Primera plana
70 AÑOS DE OTAN
La alianza militar llega a su setenta aniversario en plena crisis de madurez. ¿Tiene sentido desde que acabó la Guerra Fría?
Si las personas maduran cada vez más tarde, las instituciones que fundan no iban a ser una excepción. La Organización del Tratado del Atlántico Norte, convertida este abril en una septuagenaria venerable, acaba de darse cuenta de que no sabe lo que quiere ser de mayor. Hasta el semanario Der Spiegel se ha prestado a una broma académica y sombría, o, dicho de otro modo, muy alemana. A finales de febrero, comparó el aniversario de la Alianza Atlántica que se celebraría en diciembre en Washington con el de Alemania del Este, que aplaudió a rabiar sus cuarenta primaveras solo semanas antes de que cayera el Muro de Berlín. La broma tenía su sentido. El secretario de Defensa americano, James Mattis, había dimitido en diciembre después de dos años de lucha con su jefe, Donald Trump, para que siguiera considerando esenciales las relaciones con sus aliados, en general, y con las democracias que forman parte de la OTAN, en particular. Su renuncia, acompañada de una carta pública de rechazo a su antiguo empleador, anticipaba graves turbulencias. The Economist, haciendo gala de su humor británico, escribió que Estados Unidos entraba en DEFCON 1, que es el máximo nivel de alerta militar en la primera potencia mundial. Exageraba, por supuesto, pero menos de lo que parece. En una reunión a puerta cerrada en julio del año pasado, Trump había llamado ninis (deadbeats) y gorrones a muchos de los miembros de la Alianza, porque estaban viviendo, según él, a costa del Pentágono. Su diatriba se dirigió, muy especialmente, a la canciller alemana con un memorable “Tú, Angela”, que sonaba muy próximo al shakespeariano “¿Tú también, Bruto?”. Naturalmente, la puñalada que atribuía a Merkel era que la Unión Europea no gastaba lo prometido en ejército y armas (un 2% del PIB), y que eso forzaba a Estados Unidos a hacer de guardaespaldas con su propio presupuesto. Igual que la frase brutal, tan popularizada por Shakespeare en su tragedia Julio César, esta recriminación americana bordea, a su modo, la categoría de clásico. Todo empezó, en realidad, con el pecado original que dio lugar a la OTAN, cuando Estados Unidos com prendió que el Viejo Continente, arrasado por la II Guerra Mundial e influenciado por los amigos de Stalin a través de los partidos comunistas locales, no podía defenderse solo de la Unión Soviética. Stalin había revelado sus ambiciones promoviendo a sus afines mediante acreditados pucherazos en los gobiernos de los
TRUMP RECRIMINA A MERKEL Y EL RESTO DE EUROPEOS QUE NO GASTE LO PROMETIDO EN EJÉRCITO Y ARMAS
países bálticos, Polonia o Hungría. Washington creía que el resto de Europa, como acababa de ocurrir en Bulgaria, Rumanía o Checoslovaquia, podía abrazar libremente el socialismo en cualquier momento. En 1949, tan solo meses antes de que Moscú demostrase que era capaz de producir una bomba atómica, se creó la OTAN con la firma del Reino Unido, Canadá, Noruega, Francia, Países Bajos y, por supuesto, Estados Unidos. Nació muy bien acompañada. En 1948 se había lanzado el Plan Marshall, porque Washington ya había asumido que una Europa arruinada era una Europa tierna y propicia para regímenes marxistas so metidos o condicionados por el Kremlin. En 1947, el alto diplomático americano George Kennan había publicado su célebre artículo en la revista Foreign Affairs abogando por una política de contención contra los soviéticos. Durante décadas, sus ideas moldearían las relaciones de su país con la URSS y también las de la
OTAN. El mecanismo de defensa mutua –por el que la Alianza Atlántica impone que, si atacan a uno de sus miembros, los demás tienen que intervenir– fue y sigue siendo una extraordinaria medida de contención contra Moscú.
Alemania como muro
Se puede decir que esa contención en Europa comenzó con Alemania Occidental, que entró a formar parte de la OTAN en 1955. Aquello supuso la llegada y el estacionamiento de cientos de miles de soldados, sobre todo estadounidenses, en su territorio. Los soviéticos, que ya no tenían que esconder su influencia en los países del Este, respondieron armando ese mismo año el Pacto de Varsovia, por el que ellos se ofrecían / imponían como protectores a aquellos estados. Pero todo iba a dar un giro inesperado rápidamente. Cuando Hungría se sublevó, entre otras cosas, contra la influencia de Moscú en 1956, los soviéticos enviaron tropas para aplastar a la población, y aquello provocó el desengaño de muchos simpatizantes comunistas en Occidente, muy tocados desde que, en febrero, el nuevo líder ruso, Nikita Jruschov, denunciara los horrores y el enfermizo narcisismo de Stalin. En el bloque capitalista, después de las continuas críticas del presidente Charles de Gaulle, Francia debilitó en los años sesenta sus vínculos con la OTAN, abandonando su comandancia militar y forzando que la Alianza trasladase su sede de París a Bruselas.
