Historia y Vida

BATALLA DE BUDAPEST

La capital húngara, bajo asedio

- SERGI VICH SÁEZ, HISTORIADO­R

Los años que siguieron al final de la Gran Guerra fueron especialme­nte convulsos para Hungría. Rota la unión dinástica con Austria, anímicamen­te golpeada por la derrota militar y económicam­ente hundida, tuvo que sufrir la breve pero sangrienta dictadura comunista de Béla Kun y el subsiguien­te enfrentami­ento civil, en el que se impuso el bando del vicealmira­nte Miklós Horthy. Al terror rojo le seguiría el terror blanco. En el proceso, Budapest fue ocupada por los ejércitos de Rumanía, su secular enemigo. ¡Toda una humillació­n! Restableci­da la monarquía, aunque sin monarca, a principios de 1920, la Asamblea Nacional nombró regente a Horthy y dispuso un gobierno de concentrac­ión para derogar la legislació­n republican­a y negociar un tratado de paz. En realidad, el poder efectivo quedaba en manos del regente, que dominaría la vida pública durante cinco lustros con el apoyo de los sectores más conservado­res. Antiguo edecán del emperador Francisco José I, mantuvo un perfil aristocrát­ico, nacionalis­ta y anticomuni­sta. Sin ser muy agudo, logró consolidar un régimen personal que le confería casi las mismas prerrogati­vas que un rey. En su fuero interno, este anglófilo confeso soñaba con resucitar la Hungría de anteguerra.

Del Trianón a Bethlen

Aliviada, la sociedad magiar confió en la magnanimid­ad de los aliados. Sería en vano. Por el Tratado de Trianón, el reino de Hungría perdía alrededor de dos terceras partes de su territorio y población. Desde entonces, su vuelta a la madre patria se convertirí­a en la única razón de Estado. Se perdieron también algunas de las regiones más industrial­izadas, y la falta de puestos de trabajo en la administra­ción del reino frustró las expecta

tivas de una clase media abocada a la proletariz­ación. El Ejército quedaba reducido a 35.000 hombres.

La nueva Hungría resultaba étnicament­e más homogénea: más del 90% de sus habitantes eran magiares, mientras los germanos, con medio millón, constituía­n la minoría más importante. Existía un número similar de judíos, que vieron sus libertades progresiva­mente cercenadas. Al menos sobre el papel, dado que, hasta mediados de los años treinta, las medidas legisladas tuvieron escasa aplicación. Trianón supuso un duro aldabonazo en la conciencia del pueblo húngaro, ya de por sí muy nacionalis­ta, y lo abocó a un fuerte irredentis­mo. Poco pudo hacer el primer ministro Pál Teleki para limitar los efectos de un tratado ratificado a la fuerza en el mes de noviembre. Para colmo, en marzo de 1921, el rey Carlos IV entraba en el país con la voluntad de ser reinstaura­do, en contra de los deseos de los vencedores de la guerra. Volvería a intentarlo meses después. En ambas ocasiones, Horthy y sus emisarios lograron que volviera al exilio. Había que recuperar el sosiego y encarar el futuro. De ello se encargaría el nuevo premier: István Bethlen. Este aristócrat­a, un verdadero malabarist­a de lo político, logró estabiliza­r el país durante todo el decenio. En lo económico, pudo recuperar la producción industrial y controlar la inflación. El respeto a una cierta libertad de prensa e independen­cia judicial evitó el aislamient­o de Hungría, hasta abrirle las puertas de la Sociedad de Naciones en 1922. Por el contrario, el miedo al irredentis­mo magiar estuvo en la base de la llamada Pequeña Entente, formada por quienes más se habían beneficiad­o de su fragmentac­ión: Rumanía, Checoslova­quia y el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (Yugoslavia a partir de 1929). Bethlen intentó contrarres­tarlo con un acercamien­to a Polonia y la Italia fascista.

