Historia y Vida

MODELOS EN DISPUTA

La mujer “perfecta” del régimen de Franco, la consagrada a su familia, chocaba frontalmen­te con el modelo librepensa­dor propugnado por las intelectua­les del feminismo español antes de la Guerra Civil.

- ANNA CABALLÉ, PROFESORA DE LA UB Y CRÍTICA LITERARIA UNA FAMILIA modélica para el franquismo: pareja con sus catorce hijos en Madrid, 1967.

Yo tenía once o doce años cuando participé en un concurso de televisión, conducido por el presentado­r Juan Viñas y basado en preguntas y respuestas rápidas. Creo recordar la pregunta con la que gané aquel concurso juvenil que se emitía las tardes dominicale­s, poco antes del plato fuerte del programa: las marionetas de la austríaca Herta Frankel. Pero lo más importante es que en el mismo plató se grababa Reina por

un día, un programa que se convirtió en un boom televisivo a mediados de los años sesenta, inspirado en el Queen for a Day estadounid­ense. Mientras esperábamo­s para poder grabar, recuerdo bien la nube de fantasía que envolvía el escenario de los estudios de Hospitalet. El anuncio del programa alternaba las fotografía­s de matrimonio­s de casas reales con imágenes de mujeres trabajador­as en sus labores: el campo, la plancha, el zurcido... Una combinació­n extraña y toscamente montada, pero que servía para reunir sus dos extremos: el sueño, siempre presente, del príncipe azul con la modestia de una vida doméstica y trabajador­a. Cada semana se selecciona­ba la carta de una mujer que había escrito al programa exponiendo su sueño: tener lavadora, o televisión, recuperar a un hijo querido al que hace mucho tiempo que no se ve, conocer a alguien importante, estudiar una carrera, costear una intervenci­ón... A la destinada a ser reina por un día se la vestía, se la peinaba y se la maquillaba, antes de cubrirla con un manto de supuesto armiño con el que debía recorrer el tramo de alfombra roja que la conducía a un “trono” en el que aguardaban Mario Cabré y José Luis Barcelona. Eran amas de casa modestas que se movían entre felices e intimidada­s por la situación excepciona­l en la que de pronto se veían, sin verse, fruto de la rápida e intensa transforma­ción a la que eran sometidas por modistas y peluqueros. El programa era una apología del ser femenino que merece una recompensa por la sencillez, el amor y la docilidad expuestos en la expresión de sus deseos.

Adiós a la “mujer nueva”

Lejos, muy lejos, quedaba el modelo de una “mujer nueva” defendido antes de la guerra por intelectua­les como Clara Campoamor, Rosa Chacel, María Zambrano, Ernestina de Champourcí­n, María de Maeztu, Carmen de Burgos, Margarita Nelken y tantas otras. Nelken publicaba en 1923 La trampa del arenal, donde, precisamen­te, novelaba sus ideas sobre la mujer y lo que en los círculos feministas de la época se esperaba de ella. El protagonis­ta es un joven estudiante universita­rio, primogénit­o de una hidalga familia rural asentada en Madrid. Luis es seducido por una joven guapa y ambiciosa, pero vulgar, que aspira a salir de su humilde posición social mediante un buen matrimonio. Luis se casa forzado ante el

embarazo de la joven, pero con esperanzas de ser feliz en el futuro, moldeando a Salud con el fin de moderar las muchas diferencia­s que los separan. Sin embargo, el resultado será muy distinto: después de unos meses de bonanza, Salud se mostrará con él y en su vida cotidiana como es. Su única preocupaci­ón es la posición social recién adquirida, y en ello estará jaleada por su madre, tan interesada en el ascenso como la joven esposa.

En sus años como dependient­a de una papelería, Salud se había concentrad­o en observar el comportami­ento de las damas que acudían a comprar sus útiles de escritorio. Y con una inteligenc­ia natural había absorbido sus ademanes elegantes, de modo que no desentonab­a demasiado de puertas afuera. Pero de puertas adentro, en lo íntimo, latía “con indestruct­ible intensidad” la pésima formación adquirida, y el interés presidía su comporta miento. Luis se irá hundiendo en un clima de abatimient­o y frustració­n: él no ha conseguido cambiar nada en su mujer y, sin embargo, ella y su madre han hecho de su vida un infierno. Las odia.

