LAS LEYES SON DISTINTAS
Los tímidos avances en el estatus legal de la mujer llegarán gracias a la presión de influyentes mujeres afines al régimen. Con la oposición silenciada y el adoctrinamiento en escuelas y centros sociales, la mujer española comulgará con su supuesta condición de inferioridad. Los mayores cambios al respecto no se desencadenarán hasta la eclosión de nuevas generaciones en los años sesenta y setenta.
Con la fuerza opositora ejercida por el franquismo, las aspiraciones del feminismo de principios del siglo xx casi desaparecieron. Como escribió Maria Aurèlia Capmany en El feminismo ibérico (1970), este quedó decapitado. Las nuevas generaciones crecerían ignorantes de la acción política y educadora llevada a cabo unos pocos años atrás, y eso, en mi opinión, es lo más grave de todo lo que ocurrió. Como si un vendaval hubiera borrado cualquier rastro de una vida anterior si no se ajustaba a los nuevos cánones, cuyos referentes históricos eran la reina Isabel la Católica y Teresa de Jesús. Los jóvenes apenas percibieron que el menosprecio y/o el rechazo inconsciente que sentían hacia el personaje histórico de “la feminista” era algo que venía impuesto por la educación en la escuela de la feminidad y la servidumbre. Injustamente, la ideología nacionalcatólica hacía descansar sobre las feministas la responsabilidad del descalabro sufrido. De modo que el ridículo y el desprestigio han sido la forma habitual de referirse a las feministas en nuestro país, la forma de olvidarlas, como denunciaría años más tarde Capmany: “El olvido que afecta a nuestra propia Historia es, en el caso del movimiento feminista, más grave aún, porque la muchacha de hoy que se cree evolucionada no se da cuenta de que toma el partido de sus propios enemigos”. Ahora bien, a pesar del grave retroceso en los derechos de la mujer que supuso la imposición del nacionalcatolicismo, la presión de las mujeres por acceder a los estudios se mantuvo casi invariable. Lo señalaba con cifras el estudio de 1965 de la condesa de Campo Alange sobre la mujer en España, y lo recuerda Juan Si sinio Pérez Garzón en su Historia del feminismo (2011): “[E]s un dato que conviene subrayar porque demuestra la fuerza de los procesos de transformación social por encima de las decisiones políticas”. En efecto, y tiene que ver con mi tesis sobre la singularidad del feminismo español, centrado desde siempre en la importancia concedida al estudio y la formación como forma silenciosa, pero constante, de resistencia al sometimien to. Y las resistencias al pensamiento unánime que representaba la Sección Femenina empezaron a manifestarse. Una de las primeras en hacerlo fue Mercedes Formica (19132002), colaboradora habitual de Pilar Primo de Rivera –aunque siempre mantuvo las distancias con ella– y responsable en 1944 de la revista
Medina, sustituyendo en el cargo a Pedro Laín Entralgo. Medina llegaba a todos los círculos de Falange repartidos por pueblos y ciudades de España, y por ello jugaba un importante papel en la difusión de la cultura femenina que quería imponerse. Sin embargo, el paso de Formica por el semanario fue breve: dados los problemas económicos que siempre tenía la revista, a ella, como directora, se le ocurrió publicar por entregas la novela Rebeca, de Daphne du Maurier, un best seller que recorría Europa, pero la propuesta se rechazó por razones morales. “Desanimada, presenté la dimisión”, dijo en sus memorias.
