El gran cacique
En la Restauración española medraron figuras como la del conde de Romanones, que cimentó su poder sobre el caciquismo y su fortuna sobre su posición política.
En tiempos de Alfonso XIII, el conde de Romanones utilizó el caciquismo para consolidar su poder y su fortuna.
El genial caricaturista Luis Bagaría representaba, hacia 1922, a un Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, equipado con atuendo de cazador señorial. Lleva colgados de su cinturón una serie trofeos cinegéticos, conejos, aunque sus preferencias, según confesión propia, eran las codornices. En esas piezas puede leerse “Senador”, “Presidencia del Senado”, “Ministro” y “Diputado”, en alusión a los numerosos cargos ostentados por el caricaturizado. En realidad, era una relación incompleta y que no le hacía justicia política, porque en esa fecha ya había sido alcalde de Madrid, presidente del Congreso de los Diputados y, lo más importante, presidente del gobierno en tres ocasiones. Había comenzado su carrera política inmediatamente después de haber cursado la carrera de Derecho y haberse doctorado en la prestigiosa Universidad de Bolonia. Llegó a ella de la mano de Alonso Martínez, quien se convertiría, poco después, en su suegro, al contraer matrimonio con su hija Casilda. Alonso Martínez, a la sazón ministro de Gracia y Justicia, facilitó a un diputado por Guadalajara el acceso al mundo de la judicatura, dejando así un escaño libre que ocuparía Álvaro, vinculado desde el primer momento a los liberales de Práxedes Mateo Sagasta. Quien sería conocido como Romanones, nombre del título condal que le fue concedido por la regente María Cristina en 1893, hará de Guadalajara, provincia en la que su familia tenía propiedades e importantes intereses económicos, su feudo político. Controlará todos los resortes del poder, según la práctica instaurada por Antonio Cánovas del Castillo y por Sagasta, líderes respectivos de los conservadores y los liberales, desde que quedó articulado el bipartidismo sobre la base del turnismo –alternancia en el gobierno de ambos partidos– como modelo político imperante. Álvaro de Figueroa y Torres mantuvo el escaño alcarreño de forma ininterrumpida a lo largo de los treinta y cinco años que van de 1888 a 1923, en que el sistema feneció como consecuencia del golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera. Fue asentando su influencia en un ejercicio de caciquismo, modelo de la práctica política y el dominio de los procesos electorales durante la Restauración. Lo que no fue obstáculo para que en sus comienzos denunciara, en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Guadalajara, los perniciosos efectos del caciquismo sobre la política española.
Comprando votos
El poder de Romanones en la Guadalajara que transitó del siglo xix al xx fue omnímodo. No solo en la capital, que era la circunscripción por donde conseguía su escaño de diputado, sino también en el resto de la provincia. Para conseguirlo no tenía empacho en visitar hasta los lugares más apartados, donde solo había un puñado de votos. Eso marcaba diferencias
respecto al método típico de otros caciques, que dejaban esos menesteres en manos de personas de confianza –los llamados amigos políticos– influyentes en la zona. Fue el motivo por el que, en algún momento, se le calificó como “cacique aldeano”. No escatimó el uso de recursos monetarios para hacerse con el voto, llegando a mantener auténticos pulsos económicos con candidatos conservadores. Relacionada con uno de esos pulsos figura una de sus célebres frases: “Toma un duro”, por la cantidad con la que sobrepasó la oferta de su rival, Antonio Maura, que había ofrecido tres pesetas por sufragio. A cambio, pedía a la gente que le entregara el dinero recibido de Maura. De esta forma, los electores ganaban más y él solo tenía que gastar las dos pesetas por cabeza que tenía previsto.
