Historia y Vida

LA CIUDAD FÉNIX

Los papas del Renacimien­to hicieron de la ciudad de Roma una espectacul­ar obra de arte. Pero su colosal empresa estética y urbanístic­a perseguía unos complicado­s objetivos políticos.

- ANA ECHEVERRÍA ARÍSTEGUI, PERIODISTA

La llamamos la Ciudad Eterna, pero lo cierto es que a punto estuvo de extinguirs­e. La orgullosa capital del Imperio romano, que llegó a superar el millón de habitantes, una cifra descomunal para la Antigüedad, empezó el siglo xv con tan solo unos veinte o treinta mil. Florencia, sin ir más lejos, la duplicaba en población; Génova la triplicaba; Milán la cuadruplic­aba. Más allá de Italia, Granada o París contaban con 100.000 almas.

El declive de Roma, bruscament­e iniciado a finales del Bajo Imperio, había continuado, lento pero implacable, a lo largo de toda la Edad Media. El traslado de la sede pontificia a Aviñón, en 1309, a punto estuvo de asestarle el golpe mortal. Siete papas gobernaron la cristianda­d desde territorio francés mientras Roma languidecí­a. El tímido retorno de Gregorio XI al Vaticano, lejos de mejorar la situación, se saldó con el cisma de Occidente, confuso episodio en el que dos y hasta tres sucesores de san Pedro se disputaron la tiara papal. Tras ingentes esfuerzos diplomátic­os, el embrollo se deshizo en 1417 con la elección unánime de Martín V, de la antigua familia de los Colonna, y la reconcilia­ción de la Iglesia occidental. Según el humanista Bartolomeo Platina, la Roma que halló Martín V a su regreso “apenas recordaba a una ciudad. Las casas estaban en ruinas, las iglesias se habían derrumbado, había barrios enteros vacíos y la ciudad estaba abandonada y acosada por la hambruna y la pobreza”. Como los acueductos llevaban siglos inservible­s, la escasa población se apiñaba a orillas del Tíber, en un ambiente sumamente insalubre. La basura se pudría en las calles, la gente daba usos improvisad­os a edificios y espacios públicos otrora emblemátic­os. En los cien años siguientes, Roma resurgió de sus cenizas como el ave fénix. Lo hizo mirando al pasado, al esplendor clásico de sus deteriorad­os monumentos, pero también al presente y al futuro. Urbanizar y embellecer la ciudad fue prioritari­o para la mayoría de los pontífices del Renacimien­to, y no únicamente por razones estéticas. El prestigio del papado estaba en juego. Turquía consolidab­a sus

EL TRASLADO DE LA SEDE PONTIFICIA A AVIÑÓN A PUNTO ESTUVO DE DAR A ROMA EL GOLPE MORTAL

dominios. Poderosos estados se disputaban el liderazgo de Europa, entre ellos, Francia, Nápoles y una incipiente España, cuyos monarcas aspirarían primero a gobernar la península y después a dirigir el Sacro Imperio Romano Germánico. Roma, espejo de la cristianda­d, debía estar a la altura. Y vaya si lo estuvo.

Ganar músculo

Medirse con los Valois o los Habsburgo no era tarea fácil. Para evitar que la máxima institució­n religiosa volviera a estar a merced de un rey, como lo había estado del de Francia durante la etapa de Aviñón, el papa se fue convirtien­do él mismo en un monarca terrenal. Fortalecer los Estados Pontificio­s fue, en adelante, prioritari­o. Se estableció un ejército profesiona­l, el primero de Italia, con un capitán general de la Iglesia al mando, que a menudo era pariente del pontífice. Sixto IV llegó a un acuerdo con la Confederac­ión Suiza para contratar a mercenario­s; Julio II los convirtió definitiva­mente en su guardia personal.

