Esperpento en Weimar
Acabada la I Guerra Mundial, el paso del Segundo Imperio alemán a la República de Weimar vio sucederse episodios de violencia y absurdo.
Tras su derrota en la I Guerra Mundial, Alemania pasó de II Imperio a República de Weimar. La violencia y el absurdo se mezclaron en esta transición, de la que se cumplen cien años.
ELESPERPENTO DE WEIMAR
Si París era una fiesta, entonces Berlín era una tragicomedia del absurdo. Justo después de que Alemania fuera derrotada en la I Guerra Mundial en noviembre de 1918, se anunció la abdicación del káiser sin que el káiser hubiera abdicado, se proclamó la república sin que existiera la república, se declaró el triunfo de la revolución comunista antes de empezarla y en contra de una de sus líderes (Rosa Luxemburgo), se fue a negociar a Versalles sin que hubiera negociación en Versalles, y el único éxito definitivo de las fuerzas armadas alemanas en la guerra sucedió, paradójicamente, cuando dejaron de ser unas auténticas fuerzas armadas y aplastaron a sus propios compatriotas en Berlín. Karl Marx escribió que “la historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. Pero Marx, como dice el historiador Peter Gay de los grandes pensadores de la Ilustración francesa, no tenía sentido del humor. La farsa está tan unida a la tragedia como a la comedia. Bertolt Brecht, futuro escritor y estudiante de Medicina, lo sabía bien cuando bromeaba sobre su heroico papel en la I Guerra Mundial como técnico sanitario. Describió su trabajo como el de un obrero en una cadena de montaje que tenía la ironía de ser una cadena de desmontaje. “Si el médico me ordenaba ¡ampute la pierna, Brecht!, yo respondía ¡sí, Excelencia!, y le cortaba la pierna”. Y así es como, según él, arreglaba a los soldados para enviarlos al frente lo antes posible. Era, por supuesto, una caricatura siniestra. En octubre de 1918, y a un mes escaso de que los generales alemanes autorizasen un armisticio, el káiser Guillermo II decidió que había llegado la hora de abandonar Berlín. No era un gesto de cobardía, eso nunca. Iba a reunirse con su valeroso Estado Mayor en el Cuartel General Su premo en Spa, que es como se denominaba –muy significativamente– la ciudad belga donde se encontraba. Allí es donde le llamó el canciller, Max von Baden, el 8 de noviembre de 1918 suplicándole que abdicara para evitar una guerra civil. Guillermo II, muy crecido, le amenazó desde su confortable mansión con reconquistar personalmente el país por la fuerza y le echó la culpa del armisticio que el Estado había tenido que pedir a los aliados. Al día siguiente, altos funcionarios de la Cancillería llamaron sin cesar a la residencia del káiser. Había dos líneas de teléfono: una estaba desconectada y la otra comunicaba. Von Baden, que debía de ver por la ventana cómo el gentío, en plena huelga general, empezaba a rodear con cara de pocos amigos la sede de su gobierno, decidió proclamar unilateralmente la abdi
EL CANCILLER LLAMÓ AL KÁISER SUPLICÁNDOLE QUE ABDICARA PARA EVITAR UNA GUERRA CIVIL
cación del monarca. Guillermo II, antes de tomar un tren que lo llevaría a un refugio en Holanda, todavía reservó unas palabras para la historia: “¡Traición, señores! ¡Una traición ultrajante y descarada!”.
Y de descaro sabían mucho los marineros amotinados que ocuparon el palacio del káiser en noviembre y tuvieron la desfachatez de pedir un rescate por él después de saquearlo. Estos marineros eran el subproducto más izquierdista y revolucionario de los motines que habían estallado en octubre en los puertos del mar del Norte. A diferencia de las otras unidades militares, buena parte de la Marina –con la excepción de embarcaciones ligeras y submarinos– estaba muy fresca, porque, por culpa del bloqueo naval británico, no había entrado en combate más que una vez (en la batalla de Jutlandia). A finales de octubre, sus altos oficiales en Wilhelmshaven y Kiel les dijeron que se lanzasen a romper el bloqueo en una misión suicida que, probablemente, les presentaron como una última (y primera, para muchos) gran batalla. Los marineros, que no estaban para tragedias griegas, se negaron y terminaron imponiéndose. La revuelta se extendió a todos los puertos del mar del Norte, y algunos de sus protagonistas, que integraban la División Popular de la Marina, recorrieron cientos de kilómetros hasta Berlín y acabaron alojándose, por la fuerza, en el otrora Palacio Imperial.
