Primera plana
EL JAPÓN DE AKIHITO
El emperador dejará este año el trono tras ver el paso de la eufo- ria económica a la larga deflación.
Cuando el emperador Akihito, que está a punto de abdicar, asumió el trono de Japón en 1989, heredó los mandos simbólicos de una superpotencia económica con posibilidades de rebasar a Estados Unidos en el pináculo mundial. La Unión Soviética, mientras tanto, reventaba por dentro, y la China comunista se parecía más a una bella eternamente durmiente que a un coloso abrumador. Hay una historia de Japón antes y después de 1989: la que narra, casi al oído, el auge y caída de otro imperio que parecía invencible. Akihito ya no será el emperador de Japón el próximo 1 de mayo. Se cierra así una etapa demoledora para la autoestima de la orgullosa nación de los samuráis, aunque es verdad que el contexto ha cambiado últimamente gracias a las políticas de crédito barato, estímulos fiscales y reducción
LA DURACIÓN MEDIA DE LOS PRIMEROS MINISTROS JAPONESES DESDE 1989 NO LLEGA NI A LOS DOS AÑOS
regulatoria del actual primer ministro Shinzo Abe, bien rociadas con el acelerante del desplome del precio de los combustibles fósiles y las velocísimas corrientes de la recuperación económica mundial. De hecho, según los analistas de Morgan Stanley, Tokio ha dejado atrás la deflación, las empresas aumentan con alegría su inversión productiva, la productividad nacional se encuentra entre las mayores de las grandes economías mundiales y hasta la bomba demográfica de su envejecidísima población puede ver sus efectos reducidos gracias a inversiones millonarias en automatización e inteligencia artificial. Toda la euforia sobre la recuperación japonesa es directamente proporcional a la espectacular depresión económica que asedió al país durante más de dos décadas. Decretó el hundimiento del 80% de la bolsa entre 1989 y 2003, la acumulación de una deuda pública sobre el PIB equivalente a la de Inglaterra tras las guerras napoleónicas y la duplicación de la tasa media de paro de los decenios anteriores a la hecatombe. La duración media de los primeros ministros nipones desde 1989 no llega ni a los dos años.
Para volcar un kilo de sal en la herida abierta, esto sucedía mientras China, su archirrival, dejaba poco a poco el aislamiento y la vergüenza de Tiananmén y emergía como la segunda potencia mundial y la primera de Asia. Y mientras el poder de su guardaespaldas, Estados Unidos, asediado por una guerra en dos frentes (el de la crisis financiera que le estalló en las manos en 2007 y el de las tragedias de Irak y Afganistán), daba sus primeras señales de agotamiento. Tokio, por primera vez desde la II Guerra Mundial, tendría que aprender a defenderse solo.
Y eso exigirá, probablemente, la creación de un amplísimo ejército dispuesto a intervenir masivamente en el extranjero, algo que prohíbe la interpretación vigente de la Constitución japonesa que impuso el primer ministro Shigeru Yoshida en los años cincuenta. Yoshida se ha convertido en un héroe nacional porque tuvo la habilidad de construir una estrategia política que heredaron y desarrollaron casi todos sus sucesores hasta los años noventa. Es natural. No irritaba ni a conservadores ni a progresistas, aunque no les encantase ni a unos ni a otros, porque afirmaba al mismo tiempo que Japón jamás dejaría de ser aliado de la principal potencia capitalista y que muy rara vez la acompañaría en sus aventuras bélicas. En paralelo,
su estrategia también pasaría por movilizar todos los esfuerzos políticos y presupuestarios para multiplicar la prosperidad y el bienestar de su población con la misma pasión con que se los había movilizado para hacer la guerra.
Sueños de grandeza
Esto último ayudaría, además, a canalizar toda la furia identitaria y nacionalista de un imperio derrotado en una misión histórica: su coronación como una superpotencia comercial implacable que exigiría la apertura de los mercados de los demás mientras se resistía a abrir el suyo. Aquello permitiría financiar un ejército imbatible cuando hiciera falta, porque así había sido en la Revolución Industrial del siglo xix y así volvería a ser cuando lo decidieran los japoneses.