Indefensas ante la ley
Mercedes Formica fue una las primeras mujeres, no la única, que representó la heterodoxia feminista en el seno del franquismo. Era una falangista de primera generación que se afilió a Falange poco después de escuchar, conmocionada, a José Antonio Primo de Rivera en su famoso mitin del Teatro de la Comedia (29 de octubre de 1933), cuando dijo: “No somos un partido de izquierda que, por destruirlo todo, destruye hasta lo bueno; ni somos un partido de derechas que, por conservarlo todo, conserva hasta lo injusto”. Formica sería la única falangista en la Facultad de Derecho de Madrid, porque sus compañeros, aun simpatizando algunos con José Antonio, tenían miedo a las represalias políticas. También fue una de las primeras mujeres en adherirse al Movimiento, aunque muy pronto reconoció que aquello era “un gigantesco albondigón”, una amalgama de cosas que sirvió para estrangular el espíritu renovador del que partía el falangismo. En todo caso, tal vez por haber pertenecido a la “auténtica” Falange, a ella se le toleraban actitudes
FORMICA FUE UNA DE LAS REPRESENTANTES DE LA HETERODOXIA FEMENINA EN EL FRANQUISMO
o ideas críticas que hubieran resultado censuradas en otras militantes.
La futura abogada ya había destacado en los años treinta por ser la única matriculada en la Facultad de Derecho de Sevilla, y diez años después sería una de las escasísimas letradas que ejercían en Madrid. Pero se daría a conocer internacionalmente con un artículo publicado en el periódico ABC el 7 de noviembre de 1953. Estaba escrito al hilo de la muerte de Antonia Pernia Obrador a manos de su marido, quien la apuñaló salvajemente después de años de discusiones y forcejeos. Los periódicos recogieron la noticia (“Mujer apuñalada por su marido”), y Formica, en su artículo, titulado “El domicilio conyugal”, denunciaba la injusticia de base sufrida por Antonia Pernia. La preocupación por la indefensión jurídica de la mujer casada venía de lejos, de su propia juventud, cuando, en 1933, vio cómo su madre quedaba desposeída de sus bienes a causa de su separación (el tema inspiraría su novela Bodoque). Eso llevó a Formica a sensibilizarse particularmente con este problema, que exigía una reforma legal urgente. Y la percha a esa preocupación se la proporcionó el desgraciado suceso. Pernia agonizaba en un hospital (la salvó la penicilina), pero ni así podía separarse de su agresor, pues, de hacerlo, lo perdía todo: perdía a sus hijos, su casa y sus bienes, caso de tenerlos. El director de ABC, consciente de la importancia del tema que se denunciaba, dio luz verde a la publicación del artículo, a pesar de hallarse retenido por la censura y ex ponerse, por tanto, al secuestro del periódico. Pero nada ocurrió, más que un gran revuelo: en el diario se recibieron cientos de cartas a favor y en contra del artículo, y aparecieron otros, firmados por juristas, manifestándose igualmente sobre su contenido. La escritora Carmen Castro y la periodista Josefina Carabias apoyaron a Formica, y el artículo se convirtió en una referencia sobre el tema. Mercedes Formica daría conferencias, escribiría otros artículos y sería recibida por Franco (él mismo hijo de padres separados), quien se mostró partidario de una reforma legal. En 1955, Formica reforzaría su reivindicación publicando una novela, A instancia de parte, donde queda expresivamente de manifiesto la vulnerabilidad de la mujer en la sociedad conyugal.
La novela, heredera de la línea denunciatoria de Emilia Pardo Bazán o Carmen de Burgos, plantea el discurrir de dos matrimonios desmoronados.
Al cabo de tres años, el 24 de abril de 1958, se modificaban 66 artículos del Código Civil: la “casa del marido” pasaba a ser el “hogar conyugal” (término propuesto por Formica); se eliminaba la forma degradante “depositar a la mujer” en la casa de los padres o en un convento, en caso de separación; y los jueces podían decretar a partir de entonces que fuese ella la que dispusiese del domicilio conyugal después de la separación. Asimismo, se limitaron los poderes absolutos del marido para administrar y/o enajenar los bienes del matrimonio y se permitió a las viudas contraer matrimonio sin por ello perder la patria potestad de sus hijos. Formica no dejó de sostener una perspectiva feminista a lo largo de su vida profesional y literaria. Sin embargo, en sus últimos años era muy consciente de que el mundo de la cultura no le perdonaba su primitiva filiación falangista, ignorando su activa participación en los derechos de la mujer.