Pongámonos serios: hagamos el ridículo
La seriedad implacable del palacio sería profanada, aquel invierno, hasta convertirlo en el escenario de una ópera bufa. Los marinos insurgentes demandaron 125.000 marcos al gobierno a cambio de “custodiar” el mismo edificio que estaban expoliando. Después de recibir su merecida compensación, algo más adelante exigieron, cómo no, un bonus de Navidad, y, cuando el ejecutivo se negó, tomaron directamente la sede de la Cancillería. En el mismo inicio de la “okupación”, en noviembre, de la ahora irreconocible re sidencia del káiser tuvo lugar la “coronación” del líder comunista Karl Liebknecht. Fue entonces cuando, con la solemnidad propia de una toma de posesión ante la prensa internacional, entró en el dormitorio de Guillermo II, se desnudó hasta quedarse en su raída ropa interior invernal y se metió en la cama del monarca. De repente, se escuchó un tremendo crujido, y muchos de los corajudos marineros que lo acompañaban salieron corriendo por miedo a fantasmas y espíritus. Los pesados libros que había depositado en la mesilla de noche –¡literatura revolucionaria!– habían terminado derribándola y estampándola heroicamente contra el suelo. Eran buenos augurios para la revolución. La pluma sería más poderosa que la espada y más pesada que un tanque. Liebknecht había protagonizado hacía pocas horas otra situación casi increíble, pero, en este caso, lo había hecho por omisión. Philipp Scheidemann, un alto cargo socialdemócrata, se encontraba tomando una agradable sopa de patata en el Reichstag
y le sobresaltaron diciéndole que Liebknecht estaba proclamando una república soviética alemana desde el balcón del Palacio Imperial. Eso no podía ser, había que evitarlo, debió de pensar Scheidemann. Así que, entre los ánimos y exigencias de los presentes, salió al balcón del Reichstag y proclamó la república democrática alemana sin la menor legitimidad para hacerlo. No podía saber que su rival comunista todavía no había tenido tiempo ni de meterse en la cama del káiser.
La ira del jefe de Scheidemann en el Partido Socialdemócrata, Friedrich Ebert, fue monumental, pero este no tardaría en dejar de sentirse desplazado, porque Max von Baden le entregó la Cancillería menos de una semana después. Ebert fue el que tuvo que lidiar con los marineros amotinados, pedir a los militares que intervinieran y constatar que, a pesar de que habían sido capaces de recuperar el grueso del Palacio Imperial de las garras de sus “custodios”, el Ejército era una institución en franca descomposición. Cuenta Otto Friedrich en su genial Before
the Deluge que, según llegaban las divisiones derrotadas a Berlín y ejecutaban el desfile de rigor, los soldados daban las buenas tardes a sus superiores y se iban a sus casas. O se entregaban a los muchos pecados de la noche de Berlín. O incluso, a veces, seguían perteneciendo al Ejército, pero reventándolo por dentro con constantes insubordinaciones. En cuanto al Estado Mayor, baste decir que el poderosísimo mariscal Hindenburg y los otros no reunieron el valor para ir ellos mismos a firmar el armisticio con los aliados. Enviaron en octubre de 1918 a Matthias Erzberger, un político –y civil– que había sido crítico con la guerra desde 1917 y al que habían llamado “derrotista”. Erzberger fue asesinado “por traidor” en 1921 por unos paramilitares. Hindenburg accedió a la presidencia del gobierno alemán en 1925.
