En el foco
EL NARCO EN COLOMBIA
El impacto del cultivo y el tráfico de drogas en la población.
Otra película de narcos colombianos? El comentario es habitual, y responde a la abundante producción audiovisual sobre el tema, por más que los cineastas de aquel país no se prodiguen en él. ¿Incapacidad para abordar una problemática demasiado cercana? Para romper todos los tabúes, la productora Cristina Gallego y el director Ciro Guerra, que obtuvo una nominación al Óscar con el drama El abrazo de la serpiente (2015), han filmado Pájaros de verano, en los cines españoles desde finales de febrero. La película aborda el auge del tráfico de droga en los años setenta desde la óptica de Rapayet Abuchaibe, un indígena wayú al que interpreta José Acosta. Los diálogos están rodados en wayuunaiki, el idioma nativo. Esta recreación de un mundo de corrupción y violencia pretende ser una metáfora de la historia reciente de una nación que carga con el (no siempre merecido) estigma de su vínculo con el crimen organizado.
Cómo dirigirse al abismo
A primera vista, Colombia parece hoy una de las democracias más estables de América Latina. Desde mediados del siglo xx no ha sufrido dictaduras militares, y los gobiernos civiles se han sucedido unos a otros, siempre después de elecciones. ¿Cómo explicar, pues, que el país se haya visto inmerso en una espiral continua de luchas civiles y delincuencia sin límites? El sistema político colombiano no supo ser lo bastante integrador como para garantizar la paz social. Amplios sectores de la población quedaron excluidos de la alternancia de poder entre conservadores y liberales, dos partidos a los que muchos de sus miembros pertenecían, desde muy jóvenes, por cuestiones de lealtad familiar y local. Cualquier reivindicación contraria a los privilegios oligárquicos sufría una sistemática represión. Carismático y populista, el líder socialdemócrata Jorge Eliécer Gaitán suscitó esperanzas de cambio con su programa reformista. Proponía, por un lado, atenuar las profundas desigualdades en la distribución de la riqueza. Por otro, abrir canales de participación más allá del bipartidismo tradicional. Todo hacía prever que sería el futuro presidente cuando su asesinato, el 9 de abril de 1948, desencadenó el caos. La capital, Bogotá, se convirtió en un infierno con continuos incendios y saqueos. Comenzaba así el largo período de
inestabilidad conocido como “La Violencia”, que se prolongó durante la siguiente década. A lo largo de esta sangrienta etapa, el enfrentamiento entre liberales y conservadores produjo más de doscientos mil muertos. La anarquía se convirtió en un caldo de cultivo para el bandolerismo. Según el historiador Eric Hobsbawm, en una zona de 23.000 km2 existían un mínimo de cuarenta bandas, cada una con entre diez y veinte miembros.
Para defender a los campesinos de los grupos de asesinos conservadores o liberales, el Partido Comunista creó las zonas llamadas de “autodefensa armada”. Los diversos grupos armados de izquierdas que participaron en esta lucha fundaron en 1966 las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Había nacido el que, según Hobsbawm, sería el “movi miento guerrillero más formidable y duradero de Latinoamérica”.
El imperio del polvo blanco
Al flagelo de las luchas civiles se unió el del narcotráfico. Según una idea muy divulgada, su origen se debió a una demanda externa. Entre los sesenta y los setenta, el consumo de droga se extendió entre la juventud estadounidense. En realidad, como señala el historiador Eduardo Sáenz Rovner, en Colombia se cultivaba desde los años veinte. Sus narcotraficantes eran ya entonces muy activos, por lo que no se puede decir que la aparición en el país de la marihuana y la cocaína se deba a la demanda de los norteamericanos. Otro asunto es que el colosal mercado del norte ejerciera un efecto multiplicador sobre los negocios ilegales. A mediados de los setenta surgieron dos grandes multinacionales del crimen, rivales entre sí: el cartel de Cali y el de Medellín. En este último destacaría Pablo Escobar, el más célebre de estos mafiosos. Su guerra suicida contra el Estado acabaría con su muerte en 1993. Con el auge de los carteles, Colombia se convirtió en el primer productor mundial de cocaína. Fabricaba la mayor parte de la que llegaba a los países occidentales. Su comercio resultaba tan lucrativo que las FARC, en los territorios bajo su control, lo gravó con un impuesto que utilizó para financiar sus actividades. En determinadas zonas del país, como la cuenca del Amazonas, al sur, la fabricación de estupefacientes resultaba tan natural que ni siquiera se realizaba a escondidas. La droga incluso se utilizaba como moneda en las más variadas transacciones, lo mismo a la hora de comprar alimentos que a la de pagar la consulta de un médico.
La visión desde abajo
Para muchos agricultores, la coca se convirtió en una alternativa hasta diez veces más rentable que cultivos tradicionales como la yuca o la patata. Con todo, no bastaba para satisfacer sus necesidades económicas. Los carteles de Cali y Medellín les compraban su producción a un precio ochenta veces inferior al pagado por el consumidor de la cocaína. Entre los wayús, la expansión de la droga a partir de los setenta tuvo efectos desastrosos. El boom económico desarticuló su estructura social, al dar luz a una élite que se beneficiaba del tráfico en una etapa definida por la abundancia de dinero y el continuo derroche. Se dijo que muchos nativos cambiaron el burro por la Ranger, la famosa camioneta Ford, sin pasar por la bicicleta. Mientras tanto, la violencia se multiplicaba. En La Guajira, el departamento donde vivían los wayús, la tasa de homicidios casi triplicaba la del conjunto de Colombia. Las guerras entre bandas produjeron cientos de muertos. En otro plano, el cultivo de marihuana contribuyó a deforestar extensos territorios.
Pájaros de verano muestra cómo aquellos agricultores indígenas pasaron rápidamente a convertirse en “empresarios”. Es una película de gánsteres, pero también una forma distinta de bucear en un pasado turbulento y traumático.