Entrevista
DIEGO CARCEDO
En su nuevo libro, el veterano periodista recuerda sus coberturas de episodios escalofriantes.
El miedo tiene muchas caras. Y nadie como un periodista con la trayectoria de Diego Carcedo (Cangas de Onís, 1940), actual presidente de la Asociación de Periodistas Europeos, para relatar en primera persona casi una veintena de episodios que le han llevado a toparse con él. De Camboya a Perú, de Cisjordania a Uganda, Carcedo ha sido testigo de guerras, revoluciones y catástrofes naturales. Reportero y corresponsal de referencia durante largo tiempo en Televisión Española, en su nuevo libro, Sobrevivir al miedo (Península, 2019), ofrece un recorrido por los principales conflictos de los últimos cincuenta años a través de experiencias de alto voltaje, tanto en lo profesional como en lo humano.
¿Qué hay de cierto sobre la hermandad entre reporteros, lo que Manu Leguineche denominó “La Tribu”?
Enfrentar dificultades, junto a la soledad que a veces se siente, une mucho. En los conflictos armados se generan amistades que perduran. Es frecuente reencontrarse con colegas de esta misma especialidad. Manu Leguineche, que gozaba de mucho prestigio por su profesionalidad y condición humana, definió así esta cordialidad casi familiar que se crea.
¿Cómo ha cambiado en estos años el perfil del reportero con Internet?
El perfil del reportero ha cambiado mucho con Internet, sin duda. Las nuevas tecnologías, como la propia red, los teléfonos móviles, el vídeo o la comunicación por satélite, facilitan mucho tanto el seguimiento de las noticias como su envío a las redacciones. Hoy es perfectamente posible emitir una guerra en directo. Claro que estas facilidades exigen más al periodista en sus coberturas.
Uno de sus reportajes, el de los curanderos de Manila, batió índices de audiencia en su momento. ¿Cómo se prestó a servir de “cobaya” para cubrir la noticia?
Me presté, sí. Y bien que lo siento, porque no conseguimos revelar el misterio de aquellas “curaciones”. Fuimos a Filipinas a demostrar que todo era falso y regresamos con las mismas dudas. En el último momento, frustrados por no saber en qué consistía aquella especie de milagro, me presté como cobaya, me asusté viendo cómo brotaba la sangre de mi abdomen, pero terminé sin saber qué me habían hecho. El reportaje fue un éxito, pero mi trabajo, un fracaso. Usted ha sorteado mil fronteras, pero ¿cuál recuerda con más riesgo para su integridad? Crucé varias fronteras sorteando prohibiciones y cometiendo irregularidades. Pero la que me resultó más arriesgada fue la de Nicaragua y Honduras en la ca-
rretera Panamericana, cuando iba a cubrir la llamada guerra del Fútbol entre Honduras y El Salvador.
La frontera estaba cerrada, y el conductor nicaragüense que me llevó resultó ser un delincuente que, aprovechando que me había quedado dormido, intentó matarme con un hierro. Por fortuna, desperté a tiempo para agarrarle por el brazo, forcejear con él y arrebatarle la barra de hierro que enarbolaba. Todavía recuerdo las luces de los faros del coche en la oscuridad de la selva.
Con el hierro en mis manos, fui yo, durante interminables kilómetros, quien amenazó al conductor para que no se detuviera. Al llegar al paso fronterizo, sería un guardia quien, alertado por él, intentara intimidarme. Crucé a pie el paso sin escuchar sus amenazas, pero convencido de que en cualquier momento me dispararía por la espalda.
¿Cómo vivió aquella guerra del Fútbol?
Era muy joven y muy inexperto. Fue una guerra pequeña, aunque dejó muchos muertos. Yo pasé bastantes penalidades durmiendo al raso, viendo pasar por encima los cañonazos e intentando subsistir en unos momentos en que escaseaba todo. Me quedó como recuerdo una bala que impactó a mi lado y la barba que, al cuarto o quinto día de pelearme con ella, no conseguí afeitarme. Ya no me la quité.
¿Qué le impactó más de su entrevista con el excéntrico y cruel Idi Amin, el presidente de Uganda?