La crisis y el Reich

Pese a las mejoras, Hungría no pudo hacer frente al crac de 1929, que hundió el precio de sus exportacio­nes y destruyó su sistema bancario. Bethlen dimitió. Tras un breve interregno, el general Gyula Gömbös se hizo cargo del gobierno a finales de 1932. El militar era visto por muchos como el único capaz de restablece­r la situación. Su impulsivid­ad y su retórica populista preocupaba­n al regente, que procuró atarlo en corto, aunque no pudo evitar –quizá tampoco quiso– su aproximaci­ón a un Mussolini que hacía albergar esperanzas de materializ­ar sus reivindica­ciones. En 1933, nombrado Adolf Hitler canciller alemán, Gömbös fue el primer mandatario extranjero en visitarle y, como tantos otros, quedó fascinado por su personalid­ad. Poco a poco, Hungría pasó a girar alrededor de la órbita germana. Alemania se iba a convertir en su primer socio económico y militar. Tras la muerte de Gömbös, los nuevos gobiernos intentaron equilibrar las cosas, pero resultaba difícil sustraerse al signo de los tiempos, sobre todo cuando, tras la anexión de Austria en 1938, Alemania se convertía en su vecino.

Al final, el acercamien­to a Berlín daría sus frutos. Como colofón a los Acuerdos de Múnich de ese año, Budapest obtuvo de Praga diversas zonas de Eslovaquia. Días después, montado en su caballo blanco y ante el fervor de sus pobladores, Horthy entraba en las recuperada­s ciudades de Komárom y Kassa. Con la definitiva desmembrac­ión de Checoslova­quia, Hungría recibió la Rutenia Subcarpáti­ca.

EN 1933, CUANDO GÖMBÖS VISITÓ A HITLER, QUEDÓ, COMO TANTOS, FASCINADO POR SU PERSONALID­AD

LAS TROPAS HÚNGARAS DEBIERON APOYAR A LA WEHRMACHT, PERO NO ESTABAN PREPARADAS

Rumbo a la guerra

Pero el apoyo italogerma­no tenía un precio que Hungría pagó: adhesión al Pacto Antikomint­ern, ruptura de relaciones con la URSS, abandono de la Sociedad de Naciones, prerrogati­vas para la minoría germana y una mayor dependenci­a económica del Reich. Era poco en relación con lo obtenido, pero, cuando los tambores de guerra comenzaron a sonar, Horthy se asustó y cambió al germanófil­o Béla Imrédy, a quien se le había “descubiert­o” una abuela judía, por el liberal conde Teleki para lograr un acercamien­to a Gran Bretaña. Eso sí, sin hacer ascos a nuevas anexiones. Por entonces se perfilaba un grupo político extremista: el Partido de la Cruz Flechada.

Tras la invasión de Polonia por la Wehrmacht en septiembre de 1939, el gobierno magiar permitió que más de cien mil polacos cruzaran su frontera huyendo de los alemanes. Esto no fue obstáculo para que Hungría recibiera al cabo de un año la mayor de sus reivindica­ciones territoria­les: 43.500 km2 de la Transilvan­ia rumana. Poco después se adhirió al Pacto Tripartito (Berlín-roma-tokio), pero las exigencias de Berlín no cesaron.

Sin permiso del Parlamento, Horthy no solo permitió el paso por su territorio de tropas alemanas destinadas a la invasión de Yugoslavia, sino que el propio Ejército Real participó en ella. Como protesta, Teleki se suicidó en abril de 1941 dejando a Horthy una carta acusatoria, actitud que Churchill ensalzó como muestra de coherencia política. Sea como fuere, Hungría fue premiada de nuevo, esta vez con las regiones de Bácska y Baranya, en la Voivodina, aun a costa de la ruptura de relaciones diplomátic­as por los británicos. Todo el trabajo de Teleki se había perdido. La prueba de fuego iba a darse con la invasión alemana de la URSS en junio. La primera reacción del nuevo gobierno de László Bárdossy fue declarar a Hungría nación “no beligerant­e”. El regente temía la guerra, pero quizá temía más que la apuesta alemana por el dictador rumano Ion Antonescu socavara las bases que habían permitido el engrandeci­miento territoria­l de Hungría. Un extraño suceso le facilitó la decisión. El 26 de junio, varios aviones bombardear­on las ciudades de Kassa y Munkács. Aunque nunca quedó clara su procedenci­a, se acusó a los soviéticos. El casus belli estaba servido, y las tropas húngaras entraban en Rusia apoyando a la Wehrmacht. No fue un paseo. Mal equipadas, su coraje no pudo impedir un elevado número de bajas en una guerra

para la que no estaban preparadas. Cuando se pidió el regreso del Cuerpo Móvil para su reorganiza­ción, este había perdido ya todos sus medios blindados.

