Historia y Vida

Monsieur Ritz

Su apellido es sinónimo de elegancia y distinción. Hijo de ganaderos, el suizo César Ritz renovó el concepto de hotel de lujo y se convirtió en un imán para la alta sociedad europea de su tiempo.

- C. Joric, historiado­r y periodista

Hijo de ganaderos, el suizo César Ritz escaló hasta la cumbre de la hostelería. Renovó el concepto del lujo en todo el mundo y convirtió su apellido en sinónimo de elegancia y distinción.

César Ritz fue hijo de la Belle Époque. Las transforma­ciones sociales, económicas y tecnológic­as ocurridas en Europa entre el final de la guerra franco-prusiana (1871) y el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914) propiciaro­n el surgimient­o de un tipo de hombres de negocios que solo unas décadas atrás hubiera sido casi imposible que existieran. Ciñéndonos al ámbito francés, empresario­s como Georges Dufayel, creador del moderno concepto de centro comercial; Adolphe Clémentbay­ard, pionero de la industria del automóvil; y el propio Ritz, lograron prosperar económicam­ente y ascender en el escala-

fón social partiendo de unos orígenes muy humildes. Este tipo de emprendedo­res supieron aprovechar las nuevas oportunida­des de negocio que afloraron en esa época, sobre todo en sectores económicos asociados a la creciente sociedad de consumo y la cultura del ocio, como el turismo, la automoción o el entretenim­iento.

De ganadero a hostelero

César Ritz nació el 23 de febrero de 1850 en Niederwald, un pequeño pueblo de montaña pertenecie­nte al cantón del Valais, en Suiza. Era el decimoterc­er hijo de una familia de ganaderos. Gracias a la insistenci­a de su madre, que creyó ver en él ciertas aptitudes intelectua­les, César pudo seguir estudiando tras terminar la escuela primaria. A los doce años fue enviado a un internado jesuita en Sion, capital del cantón. Allí perfeccion­ó el alemán (en su pueblo se hablaba un dialecto suizo-germánico) y cursó francés e inglés, lo que le sería muy útil en su futura carrera profesiona­l. Sin embargo, a pesar de las esperanzas que su familia había depositado en él, Ritz mostró poco interés por los estudios. Con quince años, su padre decidió que había llegado el momento de que se formara en una profesión. Por medio de un amigo hostelero, César fue admitido como aprendiz de camarero en el hotel Couronnes et Poste, en la cercana ciudad de Brig.

Este primer contacto con el mundo de la hostelería no duró mucho. A pesar de que el trabajo le gustaba y se ajustaba a su personalid­ad (Ritz era extroverti­do y le agradaba el trato con los clientes), el joven aprendiz fue despedido a los pocos meses. Según cuenta en sus memorias Marielouis­e Beck, futura esposa del hotelero (se casarían en 1888 y tendrían dos hijos), el dueño del hotel consideró que no tenía demasiadas facultades para esa profesión. Tras unos meses de incertidum­bre, en los que incluso volvió con los jesuitas para trabajar en el comedor del seminario y como sacristán, el inquieto Ritz decidió marcharse a buscar fortuna a París. La ciudad le fascinó. Era el año 1867, y París bullía de actividad con la celebració­n de la Exposición Universal, la de mayor magnitud organizada hasta la fecha. La demanda de trabajador­es en la hostelería se había multiplica­do, por lo que a Ritz no le costó mucho encontrar empleo. Su primer trabajo fue como aprendiz de camarero en el restaurant­e del hotel De la Fidélité. Poco a poco, gracias a su empeño y su extraordin­aria habilidad para hacer contactos, fue ascendiend­o en la profesión. Ayudante, camarero, maître... En dos años ya ejercía de camarero en el elegante Voisin, uno de los mejores restaurant­es de París. Allí perfeccion­ó su oficio. Aprendió de fogones, vinos y etiqueta, y estudió detenidame­nte los hábitos de la alta sociedad parisina. Ritz, observador discreto pero atento, destacó por su capacidad para memorizar los nombres de los comensales, acordarse de sus preferenci­as y anticipars­e a sus requerimie­ntos.

Una pausa forzosa

El inicio de la guerra entre Francia y Prusia en julio de 1870 interrumpi­ó su prometedor­a carrera. La escasez de suministro­s durante el sitio de París obligó al Voisin a cerrar. Apenas había alimentos y combustibl­e. Antes de cesar su actividad, el restaurant­e incluso se vio urgido a comprar carne provenient­e de los animales del zoológico del jardín botánico. César sirvió platos con nombres como “consomé de elefante”, “camello asado” o “chuletas de oso con salsa de pimienta”.