Todo, porque era un personaje tan cruel como esperpéntico. Desde el hecho de que declarase una semana de fiestas en honor del equipo de TVE hasta el de hacerme portador de un mensaje de jefe de Estado a jefe de Estado para el “rey Franco”, como reiteradamente denominaba al dictador español, ofreciéndole su intervención en el conflicto del Sahara Occidental, que España todavía administraba.
¿Qué lleva en la maleta un reportero?
Imagino que cada uno llevará cosas distintas. Yo llevaba siempre una cámara de fotos, que casi nunca usaba porque soy muy mal fotógrafo, y libros para los ratos libres... ¡Ah! Y una pequeña máquina de escribir, porque hace mucho que se me olvidó escribir a mano.
Define el 29 de abril de 1975 como el día más largo de su vida. ¿Cómo vivió el pánico que se adueñó de las calles de la antigua Saigón?
Se me viene a la mente la palabra apocalíptico. Pero quizá sea un término exagerado. Fue una jornada de angustia por la sobrevivencia. El drama que siempre genera una guerra elevado a la enésima potencia. La tensión personal no daba margen a sentir compasión por aquel espanto colectivo que, entre la violencia y la confusión, estaban viviendo los sufridos habitantes de Saigón. El objetivo de centenares de miles de personas era huir, y en ese empeño la lucha resultaba estremecedora. Los últimos periodistas y diplomáticos que quedábamos en la ciudad permanecimos más de doce horas en un autocar de los marines norteamericanos encargados de evacuarnos. Ellos, a tiro limpio y arrasando con cuanto nos salía al paso, nos acercaron a las inmediaciones de la embajada de Estados Unidos, rodeada por doscientas mil personas exigiendo ser evacuadas. Cuando, agotado y angustiado, me encontré frente al portón trasero del edificio y desde lo alto me lanzaron una cuerda para izarme al interior, me desmayé. Fueron unos instantes de los que apenas recuerdo nada; solo que pensé: “Hasta aquí hemos llegado”. Los gritos de un compañero desde lo alto de la valla me devolvieron a la realidad.
Usted, que ha visto el horror cara a cara, ¿sigue creyendo en la condición humana?
Sí, yo sigo creyendo en la condición humana, aunque muchas veces la condición que reflejan algunos humanos la deja muy mal parada. Me cuesta creer que el ser humano sea malo por naturaleza, pero la verdad es que he vivido muchos momentos en que lo parece.
¿Cómo fue para un periodista de su talla, curtido en mil batallas, vivir el 23-F en la distancia?
Creo que como para cualquier demócrata español. Aunque fuera de España, tuve la oportunidad de seguirlo en directo. Y sufrirlo con una mezcla de indignación, miedo a lo que podría haber pasado y bochorno, mucho bochorno. El espectáculo brindado por Tejero y su banda es la peor imagen que me quedó de España.
¿Le asaltan pesadillas después de ser testimonio de tantas experiencias dramáticas?
Sí, pese a los años que van transcurriendo. Simplemente, hay escenas, miedos y recuerdos que el tiempo no borra. No siempre, pero aún hay noches en las que sueño con momentos que creía olvidados. Y ninguno bueno. Al regreso de Vietnam, el médico me recetó pastillas para dormir y ya nunca las he abandonado.
¿Cuál es para usted el peor de todos los miedos?
En el acto, el que te deja un peligro recién superado, como puede ser el silbido de una bala que te pasa cerca o el de un bombardeo que te pilla en medio. El temblor de piernas resulta horrible. Pero, personalmente, el peor es el miedo a la propia conciencia, el recuerdo de actuaciones mías en determinadas circunstancias por las que me siento mal.
A veces, cuesta mucho separar el trabajo de periodista de la reacción humanitaria. Pero el tiempo no permite asumir plenamente esa opción. Y que conste que yo nunca maté ni agredí a nadie, no llevé jamás pistola ni la disparé, no fui a juicio ni se me acusó de nada grave, pero me gustaría borrar algunos recuerdos de los que no me siento orgulloso. Y el libro recoge alguno, no todos.