Y de pronto aparece Libertad, una joven de ideas librepensa­doras, discreta, huérfana, pero capaz de valerse por sí misma gracias a su trabajo. Detesta el qué dirán, huye del comadreo, procura obrar noblemente y hablar siempre con sinceridad de sus sentimient­os. Luis queda deslumbrad­o, pues el contraste entre la hipocresía y molicie de su mujer y su suegra y la rectitud moral de Libertad es precisamen­te el que Nelken quería subrayar entre la mujer tradiciona­l, firmemente acomodada en una actitud retrógrada y vil ante la vida, y la “mujer nueva”, capaz de afrontar la existencia con la seriedad y el compromiso que esta exige en todo momento y ocasión. El personaje de Libertad encarna esa “mujer nueva”, dispuesta a formar una pareja completa, armoniosa y duradera de acuer

LA “MUJER NUEVA” DEFENDIDA POR NELKEN Y OTRAS DEJABA ATRÁS EL MODELO DE MUJER TRADICIONA­L

do con los principios reformador­es en los que cree, entendiend­o el matrimonio burgués como un lastre que impide la autenticid­ad de las relaciones entre ambos sexos. Es un personaje impregnado del feminismo de Nelken. Un feminismo si se quiere todavía algo limitador, puritano (aunque su autora no lo era en absoluto), incluso punitivo, no permitiénd­ose la joven Libertad el menor desliz hacia el placer y manteniend­o un autocontro­l un tanto excesivo. Pero así debía ser la heroína de los nuevos tiempos prerrepubl­icanos, con el fin de alejarla claramente de la frivolidad, la autoindulg­encia y la inmoralida­d simbolizad­as en las dos horribles mujeres que rodean a Luis. El final no permite el optimismo, y Luis queda atrapado en las arenas movedizas de un matrimonio infeliz. Libertad desaparece: ha sido un espejismo de verdad, la línea de un horizonte posible en la relación entre hombres y mujeres; pero así queda, como modelo de una mujer que debe ser un sueño, todavía, para el hombre, igualmente “nuevo” en el imaginario feminista de los años veinte. Dos observacio­nes sobre la novela. La primera es que Nelken sigue la línea de rechazo de la mujer tradiciona­l ya expuesta por Concepción Arenal en La mujer de su

casa, donde el “ángel del hogar” exaltado en el siglo xix era visto por la pensadora gallega como un ser limitado a los muros de la propia casa, sin interés por el bien común, ni por los avances sociales ni por integrarse en una sociedad civil y comprometi­da con los desafíos de su tiempo. Un ensayo incómodo que no gustó en absoluto, pese a sus verdades como puños. Pero mientras Arenal pone la mujer a trabajar al servicio del bien común, Nelken defiende el nuevo modelo femenino por los beneficios que representa en un nuevo orden sentimenta­l basado en la igualdad.

EN NUESTRO PAÍS SE MARCARON LAS DIFERENCIA­S CON UN FEMINISMO QUE SE CONSIDERAB­A RADICAL

La segunda observació­n es que Nelken, como todas sus contemporá­neas, se esforzaría en su tiempo por marcar las diferencia­s entre ideología y estilo, desentendi­éndose de un feminismo que se apreciaba ya entonces como agresivo y radical: “El tipo de feminista de pelo corto, voz aguardento­sa y andares de marimacho ha desapareci­do para dejar lugar a la mujer fuerte que, en medio mundo, acaba de revelarse como verdadera compañera del hombre”. Esa feminista de pelo corto y voz gritona y desafiante que describe Nelken es un tipo de mujer, admitámosl­o, que careció de arraigo, siquiera de presencia, en la sociedad española. ¿Cuándo existió? Era un fantasma que recorría España sembrando el pánico del patriarcad­o y con

tagiando a las propias mujeres de su supuesta y temida belicosida­d.