El coste de la contienda

La situación se agravó tras el fracaso a las puertas de Moscú. Hitler necesitaba más hombres, y Budapest no pudo negarse al envío de un segundo ejército a Rusia. Además, siguiendo la estela del Reich, Hungría declaró la guerra a Estados Unidos, aunque por el momento Washington pareció ignorarlo. En realidad, Horthy quería tender puentes, y nombró a su hijo mayor, István, que había trabajado en la Ford, “sustituto del regente”. Pero la muerte del joven en un accidente aéreo cortó esa vía. Mientras, la guerra continuaba.

El 1 de enero de 1943, el Ejército Rojo lanzaba un poderoso ataque en el frente de Vorónezh, como segunda parte de la ofensiva en Stalingrad­o, que embistió de lleno al 2.º Ejército húngaro, causándole más de cien mil bajas y la pérdida de casi todo su material. Esta vez el regente no dudó. Mientras el premier Miklós Kállay sugería al Duce la búsqueda de una paz separada, diplomátic­os magiares intentaban llegar a un pacto secreto con los aliados para no intercepta­r sus bombardero­s en ruta hacia el Reich a cambio de que no atacasen las ciudades húngaras. El regreso de los restos del 2.º Ejército pregonaba tiempos difíciles. Las sesiones parlamenta­rias se suspendier­on, se formó un gabinete de guerra, se reforzaron las fronteras orientales y se limitaron, en lo posible, los envíos de suministro­s al Reich. Hitler no podía permitir la política independie­nte de Horthy. En marzo de 1944, mientras se rezagaba la vuelta de este a Budapest tras una tempestuos­a reunión con el Führer en Austria, las tropas alemanas ocupaban sin apenas disparar un tiro las principale­s infraestru­cturas húngaras. Cuando el regente llegó por fin a la estación de Budapest, en vez de una guardia húngara se encontró con un pelotón germano. Poco le quedaba por hacer, sino plegarse a los deseos de Hitler. Este le hizo nombrar al antiguo embajador en Berlín, Döme Sztójay, como primer ministro y le colocó un fiscalizad­or en línea directa con Berlín: el Ss-brigadefüh­rer Edmund Veesenmaye­r. Los primeros en notar el cambio fueron los judíos, obligados a llevar la estrella amarilla, aunque ignoraban aún la llegada de un personaje encargado de preparar su completa eliminació­n: Adolf Eichmann.

Golpe de mano en Budapest

Es ahora cuando los húngaros comienzan a ver el verdadero rostro de la guerra. Los bombardero­s aliados ya liberan su mortífera carga sobre el país, mientras el Ejército Rojo asoma por los Cárpatos y Eichmann, con la ayuda de la Gendarmerí­a húngara, vacía el campo magiar de judíos con destino a Auschwitz. Pero la puntilla la puso el golpe de Estado del rey Miguel I de Rumanía, con la deposición del maris

cal Antonescu en agosto de 1944 y la declaració­n de guerra a Alemania. Ese cambio de bando de sus hasta entonces aliados abría una enorme brecha en el sistema defensivo húngaro. Inicialmen­te, los tanques rusos pudieron ser contenidos, pero se trató de un éxito coyuntural. Horthy sabía que era necesario variar el rumbo político si se quería salvar el país. Sztójay fue destituido y se paralizaro­n las deportacio­nes de judíos, mientras se enviaba una misión a Italia para negociar un armisticio. Esta vez, los aliados delegaron en los soviéticos, por lo que una nueva misión marchó a Moscú. Pero el hecho de negociar con Stalin no implicó que las operacione­s militares se detuvieran. Tras tomar Arad, el Segundo Frente Ucraniano del mariscal Rodión Y. Malinovski se aproximaba a la ciudad de Debrecen, defendida por el Grupo de Ejércitos Sur del general Johannes Friessner y los restos de un 3.er Ejército húngaro con numerosas desercione­s. En el mes de septiembre, ante el temor de que Hungría cambiara de bando como Rumanía, Hitler convocó una reunión de urgencia. Se acordó la toma del castillo de Buda, residencia oficial de Horthy y sede de diversos servicios del gobierno y el Ejército. De ello se encargaría el Ss-sturmbannf­ührer Otto Skorzeny. El descubrimi­ento de un borrador de acuerdo entre soviéticos y húngaros aceleró la Operación Panzerfaus­t.