Fuerzas de (in)seguridad
Las Fuerzas Armadas como tales se habían desdibujado hasta la caricatura en 1918, al mismo tiempo que las calles se llenaban de disturbios y la policía no sabía a quién obedecer. Emil Eichhorn, un influyente líder del Partido Independiente Socialdemócrata, se había presentado en la sede de la policía en Alexanderplatz y se había autoproclamado delante de los agentes como su nuevo jefe. Después, había procedido a abrir las celdas de 650 reclusos y, con el paso de los meses, se había hecho fuerte en la institución y llegó a declararla “neutral” ante según qué incidentes. Friedrich Ebert necesitaba imponer el orden en Berlín y nombró a Gustav Noske ministro de Guerra, pero... ¿de qué guerra?, podría haber preguntado el nuevo funcionario con fingida sorpresa. Pues de la que estaba empezando a librar Alemania consigo misma. Un conflicto en el que sabía que no podía recurrir al ejército regular y donde, por eso mismo, apostó por los Freikorps, un grupo de paramilitares que durante algunos meses hizo las veces de fuerzas armadas. Muchos de sus miembros eran exsoldados cuidadosamente escogi
dos por el general Ludwig Maercker. Fue una escisión de los Freikorps la que asesinó a Matthias Erzberger.
Estos paramilitares disfrutaron de una tétrica barra libre, por ejemplo, durante la ley marcial que se promulgó en enero de 1919, y fueron los encargados de combatir en las calles de Berlín el fuego con fuego, el crimen con crimen y la revolución con reacción. Los salvadores de la patria suelen acabar secuestrándola, y así, Noske, que fue ministro de la República de Weimar e impulsor de su democrática constitución, recibió de ellos en su momento la propuesta de dar un golpe de Estado y convertirse en dictador. Dijo que no, pero ¿acaso los Freikorps no se habían ganado el derecho a ofrecérselo después de aplastar en enero las revueltas lideradas por los espartaquistas Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo? Liebknecht, en contra de las inteligentes presiones de Rosa Luxemburgo y de la propia estrategia del Partido Comunista que decía respetar, declaró el 4 de enero, enfervorecido y desde el balcón de la sede de la policía, que el gobierno estaba depuesto. No había empezado la revolución y Liebknecht ya la había culminado con éxito. Además, creó un comité revolucio nario y anunció una gran huelga general, que se prolongó desde el día siguiente hasta el 12 de enero. Se le fue de las manos. Cientos de miles de personas inundaron las calles en medio de salvajes disturbios, y tanto Liebknecht como Luxemburgo, que tuvo que echarse finalmente al monte aunque sabía que era una lucha descabellada, fueron capturados y asesinados después de la preceptiva tortura brutal en el siniestro Hotel Eden, sede improvisada de la Guardia Montada, una unidad de los Freikorps. En ambos casos, Ebert exigió una investigación que, por supuesto, solo se tradujo en la condena de un soldado raso por intento de asesinato y de un teniente al que se acusaba de la manipulación indebida de un cadáver.
Hubo más situaciones esperpénticas. Para empezar, nadie fue capaz de explicar por qué Wilhelm Pieck, el tercer prisionero que había sido arrestado con los dos grandes líderes espartaquistas, no había corrido la misma suerte que ellos. Pieck llegaría a convertirse en el primer presidente de la Alemania Oriental. Qué dijo y qué no para salvarse parecen preguntas razonables. Además, los oficiales que se llevaron en coche del Hotel Eden –un nombre de broma macabra para un lugar de pesadilla– a Liebknecht y Luxemburgo, aún vivos pero muy malheridos, se inventaron historias descabelladas para justificar su ejecución. El motivo principal fue no asumir responsabilidad alguna, pero no hay que descartar también la vergüen
LOS FREIKORPS FUERON LOS QUE COMBATIERON EN BERLÍN LA REVOLUCIÓN CON REACCIÓN
LA DEMOCRACIA DE WEIMAR NACIÓ Y MURIÓ DE LA MANO DE LOS PARAMILITARES: DE LOS FREIKORPS A LAS SA
za por haber propinado tal paliza a Luxemburgo que las limpiadoras del hotel se quedaron horrorizadas.