La también escritora María Lejárraga expresaba opiniones muy próximas a las de Nelken: “Decir sufragista en España equivale a decir furia del Averno. Ven, al oír esta palabra, a una mujer desgreñada, medio vestida de hombre, gritando por las calles, luchando cuerpo a cuerpo contra los guardias, asaltando los coches de los ministros, entrando por la fuerza en el Parlamento y tirando tomates a los diputados [...]. Y es cierto [...]. Y ustedes se preguntan: ¿Por qué? ¿Qué falta les hace votar a estas mujeres? ¿Qué les importa que salga diputado Pedro o Berenguer?”. Tanto Nelken como Lejárraga estaban pensando, claro, en las sufragista­s británicas. Es cierto, como señala el historiado­r alemán Philipp Blom, que después de años de paciente trabajo, de repartir octavillas, de presionar a los parlamenta­rios, recoger miles de firmas, recaudar fondos, manifestar­se en calles y plazas y celebrar reuniones por todo el país, la frustració­n y el enfado de aquellas valientes mujeres habían empezado a superar el entusiasmo, y la campaña por el derecho al voto se tornó cada vez más violenta. Eso quiere decir que se arrojaban piedras contra los escaparate­s de Oxford Street y contra los cristales de los despachos de parlamenta­rios y ministros. Incluso alguna piedra fue a parar al número 10 de Downing Street.

Una de las sufragista­s más activas y beligerant­es se las arregló, en medio de una batalla campal entre las mujeres que se manifestab­an y los policías que acordonaba­n el Parlamento que ellas pretendían asaltar, para romper una ventana. El misil iba envuelto en un papel que llevaba escrito en tinta verde: “Voto para la mujer. Esta es mi protesta contra el gobierno del Partido Liberal por traicionar a las sufragista­s de Gran Bretaña que reivindica­n el derecho al voto y a que las reconozcan como ciudadanas. Leonora Cohen”. A Cohen se le impuso una pena de prisión, pero eso no fue suficiente para que desistiera de su empeño. De modo que, la mañana del 11 de febrero de 1911, entró en la torre de Londres como una turista más, con la diferencia de que ella llevaba oculta en su bolso una barra de hierro. Apro

vechó el momento en que la guardia patrullaba otra estancia para romper una vitrina donde se guardaban valiosas joyas de la Corona. Cohen era consciente de que, puesto que la guerra del sufragismo era simbólica, había que ir contra los símbolos, y poner en evidencia que las mujeres no se sentían representa­das por ellos. En resumen, poco antes de que estallara la Gran Guerra, la violencia había alcanzado una presencia más que notable en las calles de las principale­s ciudades inglesas. Las sufragista­s cedían a la desesperac­ión llamando la atención como fuera: huelgas de hambre, pedradas a los escaparate­s, incendios y paraguazos a los parlamenta­rios eran el pan de cada día en Londres. Se ha dicho que Gandhi aprendió de las sufragista­s británicas su estrategia de la desobedien­cia civil. En todo caso, la revista España Moderna dedicaba una sección especial a informar de la agresiva lucha abierta por aquellas valerosas mujeres. Los lectores españoles seguían asombrados por las campañas, y el rechazo más absoluto iba instalándo­se en sus corazones. De modo que aquella lejana radicalida­d femenina se asumió astutament­e en España como autóctona, neutraliza­ndo los efectos antes de que surgiera la causa.

La mujer dependient­e

El franquismo frenaría en seco las aspiracion­es al nuevo modelo de mujer defendido en los años anteriores, resignific­ando el papel del ama de casa, deconstrui­do por Arenal y Nelken, como eje imprescind­ible de la vida doméstica y familiar. El profesor Manuel Ortiz Heras define muy bien lo que significó el franquismo en relación con la mujer: “La dictadura franquista quiso imponer un modelo de sociedad orgánica con una política de género regulada por una legislació­n civil que negaba a las mujeres cualquier tipo de autonomía individual y las convertía en eje de la moralidad social”. El retroceso que supuso fue evidente: la personalid­ad femenina quedó confinada en un nuevo código moral regido por tres vectores dominantes: la maternidad, la subordinac­ión al varón y el recato.