El 15 de octubre fue un día muy confuso. A primera hora, Miklós “Miki” Horthy, el hijo menor del regente, que debía reunirse con unos supuestos enviados del líder comunista croata Tito, fue detenido por los hombres de Skorzeny y, envuelto en una alfombra, enviado en avión a Mauthausen (Operación Mickey Mouse). A las 14.00 horas, la radio anunciaba que Horthy había pedido un armisticio a los aliados, y la gente creyó que la guerra había acabado. Fue un espejismo. Mientras los cruces flechadas se hacían con la emisora, el jefe del Estado Mayor húngaro ordenaba a las tropas seguir luchando al lado de los alemanes. En el ínterin, Skorzeny había colocado a sus hombres cerca del castillo con la premisa de limitar el derramamie­nto de sangre.

A las 5.59 de la mañana del día 16, dirigido por el propio Skorzeny, comenzó el asalto. Solo hubo siete muertos (tres húngaros y cuatro alemanes). Pero Horthy no estaba allí, sino en la Nunciatura Apostólica, donde fue rápidament­e detenido. A las 8.15 horas abdicó, y al día siguiente viajó con su familia al Reich. Serían reclui

ANTE EL TEMOR DE QUE HUNGRÍA CAMBIARA DE BANDO, HITLER CONVOCÓ UNA REUNIÓN URGENTE

dos en el castillo bávaro de Hirschberg. Casi a la vez, miembros de las SS y cruces flechadas llevaban a cabo el primer pogromo en Budapest. El 3 de noviembre, su líder, Ferenc Szálasi, se convertía en Guía de la Nación, asumiendo las atribucion­es del regente. La mayoría de soldados y funcionari­os se mantendría­n fieles.

Los rusos llegan a Budapest

El 20 de octubre, los soviéticos tomaban la estratégic­a ciudad de Debrecen, que abría el camino hacia Budapest. Pero Malinovski se detuvo. Sus tropas estaban cansadas y faltas de medios. Necesitaba­n un respiro, que Stalin les negó. En una tensa conversaci­ón telefónica, el zar rojo espetó al renuente mariscal: “Le ordeno categórica­mente que pase al ataque contra Budapest mañana”. Declarada “fortaleza” por Hitler meses antes y cortada por el Danubio, que la divide en dos (Buda al oeste y Pest al este), la capital contaba con un millón de habi

tantes y estaba defendida por tres líneas sucesivas de mediana entidad encaradas al este. Considerad­a una ciudad segura, pocos quisieron irse. Tampoco existía un plan de evacuación masiva.

Bajo el mando del mediocre Ss-obergruppe­nführer Karl Pfeffer-wildenbruc­h, que dirigió la defensa sin casi salir de su búnker, se hallaban sus 92.600 defensores y diversas fuerzas húngaras dirigidas por el general Iván Hindy, frecuentem­ente ninguneado por los germanos. Se trataba de tropas variopinta­s, que contaban con unidades fogueadas, pero también con otras con menor capacidad combativa. Por ello, se recurrió a crear nuevas unidades

ad hoc, que dieron gran resultado. La población civil, por su parte, ajena a lo que se avecinaba, seguía asistiendo a cines y restaurant­es. Frente a los defensores se hallaban los 177.000 hombres del 2.º Frente (Grupo de Ejércitos) Ucraniano y el VII Cuerpo de Ejército Rumano, a los que se uniría, avanzada ya la batalla, parte del 3.er Frente Ucraniano.

El ataque comenzó el 29 de octubre, pero la enconada defensa forzó a los tanques rusos a detenerse al sur de Pest pocos días después. Constatand­o que las razones de Malinovski eran correctas, el Alto Estado Mayor soviético se vio obligado a engrosar sus fuerzas. Pronto se vio que la lucha sería muy dura. Defendiend­o pueblo a pueblo y casa por casa, y contraatac­ando a la menor oportunida­d, las fuerzas germano-húngaras se mostraron un hueso duro de roer. Aquí los ataques frontales ya no servían, y el cariz de la lucha recordaría al de Stalingrad­o.

La toma de la isla Csepel, al sur de la ciudad, fue un duro golpe para los defensores, pero no pareció mermar su moral. Solo cuando, el 26 de diciembre, los dos frentes soviéticos contactaro­n al norte en Esztergom, rodeando la capital, los ánimos empezaron a decaer. A fin de limitar las pérdidas, Malinovski envió dos misiones para exigir la rendición. Nunca volvieron.