El papel de Campo Alange
Pero hubo más resistencias procedentes de las filas del franquismo. Un nombre imprescindible es el de la sevillana María Laffite Pérez del Pulgar (190286), quien firmaría sus libros como María del Campo Alange o Condesa de Campo Alange, por su matrimonio con José Salamanca, conde de Campo Alange. Lo hizo tal vez para protegerse de los ataques indeseados con el escudo nobiliario de su marido, a la manera de las escritoras del xix.
En 1948 publicó un libro importante, La
secreta guerra de los sexos. Ya su título era provocador: en unos años en los que la Sección Femenina tenía prohibidas palabras como boutique o toilette por la invitación que hacían a la frivolidad, que una mujer incluyera la palabra “sexo” en la portada de un libro era un gran atrevimiento. En los medios intelectuales, Laffite ya era conocida, pero su ensayo desató una gran polémica, recrudecida al año siguiente con la inesperada aparición de
Le deuxième sexe, escrito por Simone de Beauvoir. Laffite siempre sentiría que su libro había quedado injustamente opacado por la repercusión alcanzada por la filósofa existencialista francesa, aunque la ambición intelectual de uno y otro trabajo es incomparable.
Laffite, según expondría posteriormente en sus memorias, había quedado marcada por su traumática experiencia la noche de bodas, cuando por primera vez vio a un hombre desnudo y con el pene erecto, circunstancia que la llenó de inquietud y confusión. La situación se agravaría con una penetración poco delicada que la hizo reflexionar sobre la grave incomunicación que pesaba entre los dos sexos y la violencia con que a menudo se imponían los hombres. Fue un choque que le plantearía el sentido de su ingenua y provinciana mentalidad hasta ese momento.
La tesis de Laffite es heredera de la de Concepción Arenal en cuanto a la falta de libertad en que ha vivido el ser femenino. La mujer no ha podido ser nunca ella misma porque se ha visto deformada por siglos de dominio masculino, “pero hoy, en proceso de adaptación a su nueva vida, representa para el porvenir una fuerza desconocida que empieza a entrar en juego por primera vez”. Laffite plantea la pugna entre lo femenino y lo masculino, lo patriarcal frente a lo matriarcal, como una dialéctica antropológica en la que necesariamente debe buscarse un mayor equilibrio. El amigo y hasta entonces mentor de María Laffite, Eugeni d’ors, dedicó cinco sabrosas glosas en
Arriba, tituladas “La secreta paz de los sexos”, a considerar como propia del pasado la actitud combativa y de denuncia llevada a cabo por la escritora.