Paramilitares literarios
Así, los paramilitares contaron, con admirable talento narrativo, que Liebknecht había intentado escaparse. Asombroso, teniendo en cuenta el estado de un hombre que, seguramente, no podía caminar solo y mucho menos correr. Luxemburgo, cuya lesión de cadera y consiguiente cojera desde la infancia eran de sobra conocidas, había huido con éxito, según ellos, gracias a una amenazante turba de espartaquistas que habrían interceptado el convoy. Durante un tiempo, más de un berlinés creyó que estaba escondida en algún lugar y que reaparecería, casi de forma mesiánica, para liderarlos de nuevo. Gustav Noske, el ministro de Guerra y responsable de los Freikorps, aseguró que a él nadie le había informado de nada. ¿También a él –como a Liebknecht– se le habían ido los suyos de las manos? El capitán Waldemar Pabst, que había decretado las ejecuciones, se limitó a afirmar más ade lante que lo había hecho con arreglo a la ley marcial, un argumento que, extrañamente, le sirvió a él para evitar la condena, pero no a dos de los subordinados que habían cumplido sus órdenes.
Los alemanes, aparentemente hartos de disturbios sangrientos, dieron la victoria al Partido Socialdemócrata de Ebert en las elecciones, otorgándole casi el 40% de los votos y 163 escaños. Solo habían pasado días desde las revueltas. La nueva legitimidad de Ebert se sostenía en su abultadísimo éxito en las urnas, sí, pero también en que los partidarios del káiser se habían tenido que conformar con 44 escaños y en que la única de las formaciones políticas que había impulsado las revueltas y que había concurrido a las elecciones, el Partido Independiente Socialdemócrata, se
había quedado en 22. Los comunistas habían decidido no participar. Las mujeres, por primera vez, pudieron elegir a sus representantes en las urnas.
El siguiente paso iba a ser promulgar una constitución que iniciase la etapa democrática, en parte porque lo exigía la población y en parte porque esperaban convencer a los vencedores de la I Guerra Mundial de que Alemania había cambiado y de que era injusto castigarla igual que si no lo hubiera hecho. Por eso, más adelante, los de Ebert enviaron emisarios a Versalles pensando que había algo que negociar. Los aliados, que ralentizaron perversamente la marcha de su tren para que vieran la devastación que habían provocado sus tropas en Francia, se limitaron a decirles a todo lo que tenían que renunciar si no querían que les invadieran el país. Podéis perderlo todo o casi todo. Decidid. Desde febrero hasta agosto de 1919, se reunió la Asamblea Constituyente para discutir, elaborar y promulgar la nueva carta magna con la que nacería la República de Weimar. Su nombre dice mucho de esta era consagrada a la ironía y el esperpento. La localidad de Weimar fue elegida porque estaba asociada a grandes figuras de las letras alemanas y universales como Goethe o Schiller, y el teatro donde se celebraron las reuniones había estrenado hacía no tanto tiempo Lohengrin, la ópera de Richard Wagner, bajo la batuta del inigualable Franz Liszt. Esa era la parte bonita de la explicación. La parte fea es que también se eligió Weimar, a más de doscientos kilómetros de Berlín, porque era una localidad más fácil de defender militarmente. Y no se equivocaron, porque los Freikorps aplastaron en marzo otra revuelta en Berlín, esta vez liderada por Leo Jogiches, líder del Partido Comunista y antiguo amante de Rosa Luxemburgo. Jogiches intentó, ingenuamente, organizar una huelga general pacífica, pero los suyos también se le fueron de las manos, asaltando, por ejemplo, la sede de la policía en Alexanderplatz. El gobierno dio poderes prácticamente dictatoriales a Noske sobre Berlín para que acabara con ellos. Y lo hizo con gusto. Lo que nos lleva a una inquietante verdad. Los Freikorps fueron los que blindaron con sus fusiles el perímetro de la localidad donde nacería la nueva constitución que garantizó amplios derechos civiles y sociales y, con ella, la República de Weimar. También fueron los que, mientras Ebert y los demás hablaban de ley, democracia y justicia, reprimían, asesinaban y torturaban a los violentos huelguistas con poderes y prácticas dignas del káiser. Aparentemente, solo se pudieron garantizar los derechos humanos con la inestimable ayuda y protección de algunos de sus más fervientes violadores. La democracia de Weimar nació y murió de la mano de los paramilitares. En 1919 fueron los Freikorps. En los años treinta fueron las SA, o camisas pardas de Adolf Hitler.