El sueño del milagro económico se hizo realidad gracias a una comunión entre las empresas, la población y los burócratas en dos fases muy diferenciadas: de 1955 a 1972 y de 1973 a 1989. Hay que recordar que, en vez de una economía planificada, los nipones optaron por un marco de fuertes incentivos que convencieron a firmas,
EL MILAGRO ECONÓMICO SE LOGRÓ GRACIAS A UNA COMUNIÓN ENTRE EMPRESAS, POBLACIÓN Y BURÓCRATAS
ahorradores y consumidores de que les salía mucho más rentable seguir las indicaciones del gobierno que no hacerlo. En la primera fase se produjo una enorme intervención de los bancos –guiados por el Estado– para canalizar créditos e inversión a industrias estratégicas y campeones nacionales que generaron millones de puestos de trabajo relativamente bien remunerados y casi vitalicios y, en consecuencia, un fabuloso éxodo rural. Ellos fueron los grandes responsables de que emergiera una amplia clase media urbana ya en los sesenta, una clase media que, por cierto, prefería ahorrar a consumir, por patriotismo y porque el Estado lo incentivaba.
Los bancos volvían a convertir estos ahorros en créditos e inversiones hacia las
industrias estratégicas, que creaban más prosperidad y empleo para la clase media y cerraban el círculo virtuoso. Es verdad que la obsesión con la prosperidad que proporcionaban las fábricas eclipsó durante años sus escándalos ambientales, las connivencias entre los bancos y los clientes corporativos de los que dependían, los bajísimos dividendos (las empresas no recompensaban a unos accionistas a los que apenas necesitaban para financiarse) y las ineficiencias típicas de quien recibe el dinero casi regalado en la ventanilla de la sucursal.
El gobierno manipuló sin pudor el tipo de cambio, la inversión extranjera y los intercambios comerciales hasta donde se lo permitieron sus homólogos en otros países. Los políticos devaluaron el yen todo lo que pudieron para facilitar las exportaciones, aunque perjudicasen a los mercados de destino, limitaron las importaciones y redujeron la rentabilidad de los depósitos que tenían que pagar los bancos a sus clientes.
Por supuesto, se facilitaban las importaciones de materias primas y de productos extranjeros que la industria nipona quería copiar y vender más baratos con algunas mejoras. Esas importaciones y la apuesta por las exportaciones fueron claves para aumentar la competencia y limitar el impacto de las ineficiencias y el compadreo con los políticos. El sector que no sufrió la presión de la globalización no tuvo la misma suerte, y los salarios y la productivi dad siguieron siendo relativamente bajos. De todos modos, no conviene exagerar. Se impusieron férreas cuotas sobre toda inversión extranjera que pudiera significar una competencia sustancial para los negocios japoneses, y, en cambio, se ofrecía a las multinacionales instalarse en el país creando una sociedad conjunta en la que el inversor local tuviera la mayoría de las acciones y las empresas niponas pudieran aprender y copiar más fácilmente los procesos de sus rivales. Es cierto que, avanzados los sesenta, y cuando las industrias estratégicas niponas ya eran capaces de enfrentarse a sus competidores internacionales, el gobierno aligeró, intensa pero gradualmente, las restricciones y discriminaciones sobre
las inversiones y las importaciones. También limó el trato de favor a las exportaciones aceptando que el yen cotizase a lo que dijeran, más o menos, los mercados internacionales, en vez de a lo que quisiera un banco central interesado en abaratarlo. Los japoneses dejaron de ser tan ahorradores y convirtieron el consumo de los hogares en el principal motor de la economía nacional.
Los resultados de esta primera fase del milagro económico jamás se repetirían. Las mejoras en el bienestar de la población, que atizaron el crecimiento y la financiación de nuevos servicios públicos, aumentaron la esperanza de vida en 11 años en los hombres y 14 en las mujeres. El despegue de la educación permitió, por ejemplo, que la proporción de universitarios se triplicara. En 1973, la renta per cápita de los japoneses, potencia derrotada en la II Guerra Mundial, había crecido tanto que representaba el 95% de la renta per cápita de una potencia vencedora como el Reino Unido.