“EN MODO ALGUNO QUEREMOS HACER DEL HOMBRE Y DE LA MUJER DOS SERES IGUALES”, ADVIERTE PILAR PRIMO
Nace el SESM
Campo Alange, como Formica, no dejó de escribir sobre la mujer. En paralelo, y gracias a la colaboración de Lilí Álvarez, condesa de la Valdène, y otras mujeres de buena posición y prestigio, se fundó el Seminario de Estudios Sociológicos sobre la Mujer (SESM) en 1960. Fue el mismo año en que la Delegación de la Sección Femenina de FET y de las JONS presentó a las Cortes un proyecto de ley sobre los Derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer, que se aprobaría en 1961. El proemio de la ley, elaborado por Pilar Primo de Rivera, advierte, sin embargo, que no hay que hacerse ilusiones sobre su alcance: “No es ni por asomo una ley feminista –seríamos infieles a José Antonio si tal hiciéramos–, es solo una ley de justicia para las mujeres que trabajan, nacida de la experiencia de una asidua relación humana y cordial con todos los problemas que a la mujer atañen. En modo alguno queremos hacer del hombre y de la mujer dos seres iguales; ni por naturaleza ni por fines a cumplir en la vida podrán nunca igualarse; pero sí pedimos que, en igualdad de funciones, tengan igualdad de derechos”. Pilar Primo de Rivera, al escribir su proemio, no tuvo en cuenta que contradecía el espíritu de la propia ley, que, como escribiría al cabo de poco Lidia Falcón, abría a la mujer las puertas de muchas profesiones (notaría, registro de la propiedad, diplomacia), equiparando, al menos sobre el papel, sus condiciones profesionales a las del varón. Formica reivindica en sus memorias la paternidad de dicha ley, el hecho de que se apoyara en una ponencia de la autora (Congreso Hispanoamericanofilipino, 1951) que Pilar Primo de Rivera censuró en el último momento, impidiendo que se presentara, aunque después la utilizó generosamente para el proyecto legal aprobado en 1961. El SESM se reunía los martes en la casa de Campo Alange. Allí se trataban cuestiones relacionadas con el mundo de la mujer, sobre todo de las jóvenes universitarias, y se invitaba regularmente a especialistas que pudieran ayudar en las cuestiones que se debatían en cada momento. La participación en el seminario de la escritora catalana Maria Aurèlia Capmany impresionó a todas por la finura de su inteligencia y la amplitud de sus conocimientos. En una nota interna del grupo, Campo Alange escribió: “Si en España se diese el liderazgo político en la mujer, Maria Aurèlia Capmany sería la mejor dotada, entre las que conocemos, para desempeñar este papel”. Uno de los frutos más interesantes del SESM dirigido por Campo Alange fue la encuesta llevada a cabo sobre la juventud femenina en Madrid, publicada como libro en 1967. En el prólogo, la escritora avanza las conclusiones: “Desde el principio se manifestó con evidencia que el mal radicaba en la anticuada, errónea y deficiente iniciación que recibe la niña, no solo en la familia, sino también en los colegios femeninos, especialmente en los
LOS PROBLEMAS DE LA MUJER NO INTERESAN A LAS PROPIAS JÓVENES, SEGÚN UNA ENCUESTA DE LOS AÑOS SESENTA
de segunda enseñanza. Para darnos cuenta del bajo nivel pedagógico de estos centros, basta compararlos, dentro de nuestro propio país, con los colegios de los niños, decididamente superiores”.
Ante la pregunta, capital para Formica, de “dónde crees que está el problema más urgente de la mujer”, el 53,77% contestó que no lo sabía. Para la condesa de Campo Alange, la conclusión de su trabajo, vista la incapacidad de las encuestadas para formular teóricamente los nudos del conflicto, estaba muy próxima a las ideas de Nelken, expuestas en 1920: “Los problemas de la mujer, vistos por ellas desde fuera de los hechos concretos que presencian, no les interesan”. El pesimismo de las autoras de la encuesta es casi absoluto: entre las jóvenes madrileñas falta espíritu crítico y conciencia de la problemática específica de la mujer. Viven al margen.
Ideas contrarias
Es una idea sobre la que había reflexionado ya Lilí Álvarez en 1965 en su prólogo a la edición en castellano de La mística de la
feminidad, de Betty Friedan (“creo que debí ser la primera en España en leer este libro sorprendente”). En él subrayó Álva rez el abismo que separaba al ama de casa española de los años cincuenta de la mujer norteamericana, que se había visto devuelta a la domesticidad, después de unas décadas liberadoras, debido a la presión social ejercida sobre sus expectativas.
La mística de la feminidad, libro que encabezaría a nivel mundial la segunda ola del feminismo, denuncia la inmensa frustración del ama de casa estadounidense, cautiva de un espejismo imposible –la felicidad obtenida únicamente a través del matrimonio–, generándose en su interior “el problema que no tiene nombre”, es decir, una sensación de desesperación ante la falta de verdadera autonomía. La mecha que encendió Friedan con su ensayo prendió como la pólvora.