La compra de votos fue lo habitual cuando, a partir de 1891, las elecciones eran por sufragio universal. La sustitución del sistema de voto censitario por el universal supuso multiplicar por seis el número de electores, y eso significaba que la inversión del candidato había de ser mucho mayor. Romanones contó al principio con el apoyo financiero de su familia, y más concretamente con el de su abuela, Inés Romo. Como señala el historiador Javier Moreno Luzón, se llegaron a depositar sumas importantes en localidades de referencia con la promesa de que esa cantidad se repartiría entre los electores, si el resultado era favorable a los intereses del depositante. El procedimiento era tan habitual que, según recoge el periódico local La Crónica, un juez en las elecciones de 1899 intentó ponerle coto, pero los electores del distrito se amotinaron diciendo que se les quería privar del dinero que obtenían con las elecciones. Era, pues, una práctica requerida también por los electores o, cuando menos, por una parte de ellos. El propio Romanones dejará constancia de la compra de votos en sus memorias, publicadas en 1947 bajo el título Notas de una vida. Afirmará, refiriéndose al distrito de Sigüenza, que el votante “ya había probado el cebo, había probado el dinero, y no votaría ya más que por dinero”.
Esa lucha por el poder, utilizando métodos tan poco ortodoxos, no impidió que en alguna ocasión utilizara su influencia para que los conservadores obtuvieran algún escaño en Guadalajara, de acuerdo con el llamado encasillado. Así, por ejemplo, en las elecciones de 1905 apoyó a los conservadores en el distrito de Brihuega, escribiendo una carta a sus amigos políticos de la circunscripción y pidiéndoles que dieran su voto al candidato conservador. Señalaba que hacerlo así “es lo mismo que si lo hiciera al que con este motivo se ofrece a V”. En esas mismas elecciones realizó los ajustes necesarios para que un nuevo valor de la política, Niceto AlcaláZamora –con el tiempo sería presidente de la República–, joven abogado ligado a los planteamientos liberales, obtuviera un escaño por una de las circunscripciones que controlaba en Guadalajara.
Sotanas y plumillas
La Iglesia fue uno de los poderes que se le resistieron, en un tiempo en que se afirmaba que ni una hoja se movía en tierras de
PARA COMPRAR VOTOS, ROMANONES CONTÓ AL PRINCIPIO CON EL APOYO FINANCIERO DE SU ABUELA, INÉS ROMO
EL CONDE AMASÓ BUENA PARTE DE SU FORTUNA EN NEGOCIOS QUE SE DABAN LA MANO CON LA POLÍTICA
Guadalajara sin que don Álvaro diera su aprobación. Cierto que muchos curas de pueblos y aldeas fueron agentes electorales del romanonismo, pero sus planteamientos religiosos no resultaban acordes con los deseos de la jerarquía eclesiástica. Pese a que sus creencias religiosas lo ligaban al catolicismo, se le acusó de enemigo de la Iglesia cuando, siendo ministro de Gracia y Justicia, presentó en el Congreso de los Diputados un proyecto de ley para que se admitiera la libre elección de matrimonio. Se lo acusó de estar en connivencia con la masonería, y desde El Debate, diario católico dirigido por Ángel Herrera Oria, se le atacó con dureza. Romanones se mostró decidido partidario de una separación de la Iglesia y el Estado, y, siendo presidente del Congreso, con Canalejas al frente del gobierno, se tramitó la llamada “ley del Candado”, por la que se prohibía temporalmente la instalación en España de nuevas órdenes religiosas. Cualificados representantes de la Iglesia alcarreña se convirtieron en adversarios suyos. Es el caso del canónigo Hilario Yaben, que pidió públicamente que se votara contra él.
En ningún momento, en cambio, descuidó Romanones la prensa, que era el medio de comunicación más importante de la época. Fue propietario de El Globo, periódico de corte liberal, y en 1903 creó El Diario Universal, que estuvo a su servicio particular. Desde este último lanzaría una campaña de desprestigio contra Antonio Maura, por los sucesos de la Semana Trágica, que sería determinante en la caída del político conservador. Esa caída marcó el principio del fin del sistema político de la Restauración, al romper el pacto tácito entre los partidos del turno de no cerrar acuerdos gubernamentales con los que quedaban fuera del marco bipartidista.