Ricos antes de arruinarse
Precisamente 1973, sobre todo por culpa de la crisis del petróleo, marca el inicio de la segunda fase del milagro económico japonés, la que empezó con un éxito asombroso y terminó con el desastre de la burbuja. La economía nipona mitigó el impacto de la crisis por tres motivos: las industrias en general dieron un salto olímpico en eficiencia energética; la in dustria pesada, la que más gas y petróleo consumía, había reducido su peso en el PIB a la mitad desde 1955; y, por último, el sector servicios ya representaba casi el 50% de la renta nacional. Aunque se produjo un ajuste con las crisis petroleras de 1973 y 1979, los empleos casi vitalicios se mantuvieron como un rasgo cultural, y la economía siguió arrojando cifras de crecimiento altas, pero mucho menores que las de la fase anterior. Otras cosas sí que cambiaron. Por un lado, grandes consensos nacionales como el de Yoshida y sus sucesores ya empezaban a ser más la excepción que la regla. Por otro, el país comenzó a configurarse como una superpotencia de la electrónica, la automoción y los semiconductores muy capaz
de innovar sin copiar. Y, por fin, los bancos perdieron su monopolio frente a los mercados de capitales a la hora de financiar a los imperios corporativos. Lamentablemente, el sistema que tantos éxitos había cosechado albergaba en su seno las semillas de su destrucción. Las grandes empresas se habían acostumbrado a prestar más atención a las relaciones con los empleados vitalicios, los proveedores y las instituciones que a sus propios balances. Cuando reemplazaron en parte a los bancos por los mercados de capi tales, las entidades financieras perdieron su capacidad para imponerles equilibrio y sobriedad en sus cuentas. El estallido de la burbuja sorprendería a las empresas con los pies de barro.
Quizá lo más corrosivo fue que los bancos intentaron cubrir el vacío que les habían dejado las grandes corporaciones asumiendo riesgos altísimos, por ejemplo, con los promotores inmobiliarios. Por supuesto, los riesgos que asumieron se agravaron brutalmente cuando Japón aceptó en 1985 la depreciación del dólar que impuso el Acuerdo del Plaza, que alimentó una revalorización fabulosa del yen. Muchos de los que tenían dólares empezaron a cambiarlos a yenes comprando acciones del Nikkei o inmuebles en Tokio, ambos denominados en la moneda ni pona. Con un yen disparado por el incendio de la demanda, las exportaciones japonesas multiplicarían sus precios de la noche a la mañana y perderían su competitividad a velocidad récord.
Por eso, el banco central intervino con fuerza para abaratar el precio del dinero en 1986 y 1987, lo que hundió el precio de los créditos que concedían las entidades financieras. Las compras frenéticas de inmuebles se multiplicaron y la valoración del Nikkei, que escaló de 13.000 a 26.000 puntos, enloqueció con la euforia de los especuladores extranjeros y de los inversores locales. Muchos se hicieron ricos antes de arruinarse. La burbuja en 1988 era tremenda, parecía imparable, y corría el riesgo de llevarse por delante el sistema financiero y también a muchas grandes empresas con balances frágiles.
En enero de 1989, Akihito asumía el trono de una superpotencia económica inmersa en una fortísima marejada de euforia especulativa. El primero sería el último año de euforia que viviría en su reinado. Aunque se habían desplegado nuevos impuestos para reducir la riada de dinero y el banco central había subido con fuerza el precio del crédito para desinflar la burbuja, los precios de los inmuebles solo se debilitaron claramente en Tokio y alrededores, y el Nikkei de diciembre de 1989 se quedó al borde de triplicar su valoración de 1986. Era el fin: en 1990 se desplomaría un 35%, y en 1991 llegaría el hundimiento del ladrillo. El sueño del milagro económico había creado su propia pesadilla.
EL PRIMER AÑO DEL REINADO DE AKIHITO SERÍA EL ÚLTIMO DE LA EUFORIA ECONÓMICA DE JAPÓN