Helena de Troya
Si Homero retrató a la hermosa Helena de Troya, secuestrada por Paris, como una víctima, ¿por qué fue cosechando la reina espartana rasgos negativos en los siglos que se sucedieron?
Si Homero la presentó como una víctima del troyano Paris, ¿por qué Helena se convirtió con el paso de los siglos en un arquetipo negativo, culpable, como mínimo, de provocar una guerra?
Los personajes históricos, sobre todo los muy antiguos, son menos seres de carne y hueso que una imagen en remodelación constante. Cada época los retrata a su manera, de acuerdo con la mentalidad imperante o el criterio particular de dos o tres voces con autoridad. Helena de Troya es una de estas criaturas con tantas máscaras como se le han querido colocar a través de los siglos. Su relevancia como arquetipo es tal que resulta secundario si esta reina espartana de la civilización micénica, que brilló en Grecia a finales de la Edad del Bronce, fue real o ficción. Puede que viviera o no entre 1600 y 1100 a. C., cuando tuvieron lugar algunos de los hechos y personajes con que se fueron elaborando los mitos y leyendas que circularon más tarde, en los períodos arcaico, clásico y helenístico.
Lo más importante con respecto a Helena, como afirma el mitógrafo Carlos García Gual, “es su figura como símbolo del terrible poder de la belleza”. En efecto, en la línea de la Eva hebrea o la Ishtar babilonia, esta reina griega representa como pocas la mujer cuyo aspecto deslumbrante produce consecuencias catastróficas. Sin embargo, el mismo estudioso reconoce que “es la hermosa que provoca sin querer, por la atracción fatal de su encanto femenino, la terrible guerra” de Troya.
De hecho, Homero –o el autor o autores que se personifican desde la Antigüedad como Homero a falta de mejores datos– no culpa del conflicto a Helena. Tampoco la responsabiliza del abandono de su marido Menelao. Al contrario, trata a la bella soberana como una persona honorable. Incluso admira su carácter noble. Contra quien carga las tintas la versión original de su historia es contra Alejandro, o Paris, para Homero su segundo esposo tras haberla secuestrado y seducido. ¿Cómo se ha desvirtuado tanto la imagen de Helena para que hasta hace pocos años tuviera una connotación negativa?
Más que licencias de autor
“Su leyenda, extraordinariamente compleja”, para otro experto en la mitología clásica, el latinista Pierre Grimal, “ha evolucionado mucho desde la época homérica, y se ha visto sobrecargada con elementos muy diversos, que han ido recubriendo el relato primitivo”. Estas relecturas del personaje comenzaron no mucho después de su debut en las letras, ocurrido en el propio nacimiento de la literatura occidental, al aparecer en la Ilíada y, con menos protagonismo, en la Odisea.
Desde entonces se le han endilgado excesos y defectos que la han dejado frecuentemente mal parada. Una de las perspectivas que han terminado prevaleciendo es, por ejemplo, la de la reina irresponsable. Aquella que se permite con frivolidad un adulterio que sabe que podría acarrear la desgracia a naciones enteras. También ha habido escritores, algunos de la máxima importancia, que han calificado a Helena directa y brutalmente de “ramera” –la cita es literal–, señalando en ella una avidez material por sus favores eróticos que es inexistente en la versión original de Homero. Retumba un eco lascivo, hoy de un machismo disparatado, en otra crítica histórica lanzada sin fundamento contra la reina espartana. Se trata de una promiscuidad que –¿casualidad?– se ha achacado tanto a Helena de Troya como a otras mujeres con poder (Cleopatra, Leonor de Aquitania, Ana Bolena, Diana de Gales...), a diferencia de sus compañeros de alcoba, algunos con currículums amatorios bastante más escandalosos, si se les aplicase la misma vara de medir.
En el mejor de los casos se ha pintado a Helena como un objeto sexual, un sujeto pasivo que se puede llevar por medio Mediterráneo sin que diga ni mu. A esta ca
rencia irreal de voluntad propia se puede sumar un último cariz adverso, compartido con varias criaturas mitológicas independientemente de su género: el de ser un juguete de los caprichosos dioses olímpicos.