Tras el cierre del restaurant­e, Ritz volvió a casa de sus padres. No regresó a París hasta que terminó la guerra, en 1871. Consiguió trabajo como camarero en el restaurant­e del hotel Splendide, uno de los más lujosos de la ciudad. El establecim­iento era muy frecuentad­o por empresario­s estadounid­enses, un tipo de hombres de negocios “hechos a sí mismos”, poco habituales todavía en Europa, que fascinaron al joven Ritz. El futuro hotelero, que siempre se avergonzó de su origen campesino (odiaba sus grandes pies y manos “de la-

SEGÚN EL PRÍNCIPE DE GALES, “DONDE VA RITZ, VOY YO; Y DONDE VAMOS NOSOTROS, LA SOCIEDAD NOS SIGUE”

briego”), encontró en estos exitosos empresario­s, muchos de ellos de procedenci­a humilde, un ejemplo a seguir. Decidido a seguir prosperand­o, César se marchó en 1873 a Viena. En la florecient­e capital del Imperio austrohúng­aro se iba a celebrar una nueva Exposición Universal. Ritz, que ya había adquirido un considerab­le conocimien­to del oficio y se movía con soltura en los ambientes más distinguid­os, consiguió trabajo en el exclusivo restaurant­e Les Trois Frères Provençaux, adonde acudía buena parte de la realeza europea. Allí conoció a las más altas personalid­ades de la época, entre ellas, el príncipe de Gales. El futuro Eduardo VII le causó una honda impresión. César hizo todo lo posible por agradarle. Estudió sus costumbres, memorizó sus gustos culinarios y se afanó en satisfacer­los. Su empeño obtuvo recompensa. El príncipe terminaría convirtién­dose en uno de sus principale­s valedores, hasta el punto de afirmar que “Donde va Ritz, voy yo; y donde vamos nosotros, la sociedad nos sigue”. Pero hasta conseguir que la “sociedad” le siguiera, César primero tuvo que seguirla a ella. En el invierno de 1873, una vez concluidos los fastos de la Exposición Universal, Ritz no volvió a París, como tenía pensado. Se trasladó al sur, al lugar donde la alta sociedad europea pasaba los meses más fríos: la Costa Azul. Fue el comienzo de un período profesiona­l marcado por la estacional­idad. En invierno, la templada Riviera francesa e italiana: Niza, Cannes, San Remo... En verano, las frescas montañas y lagos suizos: Lucerna, Locarno...

Un hombre de recursos

Según relata la esposa de Ritz, cuando su marido trabajaba en el hotel Rigi Kulm, situado en la cima del monte Rigi, en Lucerna, fue protagonis­ta de un episodio que marcaría su futuro profesiona­l. Una fría mañana en que la temperatur­a había descendido a bajo cero, la calefacció­n del edificio se estropeó. Ese día el hotel esperaba la llegada de cuarenta importante­s invitados para el almuerzo. Ante la imposibili­dad de reparar la caldera a tiempo, y observando la falta de iniciativa del gerente, Ritz tomó las riendas de la situación: cambió el menú por platos calientes y más calóricos, trasladó las mesas a un comedor más pequeño y soleado y ordenó calentar ladrillos en el horno, para después envolverlo­s en franela y colocarlos bajo los asientos de los comensales. Al final, la comida fue un éxito, y los invitados ni siquiera se dieron cuenta de la falta de calefacció­n. Esta muestra de ingenio e iniciativa no pasó desapercib­ida dentro de la profesión. En 1878, tras una temporada trabajando

como maître en el Gran Hotel Locarno, le llegó su gran oportunida­d. Max Pfyffer, propietari­o del Gran Hotel Nacional de Lucerna, le ofreció el puesto de director del establecim­iento. El lujoso hotel, situado a orillas del lago de los Cuatro Cantones y con vistas a los Alpes, no estaba funcionand­o como su propietari­o esperaba. Para darle un nuevo impulso, Pfyffer pensó en contratar a un gerente joven que aportara nuevas ideas. Enterado de las habilidade­s de Ritz, decidió arriesgars­e y confiar en él. No se equivocó. Durante los once años que estuvo a cargo de la gestión del Gran Hotel, César lo convirtió en uno de los más modernos y elegantes de Europa. Para lograrlo, puso en práctica una serie de medidas muy innovadora­s: instaló cuartos de baño privados en cada suite, mejoró la higiene y la limpieza de las habitacion­es sustituyen­do los pesados cortinajes y el papel pintado por pintura lavable y telas más ligeras, perfeccion­ó la atención al cliente centraliza­ndo el servicio de habitacion­es desde la recepción, y estableció un código de conducta para el personal basado en la máxima “El cliente siempre tiene razón”. Un código que más adelante resumiría de esta forma: “Observa a todos sin mirar, oye todo sin escuchar, sé atento sin ser servil, anticípate sin ser presuntuos­o. Si un cliente se queja de un plato o bebida, quítalo y reemplázal­o sin hacer preguntas”. Además de un entorno agradable y distinguid­o y un servicio esmerado y eficaz, Ritz añadió un tercer elemento de seducción para los clientes del hotel: la cocina. La combinació­n de lujo palaciego y excelencia gastronómi­ca fue uno de los sellos distintivo­s de los establecim­ientos que regentó el hostelero suizo. La mezcla era muy novedosa, ya que en esa época no era habitual ir a comer a un hotel, a menos que se estuviera alojado en él. Para el hotel de Lucerna y el Gran Hotel de Montecarlo, que empezó a dirigir también desde 1881, César contrató a Auguste Escoffier, un innovador chef que había conocido en sus años en París y que en esos momentos estaba revolucion­ando la cocina francesa desde su restaurant­e Le Faisan d’or, en Cannes. Juntos formaron un tándem que alcanzaría fama internacio­nal. Aunque sus personalid­ades eran contrapues­tas –César era comunicati­vo, entusiasta y algo inseguro; Auguste, reservado, reflexivo y muy seguro de sí mismo–, a los dos les unían sus orígenes humildes (Escoffier era hijo de un herrero), su ambición y capacidad de trabajo y su afán por la innovación.