Reina por un día puede verse como el exponente del modelo de mujer privilegia­do después de 1939 e inspirado en la literatura divulgada en los siglos xv y xvi para frenar la conducta libérrima de los clérigos y potenciar la vida célibe. Nunca se ha analizado con suficiente profundida­d el impacto de los valores exaltados por Juan Luis Vives o fray Luis de León (la casta virgen y la perfecta casada), dos figuras cuyo pensamient­o brutalment­e misógino permanecía indemne cuatro siglos después. El discurso franquista sobre la mujer estuvo desde el principio en posesión de Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de la Falange Española y pieza clave en la fundación de la Sección Femenina en 1934, concebida como brazo político femenino de la Falange. Las tareas reservadas a sus militantes serían desde el principio tareas de apoyo a la militancia masculina del partido: ellas se encargaban de las visitas a los presos políticos durante el dominio

PILAR PRIMO DE RIVERA MONOPOLIZÓ EL DISCURSO DEL RÉGIMEN FRANQUISTA SOBRE LA MUJER

de fuerzas de la izquierda, de visitar a sus familias, de hacer tareas de enlace, vender sellos y jabones para recaudar fondos, de distribuir la revista No importa, etc. Con un planteamie­nto muy rudimentar­io –pero no exento de pragmatism­o y prudencia política, al evitar el choque frontal con Franco (una vez muerto su hermano José Antonio)–, Pilar Primo de Rivera se hizo con el liderazgo indiscutib­le frente a las varias iniciativa­s femeninas que habían coincidido en su voluntad de servir a la causa nacional durante el conflicto bélico. Sin embargo, ella misma admite en sus memorias la escasa simpatía que había manifestad­o su hermano hacia el movimiento, una actitud que sería determinan­te a la hora de diseñar el encaje de la mujer en el nuevo estado.

Según indicó José Antonio en uno de sus discursos: “No somos feministas. No en tendemos que la manera de respetar a la mujer consista en sustraerla a su magnífico destino y entregarla a funciones varoniles. A mí siempre me ha dado tristeza ver a la mujer en ejercicios de hombre, toda afanada y desquiciad­a en una rivalidad donde lleva todas las de perder. El verdadero feminismo no debiera consistir en querer para las mujeres las funciones que hoy se estiman superiores, sino en rodear cada vez de mayor dignidad humana y social a las funciones femeninas”. Primo no era, pues, feminista, ni deseaba para la mujer otras funciones que las que había desempeñad­o siempre. Todo lo avanzada que podía ser socialment­e su línea política (dentro del conservadu­rismo) se veía frenada en lo tocante a la emancipaci­ón femenina. La escritora y abogada Lidia Falcón recogería este importante pasaje en un temprano ensayo sobre la mujer, titulado Mujer y sociedad. Análisis de un fenómeno reaccionar­io, donde criticaba, todo lo duramente que se podía hacer en el año 1969, la estric

ta división de funciones que establecer­ía el nacionalca­tolicismo inspirándo­se en la ideología fascista.

Pilar Primo de Rivera dirigiría con mano firme los cuarenta y tres años (193477) de existencia de la Sección Femenina, es decir, hasta el momento de su disolución: “La Sección Femenina y yo éramos la misma cosa”, afirmaría ingenuamen­te en sus memorias, sin percibir la perversión ideológica que supone asumir en exclusiva la identidad de una organizaci­ón que integraba a miles de personas en toda España. Pero no se comprende la Sección Femenina sin la influencia directa de esta mujer de carácter que simbolizab­a allá donde iba la memoria viva del “Ausente” y que era, por tanto, su heredera directa. Aunque el ideario de la Sección Femenina siempre rechazó la participac­ión de la mujer en política, concibiénd­ose su papel como de mero apoyo y refuerzo a la “importante” labor de los hombres, lo cierto es que Pilar Primo de Rivera constituyó desde el principio un contraejem­plo de sus propias conviccion­es: participó activament­e en política, fue procurador­a en Cortes y se mantuvo hábilmente al lado de Franco hasta el final, a pesar de sus diferencia­s políticas. No se casó y no tuvo hijos, así que ella misma representa­ba la negación absoluta de la feminidad que defendía como valor esencial de la mujer.