Orígenes divinos
Con esta abundante serie de perfiles negativos de Helena de Troya, no es mala idea recordar cómo se la describió en sus orígenes. Hacerlo es recuperar el personaje femenino más complejo de Homero en pleno amanecer de la cultura occidental. Luego podremos repasar qué rasgos se le fueron añadiendo a la primera antiheroína de las letras europeas. Homero fijó hace unos tres mil años la historia siguiente, probablemente basada en poemas que se transmitían por vía oral desde mucho antes en las poblaciones griegas. Helena, en teoría la mujer más hermosa que haya caminado sobre la tierra, nació de los amoríos de Zeus, el dios olímpico más poderoso, y Leda, una atractiva reina de Esparta. Ahora bien, como Leda estaba casada con el rey Tíndaro, Zeus tuvo que cambiar de forma para poder acercarse discretamente a la mortal. Con ese fin, se metamorfoseó en un cisne. La unión del dios y la monarca no solo engendró a Helena. También dio como fruto otros famosos personajes mitológicos: los gemelos Cástor y Pólux, conocidos como los Dioscuros, y Clitemnestra, con quien se casaría eventualmente Agamenón, el rey de Micenas, el estado más pujante en esos tiempos difusos entre la historia, el mito y la leyenda. Aunque puede que Clitemnestra y tal vez Cástor, también mortal, fuesen hijos naturales de Tíndaro y Leda.
El caso es que Helena creció radiante. Esto se convirtió en un problema cuando llegó a la adolescencia. A su padrastro, Tíndaro, le preocupaba que sus pretendientes –“entre veintinueve y noventa y nueve”, calcula Grimal–, de casas reales de toda Grecia, terminaran disputándose la mano de la doncella y provocando una guerra generalizada con epicentro en su reino. Entonces acudió al rescate el hombre de las grandes ideas en el mundo homérico. Un joven Odiseo aconsejó a Tíndaro que comprometiera a los candidatos a aceptar que la muchacha se casaría con aquel que
ella eligiera, y que los rechazados protegerían esa alianza nupcial. Todos juraron que sí, y Helena escogió libremente a Menelao, el hermano menor de Agamenón. En recompensa por su ingenio, Odiseo/ Ulises consiguió en matrimonio, gracias a la mediación de Tíndaro, a otra célebre princesa, Penélope. Ambas parejas fueron felices hasta que apareció el apuesto hijo menor de un riquísimo rey remoto. Paris procedía de Troya, la ciudad-estado más influyente y próspera a orillas del Helesponto, el umbral entre Europa y Asia. El príncipe, al que Menelao estaba alojando unos días en palacio, no tuvo mejor ocurrencia que secuestrar a la esposa de su anfitrión y, con ella, el tesoro real. Se llevó a Helena y la fortuna de Esparta a Troya. Esto eran palabras mayores en la civilización micénica. Robar a un anfitrión podía pagarse con la vida. Afrentaba al propio Zeus, el mayor de los anfitriones, en su calidad de protector del orden universal. No digamos ya si lo raptado eran la reina y las arcas de un país. Constituía un atentado inimaginable a la xenía.
Hoy se traduce esta palabra como hospitalidad, pero implicaba mucho más que acoger bien a un huésped. La xenía era uno de los pilares sociales y el meollo de las relaciones internacionales en la antigua Grecia. A nivel individual, era gracias a ella que una persona podía aventurarse por los caminos, lejos de su círculo de protección real, en un mundo peligroso. Podía hacerlo porque otra persona, de fuera de ese círculo, le daría cobijo en su propio hogar, con bebida, comida, facilidades para asearse y para dormir, el trato más cortés posible y, si era preciso, incluso respaldo armado. El huésped se comprometía, por su parte, a ser amable durante la estancia y a brindar al anfitrión un grado equivalente de amparo si alguna vez lo necesitase. Este intercambio amistoso de favores vitales se ritualizaba mediante juramentos solemnes y regalos. Entre los reyes y aristócratas, los obsequios solían ser del máximo nivel, lujos exquisitos con los que consagrar una alianza de un modo memorable. Los presentes servían para ostentar la riqueza del monarca o noble, pero también como evidencia si algún día hacía falta demostrar un pacto establecido.
Diez años de guerra
En definitiva, Paris cometió un atropello impensable al secuestrar a Helena y el tesoro de Esparta. No es necesario detallar qué sucedió después. En esencia, Menelao de Esparta denunció el ultraje a su hermano mayor, Agamenón de Micenas. Y el líder de los reyes aqueos, como se designaba la oleada indoeuropea que dominaba la Grecia de entonces, llamó a las armas a los demás soberanos helenos, vinculados a su familia por la misma xenía sacrosanta que había violado Paris.
