BELLEZA Y EXCESOS
Si Florencia abrió la puerta al Renacimiento artístico, en el siglo xvi, los papas hicieron de Roma una obra maestra. No fue solo por motivos estéticos. Para evitar que la máxima institución religiosa volviera a estar a merced de un rey, como lo había estado del de Francia durante la etapa de Aviñón, el papa se fue convirtiendo en un monarca terrenal. En realidad, un príncipe renacentista, ya que su pulso por el poder con los soberanos de la época se sustentó en destacar, como afirmó Sixto IV, “la primacía de la urbe romana frente a todas las demás debido al trono de San Pedro”. Así, algunos de los pontífices que le sucedieron, entre ellos, Alejandro VI, de la familia de los Borgia, y Julio II y León X, ambos de los Medici, impulsaron las reformas urbanísticas y el embellecimiento de la ciudad como base de un plan mayor. Tras el declive experimentado en época medieval, había que devolver a Roma su condición de capital del catolicismo y símbolo del poder de la Iglesia.
Así sucedió. La ciudad se convirtió en foco de atracción de los grandes talentos artísticos del momento, como Miguel Ángel, Rafael o Bramante, que encontraron en los papas a sus grandes mecenas. De este modo, se posibilitó el desarrollo de joyas artísticas del Renacimiento tan conmovedoras como la Piedad o descomunales como la Capilla Sixtina. Pero aquella corte vaticana, brillante, activa y dinamizadora, fue también un reino de los excesos. “Ya que Dios nos ha concedido el papado, disfrutémoslo”, declaró León X, quien, además de ser el mayor promotor de Rafael, dejó la Santa Sede plagada de deudas debido a su derroche. La Roma de los papas fue una edad de oro para la ciudad, pero a ese legado eterno se suma la otra cara de aquellos pontífices. Su ligereza moral y sus prácticas corruptas dieron múltiples argumentos a los movimientos reformistas que preconizaban un retorno a los principios evangélicos y a la austeridad, con la figura de Martín Lutero como líder emergente.