidad social”. El retroceso que supuso fue evidente: la personalidad femenina quedó confinada en un nuevo código moral regido por tres vectores dominantes: la maternidad, la subordinación al varón y el recato.
Reina por un día puede verse como el exponente del modelo de mujer privilegiado después de 1939 e inspirado en la literatura divulgada en los siglos xv y xvi para frenar la conducta libérrima de los clérigos y potenciar la vida célibe. Nunca se ha analizado con suficiente profundidad el impacto de los valores exaltados por Juan Luis Vives o fray Luis de León (la casta virgen y la perfecta casada), dos figuras cuyo pensamiento brutalmente misógino permanecía indemne cuatro siglos después. El discurso franquista sobre la mujer estuvo desde el principio en posesión de Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de la Falange Española y pieza clave en la fundación de la Sección Femenina en 1934, concebida como brazo político femenino de la Falange. Las tareas reservadas a sus militantes serían desde el principio tareas de apoyo a la militancia masculina del partido: ellas se encargaban de las visitas a los presos políticos durante el dominio
PILAR PRIMO DE RIVERA MONOPOLIZÓ EL DISCURSO DEL RÉGIMEN FRANQUISTA SOBRE LA MUJER
de fuerzas de la izquierda, de visitar a sus familias, de hacer tareas de enlace, vender sellos y jabones para recaudar fondos, de distribuir la revista No importa, etc. Con un planteamiento muy rudimentario –pero no exento de pragmatismo y prudencia política, al evitar el choque frontal con Franco (una vez muerto su hermano José Antonio)–, Pilar Primo de Rivera se hizo con el liderazgo indiscutible frente a las varias iniciativas femeninas que habían coincidido en su voluntad de servir a la causa nacional durante el conflicto bélico. Sin embargo, ella misma admite en sus memorias la escasa simpatía que había manifestado su hermano hacia el movimiento, una actitud que sería determinante a la hora de diseñar el encaje de la mujer en el nuevo estado.
Según indicó José Antonio en uno de sus discursos: “No somos feministas. No en tendemos que la manera de respetar a la mujer consista en sustraerla a su magnífico destino y entregarla a funciones varoniles. A mí siempre me ha dado tristeza ver a la mujer en ejercicios de hombre, toda afanada y desquiciada en una rivalidad donde lleva todas las de perder. El verdadero feminismo no debiera consistir en querer para las mujeres las funciones que hoy se estiman superiores, sino en rodear cada vez de mayor dignidad humana y social a las funciones femeninas”. Primo no era, pues, feminista, ni deseaba para la mujer otras funciones que las que había desempeñado siempre. Todo lo avanzada que podía ser socialmente su línea política (dentro del conservadurismo) se veía frenada en lo tocante a la emancipación femenina. La escritora y abogada Lidia Falcón recogería este importante pasaje en un temprano ensayo sobre la mujer, titulado Mujer y sociedad. Análisis de un fenómeno reaccionario, donde criticaba, todo lo duramente que se podía hacer en el año 1969, la estric
ta división de funciones que establecería el nacionalcatolicismo inspirándose en la ideología fascista.
Pilar Primo de Rivera dirigiría con mano firme los cuarenta y tres años (193477) de existencia de la Sección Femenina, es decir, hasta el momento de su disolución: “La Sección Femenina y yo éramos la misma cosa”, afirmaría ingenuamente en sus memorias, sin percibir la perversión ideológica que supone asumir en exclusiva la identidad de una organización que integraba a miles de personas en toda España. Pero no se comprende la Sección Femenina sin la influencia directa de esta mujer de carácter que simbolizaba allá donde iba la memoria viva del “Ausente” y que era, por tanto, su heredera directa. Aunque el ideario de la Sección Femenina siempre rechazó la participación de la mujer en política, concibiéndose su papel como de mero apoyo y refuerzo a la “importante” labor de los hombres, lo cierto es que Pilar Primo de Rivera constituyó desde el principio un contraejemplo de sus propias convicciones: participó activamente en política, fue procuradora en Cortes y se mantuvo hábilmente al lado de Franco hasta el final, a pesar de sus diferencias políticas. No se casó y no tuvo hijos, así que ella misma representaba la negación absoluta de la feminidad que defendía como valor esencial de la mujer.