En las décadas siguientes, Francia continuaría formando parte de la institución, pero evitaría, por ejemplo, verse automá ticamente obligada a defender al resto de sus miembros. Junto con el Reino Unido, y a diferencia de otros integrantes de la OTAN en Europa, no tuvo que comprometerse a pedir permiso a Washington si decidía utilizar su armamento atómico. Los sesenta y los setenta fueron años tensos pero estables para la Alianza, sobre todo porque Washington y Moscú sabían que, si alguno de los dos utilizaba las armas más mortíferas de la historia de la humanidad, los dos países y el planeta en su conjunto acabarían devastados. La volatilidad llegaría con la extraña pareja de Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en los ochenta. Fue entonces cuando la URSS, reventada económicamente por las crisis del petróleo y su desastroso modelo productivo, inició unas reformas que la llevarían en 1991 no solo a la extinción,
sino también a la disolución del Pacto de Varsovia. La victoria se convirtió, curiosamente, en una amenaza de vida o muerte para la OTAN: ya no había un enemigo abrumador que le diera sentido. Es verdad que no tardaron en encontrárselo. El presidente americano Bill Clinton, aprovechando la debilidad geoestratégica y hasta etílica de su homólogo ruso Borís Yeltsin, inició una campaña acelerada para introducir a muchos de los países de Europa del Este en la OTAN. Aquello, y también su entrada en la Unión Europea, limitaría al eterno rival cualquier posibilidad de resurgimiento como impe rio. En 1999, meses después de que Rusia fuese rescatada de su bancarrota por el Fondo Monetario Internacional, Polonia, Hungría y la República Checa se estrenaban como miembros de la Alianza Atlántica, y cinco años después ya se habían sumado los países bálticos, Eslovenia, Eslovaquia, Rumanía y Bulgaria. A principios del siglo xxi, la Alianza llegó a sellar un acuerdo estratégico con Moscú que muchos rusos recibieron como un lamentable premio de consolación.
La OTAN también reivindicó su utilidad protegiendo a Europa de su propia incapacidad militar. Para empezar, intervino en la guerra de la antigua Yugoslavia en 1995 y, casi dos decenios después, en la guerra civil libia, cuando muchos franceses o españoles pedían a la Unión Europea o a sus gobiernos que hicieran algo contra la represión del dictador Muamar el Gadafi. Entonces, en 2013, fue la OTAN, y no Bruselas, la que desplegó una campaña militar aérea que favoreció la derrota del sátrapa. Episodios como estos, en el corazón de Europa o frente a las costas comunitarias, son los que han sembrado la indignación en Washington, por el escasísimo gasto militar de los miembros de la UE. A pesar de todo, la OTAN atraviesa hoy una fortísima crisis de madurez que pone en cuestión su propia existencia. Estados Unidos, en declive, duda de su utilidad. En segundo lugar, su propia concentración geográfica en Europa y Estados Unidos hace que pierda sentido en un mundo marcado por retos globales, como el cambio climático, o por amenazas fuera de su perímetro natural, como el terrorismo yihadista o el ascenso de China. Su vocación de promover la democracia liberal no solo tropieza con la obvia pregunta de si se puede imponer la libertad por la fuerza de las armas (la intervención estadounidense en Irak y Afganistán desnudó las limitaciones de esa idea), sino que también tropieza con la involución democrática de algunos miembros, como Turquía y, en un segundo plano, Polonia y Hungría. Llegados a este punto, sería una ironía formidable que fuese Rusia, la vieja enemiga, la que acabase rescatando a la Alianza de un atolladero histórico. Su triunfante e ilegal anexión de la península de Crimea, su eficaz guerra psicológica mediante las redes sociales en la campaña presidencial americana, su impulso en Internet para escorar el debate sobre el brexit o su éxito en Siria han vuelto a situar a Moscú como una de las mayores amenazas para Europa y la agenda tradicional de Estados Unidos. La necesidad de la OTAN tiene un gran valedor: Vladímir Putin.
LA CAÍDA DE LA URSS EN 1991 SE CONVIRTIÓ EN UNA AMENAZA DE VIDA O MUERTE PARA LA OTAN