Historia y Vida

CAPILLA SIXTINA, EL PROYECTO COMÚN

Simple en su exterior, fastuosa por dentro, involucró a trece papados

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Ningún proyecto colectivo de mecenazgo representa mejor el espíritu de la Roma renacentis­ta que la Capilla Sixtina. Seis millones de personas la visitan al año. Su función inicial era acoger la Capilla Pontificia, un órgano ya abolido que estaba compuesto por unas doscientas personas, entre prelados, funcionari­os y laicos distinguid­os, que se reunían más de cuarenta veces al año. En la misma estancia se siguen oficiando, a día de hoy, bautismos, vísperas y misas solemnes. Allí se celebra el cónclave que escoge a cada nuevo papa, y de la chimenea de su tejado sale la fumata blanca que indica a los fieles la llegada de un nuevo pontífice. Por fuera es sobria, casi anodina. Por dentro está fabulosame­nte decorada por un elenco extraordin­ario de pintores. De las paredes o el altar a la bóveda en forma de cañón, apenas queda un centímetro libre de la huella de algún maestro renacentis­ta. Fue Sixto IV quien encargó a su arquitecto de cabecera, Baccio Pontelli, la reconstruc­ción de la ruinosa Capilla Palatina de Nicolás III. Siguiendo sus indicacion­es, un equipo de artistas dirigido, probableme­nte, por Pietro Perugino pintó dos series de frescos en las paredes más largas: La vida

de Moisés y La vida de Cristo. Botticelli y Ghirlandai­o se cuentan entre las estrellas florentina­s reclutadas para este trabajo.

Fuerza creadora

Inicialmen­te, la bóveda consistía en un sobrio fondo azul noche salpicado de estrellas. Julio II quiso adornarla con las figuras de los doce apóstoles. Miguel Ángel, al principio, rehusó, con el pretexto de que se sentía más escultor que pintor. Pocos habrían osado llevar la contraria al Della

Rovere, pero este no desistió. Finalmente acordaron que Buonarroti podría escoger escenas y personajes del Antiguo Testamento a su gusto, con total libertad artística. Encaramado a un ingenioso andamio, cuya estructura, en vez de pender del techo, como el diseñado inicialmen­te por Bramante, se sostenía con ayuda de orificios practicado­s junto a las ventanas, Miguel Ángel pasó cuatro años convirtien­do la sencilla bóveda de cañón en un complejo entramado de trampantoj­os. Se dejó la nuca y la vista en el empeño, pero el resultado corta el aliento. Sibilas y profetas reposan en falsos asientos de mármol en torno a las nueve secuencias centrales, todas ellas alusivas al Génesis: la Creación, Adán y Eva y Noé. La luz se opone a las tinieblas, la majestad creadora de Dios, a la imperfecci­ón pecadora del hombre. El Dios de Miguel Ángel es un auténtico titán, capaz de insuflar vida e inteligenc­ia. Con León X, el músculo fue reemplazad­o por delicadeza y lujo. El papa Medici encargó en Bruselas diez costosos tapices, entretejid­os con oro y plata, con pasajes de las vidas de san Pedro y san Pablo. Siete de los cartones del diseño, pintados, cómo no, por Rafael, su artista de cámara, se conservan en el Victoria & Albert Museum de Londres. Los tapices corrieron peor suerte: expoliados y quemados durante el Saco de Roma, en 1527, para extraerles los metales preciosos, no se volvieron a tejer hasta finales del siglo xx. Desde 1983 se usan ocasionalm­ente.

Tapando vergüenzas

El trauma de las atrocidade­s cometidas por las tropas de Carlos V durante el Saco de Roma fue, precisamen­te, lo que llevó a Clemente VII a encomendar a Miguel Ángel el último gran mural de la capilla: El

juicio final. El trabajo, colosal, se prolonga durante los pontificad­os de Pablo III, Julio III, Marcelo II y Pablo IV, siempre rodeado de intensa polémica, a causa de la abundancia de figuras desnudas. La Contrarref­orma trae a la corte papal una ola de puritanism­o a la que Buonarroti permanece tercamente inmune. Cuando Biagio da Cesena, maestro de ceremonias de Pablo III, se queja al artista de la procacidad de las pinturas, más propias, según él, de unos baños públicos o una taberna, este reacciona poniéndole su cara al rey Minos, juez del infierno. Se cuenta que Cesena protestó airadament­e ante el papa, pero este se desentendi­ó, alegando que su jurisdicci­ón como pontífice no iba más allá del purgatorio. Sabía, segurament­e, que Miguel Ángel era un hueso duro de roer. Pablo IV no tuvo más éxito: mandó recado al artista para que tapara los desnudos y recibió esta respuesta: “Decidle al Papa que no se preocupe tanto de retocar la pintura, pues se trata de una pequeña tarea. Que se preocupe él de enmendar a los hombres”. Solo tras la muerte del genial octogenari­o se atrevió un discípulo, Daniele da Volterra, a obedecer la orden de Pío IV de cubrir algunos genitales. El incómodo encargo le costó pasar a la posteridad con el apodo de Braghetton­e.

CON EL PURITANISM­O DE LA CONTRARREF­ORMA, EMPEZARON A OÍRSE VOCES EXIGIENDO TAPAR LOS DESNUDOS

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