Lilí Álvarez se contiene en su prólogo y apenas menciona sus convicciones católi
cas, que afloran, sin embargo, en un artículo de la misma época: “Toda mujer, por natural y espontánea conformación, es cuidadora de los suyos y del recinto en donde viven. Eso es lo propio femenino. Tan propio que no hace falta ni hablar de ello. Todos sus talentos innatos van dirigidos al cuidado y al mimo delicado y tierno de los seres y las cosas suyas”. Las había desarrollado unos años atrás en Feminismo y espiritualidad (1964).
Sin duda, la condesa de Campo Alange era menos esclava del dogma católico, que anclaba los derechos de la mujer en el inmovilismo impuesto por la sujeción al varón y que, por tanto, conducía al feminismo a un confuso embudo de ideas contrarias. Eso ocurría con Lilí Álvarez, una mujer que había simbolizado la modernidad y el cosmopolitismo en la sociedad madrileña de los años cincuenta y que, sin embargo, a la hora de ponerse a escribir, quería compaginar sus indudables simpatías hacia la autonomía femenina con el modelo cristiano. La propia vida de Álvarez, como la de Pilar Primo de Rivera, contradecía el modelo que imponía a las demás: ambas eran mujeres independientes, que disfrutaban de una enorme libertad personal (entre muchas otras cosas, Lilí Álvarez fue la primera tenista española en competir en Wimbledon) y ejercían una influencia intelectual incuestionable.
Una nueva generación de mujeres tomó el relevo coincidiendo con el último tramo político de la dictadura franquista, abriéndose a nuevos horizontes de realización. El día en que Lidia Falcón se acercó a la Delegación Provincial de la Sección Femenina de FET y de las JONS en Barcelona y expuso su propósito (“Quiero conocer los principios doctrinales y políticos de la Sección Femenina”), podría decirse que fue el principio del fin. A Falcón, preocupada por obtener datos para su magnífico
LA VIDA DE ÁLVAREZ, CON SU GRAN LIBERTAD PERSONAL, CHOCABA CON EL MODELO QUE IMPONÍA A LAS DEMÁS
estudio Mujer y sociedad (1969), nadie le supo dar las explicaciones que requería, solo algunas revistas atrasadas para que se informara. A la esclerotización progresiva de la institución se había unido el empuje de unas jóvenes que, como la propia Falcón, protagonizarían el rearme del feminismo. ¿De dónde salían?
La victoria de Franco dibujó tres posibilidades: el exilio (opción adoptada, a la fuerza, por las intelectuales más brillantes de la época: Clara Campoamor, Victoria Kent, María Zambrano, Rosa Chacel, Isabel Oyarzábal, Mercè Rodoreda, Anna Murià, Teresa Pàmies, Zenobia Camprubí y un larguísimo etcétera), la cárcel (Soledad Real, Tomasa Cuevas, Juana Doña, Matilde Landa) o el silencio más absoluto, provocado por el miedo e imposible de inventariar, caso de Concha de Marco o María Moliner.