La alianza de liberales y republicanos llevó a Canalejas a la presidencia. La muerte del político en noviembre de 1912, asesinado ante el escaparate de una librería en la Puerta del Sol, llevará a Romanones a la presidencia del gobierno por primera vez, al contar con el apoyo de la facción más importante del partido liberal.
Contra la neutralidad
Si Álvaro de Figueroa es un referente del caciquismo, no lo es menos del prototipo del poseedor de una gran fortuna. El conde de Romanones fue un magnate. Heredó de su familia parte de sus bienes, pero sobre todo amasó esa fortuna con su participación en negocios de altos vuelos, negocios en los que la política se daba la mano con los agentes económicos. En su tiempo, la expresión “ser un Romanones” fue sinónimo de cacique, pero también de persona de gran riqueza.
Tuvo importantes intereses económicos vinculados a algunas de las más poderosas
compañías de capital extranjero presentes en nuestro país a finales del siglo xix y principios del xx. Parte notable de sus inversiones estuvo ligada al capital francés que operaba en la cuenca carbonífera del norte de la provincia de Córdoba: la Sociedad Minero Metalúrgica de Peñarroya. Romanones fue uno de los grandes inversores en el protectorado español de Marruecos, una vez se conoció la existencia allí de yacimientos de hierro. Se convirtió, junto a la familia Güell, en uno de los principales accionistas de la Compañía Española de Minas del Rif. También invirtió cuantiosas sumas en el tendido ferroviario, en plena expansión en aquellos años. Todos estos intereses económicos explican, en gran medida, la posición que mantuvo ante el conflicto que se desató en el verano de 1914 y que derivó en la llamada Gran Guerra, conocida más tarde como Primera Guerra Mundial. Al iniciarse la contienda, el gobierno del conservador Eduardo Dato, que había sustituido pocos meses antes a Romanones en la presidencia, proclamó la neutralidad de España en la lucha que enfrentaba a los imperios centrales –Alemania y Austriahungría– con Gran Bretaña, Francia y la Rusia de los zares. Esa neutralidad, de la que se derivaron trascendentales consecuencias tanto el plano económico como en el social, fue vivida por los españoles desde la división entre germanófilos y aliadófilos. Desató fuertes tensiones que llegaron a palacio –si bien se mantuvieron las formas–: la reina Victoria Eugenia de Battenberg y la reina madre, María Cristina de Habsburgo, se vinculaban a cada uno de los bandos contendientes, por obvias razones de nacimiento.
Esa neutralidad era, en gran medida, una necesidad impuesta por el atraso de España y por una falta de recursos que se traducía en una escasa capacidad militar. Sin embargo, fue rechazada de plano por Romanones, que se encontraba en Sigüenza cuando estalló la conflagración. No tardó en posicionarse públicamente con un artículo en El Diario Universal titulado “Neutralidades que matan”, y que firmó con una X. Se mostraba partidario de intervenir al lado de Francia y Gran Bretaña, se preguntaba si los alemanes agradecerían, caso de resultar triunfadores, esa neutralidad y afirmaba que, desde luego, si los vencedores eran los aliados, nada tendrían que agradecer a España. Su autoría fue pronto conocida y causó un amplio malestar entre la mayor parte de la aristocracia y la clase política. En la primera por germanófila, y en la segunda por neutral. Malestar que llegó al propio monarca. Romanones fue llamado a palacio, donde Alfonso XIII le hizo patente su descontento. La opinión de quien había sido presidente del gobierno hacía menos de un año tenía una gran resonancia. En realidad, el conde no hacía sino evidenciar su francofilia, paralela a sus intereses económicos. Siendo presidente del gobierno llegó incluso a comprometerse con el primer ministro de Francia, Raymond Poincaré, a participar en la guerra, caso de que estallase. Cuando de nuevo asumió la presidencia, a finales de 1915, en pleno desarrollo de la contienda, no pudo imponer sus plan
TRATÓ DE HACER FRENTE AL CONFLICTO CON LA JORNADA DE OCHO HORAS, PERO NO FUE SUFICIENTE
teamientos intervencionistas, dado el rechazo que provocaban en buena parte de su propio partido. Ni siquiera lo logró cuando algunos mercantes españoles fueron hundidos por submarinos alemanes. Fue su postura respecto al hundimiento –considerado por Romanones como casus belli–, unida al bloqueo parlamentario a que lo sometieron los catalanistas de la Lliga y los serios problemas con los militares que se habían organizado en las llamadas Juntas de Defensa, lo que provocó la caída de su segundo gobierno en abril de 1917.