Así fue como cientos de naves, con miles de hombres armados, cruzaron el Egeo con rumbo noreste, hacia Troya, o Ilión. Héroes y dioses tomaron partido por uno de los bandos en esta “aventura de Ilión”, o Ilíada. Salvo Zeus –el único que podía consultar la moira, o destino de cada cual–, Hades (la muerte) y los mensajeros divinos Iris y Hermes. Ares, el Marte de los romanos, fue neutral a su modo durante los diez años de guerra, favoreciendo a unos y a otros. Pese a ser “la de las altas murallas”, una fortificación imponente, Troya acabará cayendo, aunque no es en la Ilíada donde se describe ese final. Tampoco explica que Helena se escapara con un amante y, de paso, desfalcara a Esparta. No. Allí se la muestra bien integrada en la familia real troyana, mientras queda en suspenso la que había formado con Menelao. Sin embargo, también se dice con claridad que Paris la raptó, aunque más tarde nazca una pasión recíproca, y se subraya que fueron este príncipe o los dioses la causa de la guerra, y no ella. En cuanto a los bienes de Esparta, Helena, en tanto legítima heredera del trono de Tíndaro, su padrastro, lo era también del tesoro nacional. Menelao era simplemente su consorte.
Peligro: belleza (femenina)
Así pues, la Helena homérica, la original, no tiene nada que ver con una mujer vo
EN LA CIVILIZACIÓN MICÉNICA, ALGO COMO ROBAR A UN ANFITRIÓN PODÍA PAGARSE CON LA VIDA
luble y pérfida que traiciona a su marido y su país y sume al mundo conocido en un desastre por un galán que pasaba por ahí. ¿Cómo mutó tanto su imagen? Hacia el siglo vii a. C., apenas dos o tres generaciones después de Homero, otro precursor de la literatura occidental, Hesíodo, expresó un concepto que ya había creado escuela en una sociedad como la griega, fuertemente patriarcal. Era la idea del mal bello. En Los trabajos y los días, Hesíodo representó la idea con una mujer. A esta, Pandora, se le entregó una caja preciosa, hecha por los dioses, que no debía abrir bajo ninguna circunstancia. Pero, de un modo parecido al de Eva y la manzana en la Biblia, la curiosidad pudo más; Pandora abrió la caja, y de ella salieron todas las calamidades del mundo (por suerte, al final también la Esperanza). Extrañamente, esto del mal bello se aplicaba entre los griegos solo a las mujeres. La belleza masculina era señal de una armonía interior en correspondencia con la exterior, pero en ellas se suponía que, cuanto más guapas, más espeluznantes debían de ser por dentro. Su esplendor físico era un engaño, como el exterior de la caja de Pandora. Un siglo después de Hesíodo, Simónides ya se lamentaba en verso abiertamente: “Sí, las mujeres son el mayor mal creado por Zeus”. Hubo solo un paso de allí a que, en el siglo siguiente, el de Pericles, Eurípides pusiera en boca de la mujer más hermosa de todos los tiempos: “Mi vida y mi fortuna son una monstruosidad, en parte por Hera, en parte por mi belleza”. Así es como se lamenta Helena en la tragedia titulada con su nombre. El concepto de un aspecto femenino deslumbrante para ocultar un alma negra se había perpetuado.
Cómplice y promiscua
Tres años antes, el mismo autor había consagrado otro cambio importante en la imagen de la monarca espartana. En Las
troyanas la había hecho cómplice, no ya víctima, del rapto de Paris, aunque, todo hay que decirlo, Eurípides lo fundamentaba en los tejemanejes de la diosa Afrodita. Con ello se hacía eco de un relato ajeno a Homero que solía acompañar desde algún momento arcaico a la Ilíada.
Ese mito refería que las divinidades Hera, Atenea y Afrodita pidieron a Paris que juzgara a quién darle una manzana de oro con una inscripción dedicada enigmáticamente “A la más bella”. De los regalos que cada deidad ofreció al príncipe para granjearse su voto, este prefirió el de la diosa erótica, el amor de la mujer más hermosa del mundo. Afrodita usó desde entonces su inmenso poder, trucos y amenazas para que la reina espartana compartiera lecho con el donjuán troyano.