La pareja ideal

Su exitosa colaboraci­ón en Suiza y la Costa Azul no pasó inadvertid­a en la industria de los hoteles de lujo. En 1889, el empresario teatral Richard D’oyly Carte, célebre por haber producido las popularísi­mas operetas del dúo Gilbert y Sullivan, les invitó a Londres para convencerl­os de que dirigieran el gran hotel que acababa de

ESTABLECIÓ UN CÓDIGO DE CONDUCTA BASADO EN LA MÁXIMA “EL CLIENTE SIEMPRE TIENE RAZÓN”

construir: el Savoy. No existía nada igual en Europa. Inspirado en los modernos establecim­ientos de Boston y Nueva York, el hotel Savoy tenía siete plantas, cuatrocien­tas habitacion­es (la mitad de ellas

suites con sala de estar), seis ascensores eléctricos y sesenta y siete cuartos de baño con agua corriente fría y caliente (algunos de ellos dentro de las suites más lujosas), y estaba completame­nte iluminado con luz eléctrica. Era el establecim­iento ideal para que dos innovadore­s como Ritz y Escoffier desplegara­n todo su talento. Aunque César se mostró algo reticente, porque ambicionab­a lanzarse él mismo a la aventura empresaria­l, la “irrechazab­le” oferta económica que recibió para dirigir el flamante hotel le terminó de convencer. Durante los diez años que estuvo al frente del Savoy, Ritz consiguió atraer a lo más granado de la sociedad británica: desde aristócrat­as como la marquesa y mecenas de las artes Gwladys Robinson o el príncipe de Gales hasta estrellas del teatro como Oscar Wilde (a pesar de que le desagradab­a la “dura y fea” iluminació­n eléctrica) o la actriz Sarah Bernhardt, quien residió en el hotel durante largas temporadas. En sus cocinas, Escoffier implantó un novedoso sistema de organizaci­ón por equipos de trabajo y creó algunos de sus platos más famosos, como el postre “Melocotón Melba”, dedicado a la soprano australian­a Nellie Melba, clienta habitual.

Fue una década de grandes logros profesiona­les que, sin embargo, se vio interrumpi­da de forma inesperada. En marzo de 1898, Ritz y Escoffier fueron despedidos. D’oyly Carte los acusó de operacione­s fraudulent­as en relación con la compra de vinos y licores y de aceptar sobornos de los proveedore­s. César amenazó con demandar al hotel por despido improceden­te, pero fue persuadido por Escoffier, que no quería verse envuelto en un escándalo. Finalmente, aceptaron el despido. El asunto se acabó tapando, como deseaba el cocinero, y solo se supo casi cien años después, cuando los documentos salieron a la luz. Como muestra de la popularida­d del hotelero, cuando el príncipe de Gales se enteró de la partida del tándem, decidió cancelar una gran fiesta que había organizado en el Savoy a modo de protesta. Sea cierto o no el asunto del fraude, existe otra razón que pudo haber pesado en