Las otras resistentes
Cuando a María Salvo Iborra –una mujer capturada en 1941, acusada de conspirar contra el Estado y encerrada durante dieciséis años en diferentes instituciones penitenciarias– se le preguntó en 1999, en un documental sobre presas políticas, qué era la cárcel para ella, contestó arrogante: “La cárcel éramos nosotras”. Es un punto de partida, una hipótesis de trabajo, como observa el historiador Ricard Vinyes: analizar la gestación en la cárcel de ese pronombre personal “nosotras”, cuando el objetivo del encarcelamiento político, durante la dictadura franquista, fue precisamente destruirlo, aniquilarlo. No se consiguió, y, a pesar de las muchas mujeres que, de renuncia en renuncia, se desmoronaron en el camino, lo cierto es que en las cárceles españolas las presas políticas siguieron construyendo sus biografías y alentando la rebelión política en la medida de sus escasas, pero firmes, posibilidades. Aquellas mujeres protagonizaron, por ejemplo, las primeras huelgas de hambre en las prisiones de Ventas (1946) y Segovia (1948): “Uno de los tributos más anónimos pagados a la lucha antifranquista, y de los más altos”. A aquellas rebeldes hay que añadir las llamadas por la hispanista Giuliana di Febo “mujeres de preso”, sobre las que
LAS PRESAS PROTAGONIZARON LAS PRIMERAS
HUELGAS DE HAMBRE EN VENTAS Y SEGOVIA
recaía el peso de la fidelidad política en la clandestinidad. Ellas visitaban a sus maridos, hijos o hermanos en las cárceles, asistían a las familias de los detenidos, se juntaban para enviar paquetes de ropa, comida o dinero a los reclusos y tejían redes de solidaridad que son fundamentales para explicar su irrupción en las fábricas y las universidades en el último y agónico tramo del franquismo. Así lo interpreta la catedrática Amparo Moreno Sardá: “Aquella actividad política de las mujeres aparece en las raíces de organizaciones feministas posteriores”. Lidia Falcón, nacida en Madrid en 1935, creció sumida en el silencio. Como hija, sobrina y nieta de mujeres rebeldes, tomó muy pronto conciencia de su situación: la posguerra marginó absolutamente a las mujeres de su familia (una familia sin hombres), postrándolas en unas condiciones de supervivencia en las que el desarrollo de la vida intelectual apenas les fue posible. La madre de Lidia, Enriqueta O’neill (19011972), se había incorporado, junto a su hermana Carlota, a la Compañía de Teatro Proletario, en Madrid, dirigida en los años treinta por el periodista peruano César Falcón, padre de la escritora y abogada. El final de la guerra supuso una dolorosa diáspora. Las dos hermanas, junto a las tres hijas de Carlota y la madre de ambas, la escritora y activista Regina de Lamo, se instalaron en Barcelona, confiando en que el cambio de ciudad borraría las huellas de su militancia política. Regina de Lamo había sido una mujer igualmente inquieta y la matriarca indiscutible de la rebeldía de sus hijas: pianista, profesora de canto, de ideas anarquistas y apasionada del cooperativismo. Había expresado sus ideas feministas en el prólogo a Las reivindicaciones femeninas de Santiago Valentí Camp (1927). A partir de su instalación en Barcelona en 1940 junto a sus hijas y nietas (un total de seis mujeres), mantuvo un perfil bajo, escribiendo novelas sentimentales con el seudónimo de Nora Avante y dando clases de piano para ganarse la vida.
Un cambio generacional
En su libro autobiográfico Los hijos de los
vencidos (1979), Lidia Falcón escribe la historia de estas mujeres, que quedaron barridas por el vengativo derecho de los vencedores de la Guerra Civil, y denuncia las nulas posibilidades que se les ofrecieron para desempeñar la vida intelectual para la que estaban preparadas y que constituía su única vocación. De hecho, la obra de Falcón puede verse como una sostenida reivindicación de su pasado familiar pero también feminista, ubicándose permanentemente a sí misma como eslabón de una cadena de mujeres: “Para nosotras, la condesa de Campo Alange o Mercedes Formica, aun respetándolas por lo que habían hecho, representaban el pasado, y lo que queríamos era superarlo”, me comentaría la abogada y escritora. Será inútil transformar las condiciones de vida de la mujer si, a su vez, no se transforman las del sistema. Este sería el caballo de batalla del feminismo de los años setenta: la denuncia de la vigencia de un “sistema patriarcal” que estaba exigiendo su transformación en beneficio de un sistema más equitativo. Imposible resumir aquí la profusión de iniciativas que mujeres de toda España llevaron a cabo en los primeros y bulliciosos años de la Transición.