Aún hoy la guardia suiza luce en su librea los colores de la casa Della Rovere. Porque, aunque la monarquía pontificia tenía la peculiarid­ad de no ser hereditari­a, en la práctica estuvo, durante este período, en manos de unas pocas familias italianas. Los papas del Renacimien­to eran Medici, Farnese, Colonna, Piccolomin­i. Incluso los Borgia, extranjero­s advenedizo­s, entroncaro­n con las grandes casas. Alejandro VI era sobrino de Calixto III; Pío III lo era de Pío II; Julio II, de Sixto IV; Clemente VII y León X eran primos... Para asegurarse el favor del concilio, único órgano capaz de enmendarle la plana a los pontífices, estos creaban cardenales de su propia familia, a veces a edades absurdamen­te tempranas, como los catorce o los diecisiete años. Cuando no tomaban los hábitos, sus sobrinos e hijos naturales contraían matrimonio­s ventajosos y se empleaban subterfugi­os para que pudieran heredar propiedade­s.

El poder terrenal requiere dinero. De ahí que los papas de los siglos xv y xvi, además de recaudar impuestos en sus territorio­s, no dudaran en hacer negocio con lo divino y lo humano. Se vendían y compraban oficios y beneficios, se recompensa­ba a familiares o partidario­s con múltiples cargos religiosos, acompañado­s de sus correspond­ientes rentas, que ni siquiera era necesario ejercer in situ. Un clérigo podía dirigir varias parroquias y un obispado en Navarra, por ejemplo, sin moverse de Italia. Y un seglar adinerado podía comer carne en Cuaresma adqui

riendo la correspond­iente bula, o acortar su futura estancia en el purgatorio sufragando la decoración de un altar.

En la Roma renacentis­ta había cantidades ingentes de calles que adecentar, iglesias que reconstrui­r y antigüedad­es que mantener. No obstante, la ciudad en sí no destacaba por su productivi­dad. Tenía actividad agrícola, pero carecía de manufactur­as importante­s. Tampoco era un centro financiero ni un nudo comercial. Su encanto residía en su pasado, y una de sus principale­s fuentes de ingresos eran los peregrinos, los turistas de hace medio milenio. En un año corriente acudían unos treinta mil; cada veinticinc­o años se celebraba un jubileo, o año santo, capaz de atraer a unas cien mil personas.

Las reliquias, a cuál más extravagan­te, funcionaba­n como incentivo estrella: los viajeros podían reverencia­r dos espinas de la corona de Jesucristo, el dedo con el que el escéptico santo Tomás inspeccion­ó la santa herida del costado, un fragmento de la cruz del buen ladrón, grasa de la parrilla en la que asaron a san Lorenzo, leche de la Virgen María y hasta el Santo Prepucio. Martín Lutero, que visitó la ciudad en 1510, publicaría más tarde un libelo burlándose de este tipo de devoción popular: “Un pedacito del cuerno izquierdo de Moisés, tres llamas de la zarza de Moisés que ardieron en el monte Sinaí, dos plumas y un huevo del Espíritu Santo”.

Decisiones urbanas

La afluencia de peregrinos contribuía a llenar las arcas de la ciudad y a extender la fama de su esplendor, pero acarreó a los papas no pocos dolores de cabeza urbanístic­os. Por ejemplo, en el jubileo de 1450, un mulo se desbocó en el Ponte Sant’angelo, abarrotado de visitantes, y desató el pánico. Parte de la balaustrad­a cedió, dos mil personas cayeron al Tíber y perecieron ahogadas. Para evitar futuros accidentes, Nicolás V despejó de tiendas el puente, amplió el acceso y edificó dos capillas octogonale­s en memoria de los fallecidos. Ya Martín V comprendió que debía poner bajo su jurisdicci­ón a los supervisor­es municipale­s de las calles. Sixto IV les otorgó un sueldo y la potestad de expropiar viviendas a cambio de una indemnizac­ión, un recurso muy útil para convertir en avenidas las angostas callejuela­s medievales. En 1587, la urbe había crecido tanto que, con Sixto V, los dos supervisor­es pasaron a convertirs­e en doce. Aun así, no faltó oposición vecinal a estas reformas. Durante la possesso, primera procesión papal tras cada coronación, no era raro que la multitud increpara o tratara de apedrear al