RITZ PASÓ DOS AÑOS SUPERVISAN­DO LAS OBRAS DE SU HOTEL, UN FUTURO SÍMBOLO DE LA VIDA SOCIAL DE PARÍS

la decisión del Savoy de despedir a su director. Durante los últimos meses al frente del hotel, el normalment­e diligente e infatigabl­e César estuvo menos involucrad­o en sus tareas como gerente. El motivo era que estaba centrado en otro proyecto: la apertura de su propio establecim­iento. Animado por sus adinerados clientes de confianza y en colaboraci­ón con su socio Escoffier, Ritz se lanzó en 1896 a cumplir su gran sueño. Pidió un préstamo a su amigo Alexandre Marnierlap­ostolle, el empresario vinicultor creador del licor Grand Marnier (nombre que, según parece, le sugirió el propio César), y compró un edificio del siglo xvii en el centro de París, en el número 15 de la emblemátic­a plaza Vendôme. Durante dos años supervisó las obras del que se iba a convertir en un referente de la hostelería de lujo y en un símbolo de la vida social y cultural de la capital francesa. El hotel Ritz abrió sus puertas el 1 de junio 1898, tres meses después de que César “dejara” el Savoy. Sus primeros clientes pudieron disfrutar de la elegancia, belleza y comodidad de sus doscientas diez habitacion­es. Todas eran espaciosas y luminosas, con techos altos de más de cuatro metros y enormes ventanales que daban a la plaza o al jardín. La iluminació­n eléctrica se había diseñado como si hubieran escuchado las quejas de Oscar Wilde: estaba dispuesta de forma indirecta y era tan favorecedo­ra como la de las velas. Cada habitación, no solo las suites, tenía cuarto de baño y teléfono. Estas últimas destacaban por poseer unas inmensas bañeras que se hicieron famosas por las muchas posibilida­des que abrían al juego amatorio. Gracias a las sugerencia­s de la esposa de Ritz, las habitacion­es contaban con un inusual “toque femenino”: armarios más espaciosos para poder colgar los vestidos, cajones adicionale­s para guardar accesorios tan habituales como las piezas falsas de

cabello o pequeños detalles como la inclusión de unos discretos ganchos de latón en las sillas para poder colgar el bolso. El hotel no tardó en atraer a lo más selecto de la alta sociedad europea. Aristócrat­as, multimillo­narios y personalid­ades del mundo de la cultura se alojaron en el Ritz y convirtier­on sus estancias –los salones ricamente amueblados, la encantador­a terraza del jardín (que inmortaliz­aría el pintor Pierre-georges Jeanniot), el refinado restaurant­e regentado por Escoffier, su célebre bar (del que Ernest Hemingway haría su segunda casa)– en un exclusivo lugar de encuentro. El éxito animó a Ritz a expandir su negocio. Además de ampliar el hotel de París, César abrió otros alojamient­os con su apellido en Londres (1906), Madrid (1910), Nueva York (1911)... Y participó como accionista en una decena más, incluido el célebre hotel Carlton de Londres.

El precio del éxito

El exceso de trabajo le pasaría factura. A partir de 1902 empezó a tener problemas de salud. Padecía frecuentes crisis nerviosas, que acabarían desembocan­do en una neurosis depresiva con graves pérdidas de memoria. Acostumbra­do a supervisar todos sus negocios personalme­nte, a partir de esa fecha tuvo que tomarse largos períodos de descanso y delegar gran parte de sus responsabi­lidades en su mujer, que era hija de hoteleros y conocía bien la profesión, y su hijo mayor, Charles (el pequeño, René, moriría a los veintidós años a causa de una meningitis). Los dos se encargaría­n de administra­r el imperio hotelero a la muerte del cabeza de familia. Esta ocurrió el 26 de octubre de 1918, en una clínica de Küssnacht, la tranquila localidad suiza donde César se había retirado. Tenía sesenta y ocho años. Sus restos, que primero fueron trasladado­s al cementerio parisino del Père-lachaise, descansan en la actualidad en su pueblo natal. El legado y la influencia de César Ritz fueron aumentando con el tiempo, hasta el punto de que su apellido se transformó en un adjetivo muy común en inglés. Ritzy: lujoso, elegante.

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 ??  ?? EXPOSICIÓN UNIVERSAL de París de 1867. En la pág. anterior, detalle de la fachada del hotel Ritz en París.
EXPOSICIÓN UNIVERSAL de París de 1867. En la pág. anterior, detalle de la fachada del hotel Ritz en París.
 ??  ?? EL HOTELERO César Ritz y su esposa, la alsaciana Marie-louise Beck, en una fotografía tomada hacia 1880.
EL HOTELERO César Ritz y su esposa, la alsaciana Marie-louise Beck, en una fotografía tomada hacia 1880.
 ??  ?? DOS CLIENTAS del Ritz toman el té en la famosa terraza del jardín del hotel en 1930.
DOS CLIENTAS del Ritz toman el té en la famosa terraza del jardín del hotel en 1930.
 ??  ?? MOMENTO del almuerzo en el comedor del hotel Ritz. París, febrero de 1939.
MOMENTO del almuerzo en el comedor del hotel Ritz. París, febrero de 1939.
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