Y es que, con una notable habilidad política, supo hacerse con las riendas de las múltiples iniciativas femeninas que fueron surgiendo en el bando nacional a partir del estallido de la guerra: estaban las margaritas (ala femenina de los carlistas), el recién fundado Auxilio Social, en manos de Mercedes Sanzbachiller (viuda de Onésimo Redondo y otra mujer de empuje), el Frente de Hospitales... Podría decirse que la Sección Femenina apenas tenía competencias en 1939; sin embargo, Pilar Primo de Rivera, gracias
LOS ESTUDIOS SUPERIORES ADQUIRÍAN UN CARÁCTER DE ADORNO, A LA ESPERA DEL MATRIMONIO
al ascendente que tenía sobre Franco y a sus propias dotes políticas, consiguió reunirlas todas bajo su liderazgo. Comprendió que nada había previsto para la mujer en un mundo tan machista como el que representaban, al finalizar la Guerra Civil, la Iglesia y el Ejército. Y esa fue su aportación: incorporar al Movimiento que abanderaba Franco un modelo femenino que debía resultar eficaz ante las necesidades de un país diezmado por la caída demográfica, el hambre, la alta mortalidad infantil y el elevado número de huérfanos de guerra, de tullidos y de presos. No había lugar para la mujer “modernísima”, concienciada, cosmopolita y comprometida de los años anteriores a la guerra, porque lo que hacía falta en España eran madres y enfermeras. De modo que se borró aquel ya lejano modelo de autonomía como una hoja de otoño levantada por el viento de la historia. Según declaraba en un artículo de 1938: “Pasó la modernísima niña del Instituto Escuela, joven intelectual que con seriedad de nuevo Catón supo censurar los ‘errores’, los ‘defectos’, los ‘vicios’ de un Felipe II, que no conoció la gran obra de nuestra colonización en América más que la crítica de fray Bartolomé, algo corregida y aumentada. Pasó la mujer vacía que por no saber nada, ni supo conocerse, ni supo ser mujer. No hay sitio para ella en la España Nueva. ¡Nueva mujer de España!”. Le faltó tiempo a Pilar Primo de Rivera para desterrar a la mujer crítica e intelectual, fruto del modelo divulgado por la Institución Libre de Enseñanza, en beneficio de la mujer femenina, abnegada y sumisa a la voluntad masculina. Hasta las actividades más triviales se identificarían en el futuro con un sexo u otro: entrar en una tienda de comestibles, pasear a un niño en su cochecillo, coser un dobladillo o hacer una cama eran tareas que se consideraban humillantes para el hombre. Por el contrario, entrar en un café, pagar una consumición o andar sola por la calle constituían acciones mal vistas para una mujer. La diferencia entre lo masculino y lo femenino se pretendía que fuera absoluta y total, sin fisuras. En todo caso, las repercusiones en el mundo intelectual y educativo no se hicieron esperar. Se recuperó la educación sexista, que la República había combatido, y en las aulas universitarias, la presencia femenina sería tratada con indiferencia y/o paternalismo. La formación y los estudios superiores, tan tenazmente defendidos por las mujeres en el pasado, adquirían de nuevo un carácter provisional y de adorno, a la espera del matrimonio que debía inaugurar la madurez femenina. Nadie pone en duda los beneficios que para muchas personas supone la vida conyugal. Lo monstruoso del asunto es el planteamiento vigente durante el franquismo: el hecho de que la mujer, al casarse, tuviera que renunciar a todas sus actividades para pasar a ser la “señora de”, y que desde la infancia se pensara en educarla con ese único objetivo de la desposesión de sí misma a favor de uno o varios terceros (marido, hijos y padres a los que cuidar). Una situación que la mayoría de mujeres sostuvo con altas dosis de infelicidad, frustración y resentimiento.