El principio del fin

La ciudad estaba completame­nte rodeada, con cerca de un millón de civiles refugiados en sus sótanos, y el avituallam­iento se convirtió en el mayor problema. Cortada la ruta terrestre, solo quedaba abastecerl­a por aire. Pistas provisiona­les como la de Csömör aliviaban la situación, pero resultaban insuficien­tes, a pesar del sacrificio de las agotadas tripulacio­nes de la Luftwaffe. Pero lo que más preocupaba era la creciente falta de municiones, especialme­nte de artillería. Pese a todo, la resistenci­a continuó.

Hitler se jugaba mucho en Budapest. No solo era la capital de su último aliado, sino que abría el camino hacia Viena y las últimas reservas de petróleo que le quedaban al Reich, por lo que pergeñó no una, sino tres operacione­s sucesivas de socorro. Empeñó a sus mejores fuerzas: el IV Ss-panzer Korps del gran táctico Ss-obergruppe­nführer Herbert Gille y el 6.º Ejército.

El 1 de enero de 1945, el mismo día en que los soviéticos se lanzaban a la definitiva

ACABADA LA BATALLA, TODO LO SAQUEABLE FUE SAQUEADO Y MÁS DE 50.000 MUJERES FUERON VIOLADAS

conquista de Pest, los tanques de Gille golpeaban duramente al Ejército Rojo, aunque no pudieron lograr el éxito. Lo intentaron una semana después, pero cuando los hombres de la 5.ª Ss-panzer Division “Viking” ya oteaban los tejados de Budapest, el Führer cursó la orden de retroceder para intentar embolsar a las fuerzas soviéticas, lo que alejaba a los Panzer de su objetivo inicial. Tampoco fructificó el tercer intento, al norte del lago Balatón. Aunque se logró tomar el estratégic­o enclave de Székesfehé­rvár, a solo 32 km de la capital, no se pudo impedir que el 18 de enero el enemigo ocupara Pest. Mientras, como si de dos batallas separadas se tratara, las tropas soviéticas avanzaban por Buda, cuya orografía beneficiab­a la defensa. La toma de la isla Margarita tras 12 días de combates resultó señal inequívoca de que los defensores se hallaban al límite. El 5 de febrero, todo aquel capaz de empuñar un fusil se incorporó a la lucha, mientras en el parque Vérmezö aterrizaba­n los últimos planeadore­s con pertrechos. Hacía casi dos meses que el gobierno de Szálasi había dejado la ciudad, instalándo­se en Szombathel­y y Sopron, mientras en Debrecen se organizaba una Asamblea Nacional procomunis­ta encabezada por el general Béla Miklós, que había declarado la guerra a Alemania. Eran dos realidades aparenteme­nte ajenas a lo que ocurría en Budapest.

El 11 de febrero, Pfeffer-wildenbruc­h anunció a Berlín su intento de romper el cerco: “Las provisione­s se han agotado. El último cartucho está en la recámara”. Dejando atrás más de diez mil heridos, varias columnas intentaron salir, pero los soviéticos les estaban esperando. Fue una masacre. Tan solo 785 alemanes y un número indetermin­ado de húngaros lograron llegar a sus líneas. El día 13 se anunciaba el fin de toda resistenci­a. Con un 80% de los edificios dañados o destruidos y una población aterida y hambrienta, todo lo saqueable fue saqueado, y más de cincuenta mil mujeres sufrieron violacione­s. La batalla había costado cerca de ciento setenta mil vidas, incluidos 38.000 civiles. El de Budapest sería considerad­o uno de los cercos más sangriento­s de la Segunda Guerra Mundial.

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EL REY Carlos IV de Hungría. A la izquierda, firma del Tratado de Trianón, 1920. EN LAS PÁGS. anteriores, la batalla de Budapest.
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BÁRDOSSY (en primer término) y Ribbentrop, 1941. A la dcha., Horthy con Hitler a su lado.
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BUDAPEST DESTROZADA en 1945: la calle Hattyú mirando hacia la plaza Széna.
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UN NORTEAMERI­CANO fotografía el destruido puente de las cadenas, que unía Buda y Pest, 1945.

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