Por otra parte, tradiciones extrañas a Homero multiplicaron mágicamente a cinco los amantes de Helena, sumando a Menelao y Paris el héroe ático Teseo, el casi invencible Aquiles y hasta un segundo marido troyano, Deífobo. Esta variedad reafirmaba la mentalidad ateniense, en cuyas comedias las mujeres bonitas y las prostitutas solían dedicarse a enredar a pobres incautos. Pero en la promiscuidad atribuida a Helena puede que tuviera peso, además del prejuicio por su belleza, su procedencia. Helena era hasta tal punto espartana que allí, en su ciudad natal, se la veneraba “como una diosa”, cuenta García Gual, y se la relacionaba en especial con “las muchachas y los cultos de iniciación femeninos”. Estos últimos, y, en general, la mayor libertad de que disfrutaban las mujeres espartanas pese al militarismo de su sociedad, resultaban escandalosos en la más misógina Atenas, ciudad que ha canalizado hasta el presente buena parte de la información sobre la antigua Grecia.
Una Eva griega
La mala fama achacada a la soberana homérica se asentó con la irrupción del cristianismo. Hasta ese momento, los dioses la habían protegido parcialmente, al justificarse en ellos sus actos. Helena incluso había sido defendida por poetas arcaicos como Safo y Estesícoro, o como el historiador Heródoto y el sofista Gorgias en el período clásico (cuando, por cierto, las comedias áticas se servían de Helena para caricaturizar el carácter independiente de la intelectual Aspasia, pareja de Pericles). Pero todo evolucionó a peor cuando la tradición judeocristiana, para la que la sexualidad femenina era tabú, convirtió la conducta de la reina mitológica en una afrenta directa a Dios, en pecado.
Ya en el siglo ii d. C., Clemente de Alejandría, un padre de la Iglesia griega, cargó contra Helena imprimiendo un giro prostibulario a la acusación de adulterio. Aseveró que la mujer no solo siguió a Paris por la belleza de este, sino también por los regalos que el troyano había llevado a la corte de Esparta, malinterpretando, tal vez conscientemente, la xenía con el cobro de favores sexuales. Esta línea dura, que no ahorró insultos muy ofensivos al personaje de Homero, tocó techo en la Edad Media. Un cronista del siglo xii hasta se inventó en qué posiciones yacía Helena con Paris (ella encima, típica de las meretrices de la época), y un manuscrito miniado del siglo xv la pintó no ya como un objeto de deseo, sino como su instigadora, algo mal visto en las damas de entonces. Erigida de modo definitivo en un símbolo ambivalente de belleza y perversión, de atractivo tan cegador como censurable, Helena de Troya encarnó en adelante un
LA MALA FAMA DE LA SOBERANA HOMÉRICA SE ASENTÓ DESPUÉS CON LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO
icono tan reconocible como Judas para referirse a la traición o Edipo para aludir al incesto. Grandes escritores de todas las lenguas emplearon de esta manera a la reina espartana. Algunos sin contemplaciones (como Shakespeare: “Muéstrame la ramera que originó esta guerra...”), otros fascinados por su hermosura inverosímil (como Goethe en la segunda parte de Fausto) e incluso con ánimo paródico (La Gatomaquia de Lope de Vega), entre muchas otras formas.
La reivindicación actual
El siglo xx, rupturista en tantos aspectos, comenzó a reivindicar una percepción más digna de la maltratada figura homérica. A ello contribuyeron profundos cambios culturales como el movimiento feminista, la revolución sexual y las Vanguardias artísticas. Hubo relecturas de Helena para todos los gustos, desde versiones escénicas antibelicistas (No habrá guerra de Troya, de Jean Giraudoux, 1935) hasta románticas de péplum para Hollywood (Helena
de Troya, Robert Wise, 1956).
Estas tendencias se han reforzado en años recientes. Ahí están la taquillera superproducción Troya de 2004 o el desafiante monólogo Juicio a una zorra (Miguel del Arco) reestrenado en 2018. Constituyen reinterpretaciones de Helena de Troya que, como las de siglos anteriores, a veces reflejan cómo piensa una época. Es lo que hace tan interesantes y universales a los personajes de estatura mitológica, su resiliencia siempre triunfante pese al paso del tiempo y las mentalidades.