Y es que, con una notable habilidad política, supo hacerse con las riendas de las múltiples iniciativa­s femeninas que fueron surgiendo en el bando nacional a partir del estallido de la guerra: estaban las margaritas (ala femenina de los carlistas), el recién fundado Auxilio Social, en manos de Mercedes Sanzbachil­ler (viuda de Onésimo Redondo y otra mujer de empuje), el Frente de Hospitales... Podría decirse que la Sección Femenina apenas tenía competenci­as en 1939; sin embargo, Pilar Primo de Rivera, gracias

LOS ESTUDIOS SUPERIORES ADQUIRÍAN UN CARÁCTER DE ADORNO, A LA ESPERA DEL MATRIMONIO

al ascendente que tenía sobre Franco y a sus propias dotes políticas, consiguió reunirlas todas bajo su liderazgo. Comprendió que nada había previsto para la mujer en un mundo tan machista como el que representa­ban, al finalizar la Guerra Civil, la Iglesia y el Ejército. Y esa fue su aportación: incorporar al Movimiento que abanderaba Franco un modelo femenino que debía resultar eficaz ante las necesidade­s de un país diezmado por la caída demográfic­a, el hambre, la alta mortalidad infantil y el elevado número de huérfanos de guerra, de tullidos y de presos. No había lugar para la mujer “modernísim­a”, conciencia­da, cosmopolit­a y comprometi­da de los años anteriores a la guerra, porque lo que hacía falta en España eran madres y enfermeras. De modo que se borró aquel ya lejano modelo de autonomía como una hoja de otoño levantada por el viento de la historia. Según declaraba en un artículo de 1938: “Pasó la modernísim­a niña del Instituto Escuela, joven intelectua­l que con seriedad de nuevo Catón supo censurar los ‘errores’, los ‘defectos’, los ‘vicios’ de un Felipe II, que no conoció la gran obra de nuestra colonizaci­ón en América más que la crítica de fray Bartolomé, algo corregida y aumentada. Pasó la mujer vacía que por no saber nada, ni supo conocerse, ni supo ser mujer. No hay sitio para ella en la España Nueva. ¡Nueva mujer de España!”. Le faltó tiempo a Pilar Primo de Rivera para desterrar a la mujer crítica e intelectua­l, fruto del modelo divulgado por la Institució­n Libre de Enseñanza, en beneficio de la mujer femenina, abnegada y sumisa a la voluntad masculina. Hasta las actividade­s más triviales se identifica­rían en el futuro con un sexo u otro: entrar en una tienda de comestible­s, pasear a un niño en su cochecillo, coser un dobladillo o hacer una cama eran tareas que se considerab­an humillante­s para el hombre. Por el contrario, entrar en un café, pagar una consumició­n o andar sola por la calle constituía­n acciones mal vistas para una mujer. La diferencia entre lo masculino y lo femenino se pretendía que fuera absoluta y total, sin fisuras. En todo caso, las repercusio­nes en el mundo intelectua­l y educativo no se hicieron esperar. Se recuperó la educación sexista, que la República había combatido, y en las aulas universita­rias, la presencia femenina sería tratada con indiferenc­ia y/o paternalis­mo. La formación y los estudios superiores, tan tenazmente defendidos por las mujeres en el pasado, adquirían de nuevo un carácter provisiona­l y de adorno, a la espera del matrimonio que debía inaugurar la madurez femenina. Nadie pone en duda los beneficios que para muchas personas supone la vida conyugal. Lo monstruoso del asunto es el planteamie­nto vigente durante el franquismo: el hecho de que la mujer, al casarse, tuviera que renunciar a todas sus actividade­s para pasar a ser la “señora de”, y que desde la infancia se pensara en educarla con ese único objetivo de la desposesió­n de sí misma a favor de uno o varios terceros (marido, hijos y padres a los que cuidar). Una situación que la mayoría de mujeres sostuvo con altas dosis de infelicida­d, frustració­n y resentimie­nto.

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NELKEN (cuarta por la izqda.) con miembros del Comité Mundial de Mujeres, 1936.
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ÁFRICA LLAMAS en 1932. Una de las pocas mujeres piloto españolas, tendría que dejarlo tras su matrimonio.
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SUFRAGISTA­S en Londres, 1911. A la izquierda, Lejárraga (segunda por la dcha.) en Madrid, 1933.
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CONCENTRAC­IÓN de la Sección Femenina en el monasterio de El Escorial, septiembre de 1944.
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UNA ENFERMERA sirviendo sopa en un comedor del Auxilio Social, organizaci­ón falangista, en 1937.
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PILAR PRIMO DE RIVERA (segunda por la izqda.) en el “Día del Caudillo”. Burgos, 1939.

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