ERASMO NOS MINTIÓ
Con un nombre que tradicionalmente ha sido un sinónimo del humanismo, ¿quién podía imaginarse que Erasmo fuese de todo menos tolerante?
El humanista defendía elevados valores, pero no los practicaba.
La figura de Erasmo de Róterdam (1466-1536) está llena de connotaciones positivas. El humanista holandés encarna valores como la integridad, el pacifismo, el ansia de conocimiento propia del esplendor renacentista. Pero... ¿y si esta imagen estuviera en flagrante contradicción con el personaje de carne y hueso? El librero Carlos Clavería saca a la luz las contradicciones entre el autor y la obra en un provocativo estudio. En Erasmo, hombre de mundo (Cátedra, 2018), el gran pensador aparece a la luz de todas sus miserias. Fue pendenciero, misántropo, impertinente, borrachín... Tuvo, sin embargo, un talento incomparable para autopromocionarse y difundir la imagen opuesta, la de un hombre desinteresado, amigo fiel y amante de la verdad. Resulta interesante que un autor tan asociado con la idea de tolerancia pudiera ser tan injurioso con los demás. En cierta ocasión en la que un editor publicó una obra adversa, su reacción fue atacarle con toda la artillería. De su boca salieron sapos y culebras casi literalmente: “Si tiene hijos que alimentar, ¡que mendigue!, ¡que prostituya a su mujer!, pero que no publique libros que atentan contra mí”.
En medio de la vorágine
Alguien que le conocía bien dijo que podía ser un hombre útil en tiempos de paz, pero no en medio de una guerra. El juicio era exacto. En el conflicto entre la Iglesia católica y el incipiente protestantismo, intentó nadar y guardar la ropa. Estaba de acuerdo en algunos puntos con las críticas a la religión oficial, pero no como para romper con la obediencia al papa. Eso no impidió que le acusaran de ser el responsable intelectual de la Reforma: “Usted puso el huevo y Lutero lo empolló”. Al parecer, su respuesta fue igualmente irónica: “Sí, pero yo esperaba un pollo de otra clase”. Erasmo pecó muchas veces de cobardía, como cuando no hizo nada para defender a su amigo Tomás Moro, sometido a juicio por oponerse al divorcio de Enrique VIII de Inglaterra. Tomó entonces partido por el rey, al igual que en otras circunstancias se decantará por el más poderoso. Ni siquiera intentó ponerse en contacto con la familia de Moro para ofrecer una palabra de consuelo. Tras la ejecución del inglés, apenas salió de su pluma un breve comentario en el que vino a decir, con lenguaje florido, que él se lo había buscado. Por ser tan imprudente como para meterse en un peligroso asunto teológico, en lugar de dejar la cuestión a los especialistas. Pese a sus múltiples defectos, el autor de
Elogio de la locura poseía un alto concepto de sí mismo, como todos los ególatras. Por eso, en su testamento dejó una fuerte suma para la publicación de sus obras completas en edición de lujo. El dinero para los pobres venía después de esta prioridad y de la parte dedicada a los amigos. Bueno, a aquellos que conservó, porque en el camino perdió a muchos después de que dejaran de serle útiles.
¿Dónde queda, visto todo esto, el “hombre justo, auténtico y sin prejuicios”? Estas palabras las utilizó uno de sus biógrafos, el austríaco Stefan Zweig. Carlos Clavería, con gran acopio de documentación, destroza esta imagen. Su investigación recupera la vertiente más oscura de un Erasmo poseído por la duplicidad. Quería estar a bien con romanos y cartagineses, así que a la larga solo conseguiría ganarse más y más adversarios. No obstante, gracias a la magia de su pluma, se labró una imagen de intelectual excelso, sin conexión con las mezquindades humanas.