Todo se tambalea
La situación en esas fechas era extraordinariamente complicada desde el punto de vista social, político, económico y militar. Puso fin a un gobierno, pero la crisis era de una dimensión mucho mayor y afectaba a la vigencia del propio sistema político de la Restauración. El bipartidismo, herido de muerte tras la caída de Maura en 1909, obligó a la formación de gobiernos de coalición y, conforme arreciaban las dificultades, a los de concentración nacional. Muchos de estos últimos estuvieron presididos por Manuel García Prieto y Maura. Se trataba de gabinetes muy débiles, sometidos a fuertes tensiones internas y a una gran presión social. Se añadía a ello la impopular guerra que había generado la ocupación del Protectorado de Marruecos, que vivió un verdadero desastre en Annual en 1921. Romanones formó parte de algunos ejecutivos, desempeñando las carteras de Gracia y Justicia, Estado e Instrucción Pública y Bellas Artes. Presidió uno de esos gobiernos de concentración a finales de 1918, días después de que concluyera la guerra que había devastado buena parte de Europa. Tuvo que hacer frente a algunas de las consecuencias derivadas de la neutralidad, que había convertido a España en proveedora de manufacturas y alimentos a los bandos contendientes. Mientras las exportaciones crecían espectacularmente, escasearon en el mercado interno algunos productos y los precios se dispararon, provocando una acentuada inflación que no se vio acompañada de una subida paralela de los salarios. Las condiciones de vida de los
trabajadores empeoraron considerablemente, generando un malestar que se tradujo en múltiples huelgas y disputas. Barcelona se convirtió en escenario de enfrentamientos, y el pistolerismo fue una triste realidad. Se cometieron numerosos asesinatos, tanto de patronos como de líderes obreros. Romanones trató de enfrentarse a la conflictividad social haciendo algunas concesiones a los trabajadores, como la jornada laboral de ocho horas, una vieja aspiración del movimiento obrero. No fue suficiente para frenar el descontento, y el gobierno cayó en abril de 1919. Era presidente del Senado cuando, en septiembre de 1923, se producía el golpe de Estado de Primo de Rivera, que, con la anuencia de Alfonso XIII, abolió la Constitución de 1876 y declaró ilegales los partidos políticos. Romanones, muy crítico con la dictadura primorriverista, conspiró para derribarla. Le fue impuesta una multa de 500.000 pesetas. Una verdadera fortuna en la época, pero poco más que calderilla para el magnate. Álvaro de Figueroa y Torres fue un político con pocos escrúpulos cuando de defender sus intereses personales se trataba, aunque tenía un cierto sentido de la dignidad y el decoro. Así lo puso de manifiesto cuando, tras la proclamación de la República en 1931, fue el único de los ministros de la monarquía alfonsina que acompañó al rey en su marcha a Cartagena, cuando abandonó Madrid. El historiador Julio Gil Pecharromán señala que Romanones estaba especialmente dotado para la intriga, pero también para el pacto y la búsqueda de acuerdos con sus adversarios políticos. Esa cualidad le resultó fundamental para hacer frente a la descomposición del liderazgo de los partidos del turnismo, una vez desaparecidos Cánovas y Sagasta, y a la espiral de crisis en que había entrado el sistema político de la Restauración y que lo llevaría a su desaparición.