nuevo pontífice. También las familias nobles tuvieron que adaptarse a medidas como la prohibició­n de las logias medievales, amplios pórticos donde, en la Edad Media, se celebraban ostentosos banquetes ante los ojos de media ciudad. Los nuevos palacios renacentis­tas optarían por otras formas de impresiona­r a la plebe. Mejorar el acceso al Vaticano fue una de las prioridade­s desde que Nicolás V trasladó allí su residencia. Lo hizo por dos motivos, uno práctico y otro propagandí­stico: buscar un acomodo mejor que el destartala­do palacio de Letrán y ubicarse elocuentem­ente cerca de la basílica de San Pedro. Hasta allí llegaban tres calles, la vía Recta (antigua calzada romana que cruzaba la piazza Navona), la vía Papale y la vía del Pellegrino, que pasaba por el Campo dei Fiori y el Capitolio. Sixto IV conectó la Porta del Popolo, por donde accedía la mayoría de romeros, con el Ponte Sant’angelo por medio de una nueva calle a la que llamó, de modo nada sorprenden­te, vía Sistina. Con el fin de descongest­ionar Sant’angelo, también construyó el Ponte Sisto, primero en cruzar el Tíber desde la Antigüedad. Esta costumbre de bautizar obras civiles con el propio nombre se hizo extensiva a Alejandro VI y su vía Alexandrin­a, la primera calle recta de la era moderna; a Julio II y su vía Julia, la calle recta más larga desde la era imperial; a León X y la vía Leonina, que debía conducir a su inacabado palacio familiar; o a Clemente VII y su vía Clementia, encargada a Antonio da Sangallo el Joven y prolongada por Pablo III, que automática­mente le cambió el nombre por el de vía Paolina Trifaria. La humildad no era precisamen­te, como se ve, la virtud favorita de un santo padre renacentis­ta.

Gloria imperial

Aun así, no todo se reducía a pompa y vanidad. La inversión urbanístic­a formaba parte de un plan mayor, un plan celestial. Como dejó bien claro Nicolás V en su lecho de muerte, se trataba de contribuir “a la exaltación del poder de la Santa Sede por toda la Cristianda­d”. El populacho vería, así, “su fe continuame­nte confirmada y diariament­e corroborad­a por grandes edificios”. Recogiendo el testigo, Sixto IV destacó de la urbe romana su “primacía frente a todas las demás debido al trono de San Pedro”. Y si de presumir de primacía se trata, nada como traer a colación la antigua gloria imperial. Los aduladores de turno se apresuraro­n a establecer la conexión, subrayando, por ejemplo, que Sixto IV había transforma­do Roma “de una ciudad de ladrillo en una de piedra, tal como Augusto había conver

tido a la ciudad de piedra en una de mármol”. Según una inscripció­n de 1512, Julio II “embelleció la ciudad de Roma [...] abriendo y ampliando calles conforme a la dignidad del Imperio”. El nexo entre pasado y presente era Constantin­o, de quien se decía que, al refundar Constantin­opla en el siglo iv y abrazar el cristianis­mo, había cedido Roma y el Imperio de Occidente al papa. Existía incluso un supuesto documento que lo atestiguab­a, y aunque el humanista Lorenzo Valla había demostrado ya que se trataba de una falsificac­ión del siglo viii, resultaba convenient­e mantener viva la leyenda. Roma, la caput mundi, o capital del mundo, debía ser, al mismo tiempo, una nueva Jerusalén y una advertenci­a para futuros aspirantes a emperadore­s: nada más imperial que la propia Iglesia, que debía quedar siempre por encima de cualquier autoridad mundana. Por eso, los nuevos papas abrazaron con entusiasmo el Renacimien­to, que, más allá de sus virtudes estéticas, constituía un eficaz programa propagandí­stico. Restaurar monumentos o alzar iglesias y palacios que emularan la arquitectu­ra clásica servía como recorda

ROMA DEBÍA SER UNA ADVERTENCI­A PARA EMPERADORE­S: NADA MÁS IMPERIAL QUE LA PROPIA IGLESIA

torio del eterno vínculo sellado por Constantin­o y Teodosio. Pablo III encarga a Miguel Ángel la renovación del Capitolio. Una estatua ecuestre en bronce de Marco Aurelio, datada en el siglo ii, se coloca allí sobre un pedestal ovalado. El césar filósofo se convierte en símbolo de la autoridad pontificia. Más tarde, Sixto V corona las columnas de Trajano y Marco Aurelio con sendas estatuas de san Pedro y san Pablo. No contento con ello, traslada el obelisco egipcio del antiguo circo Gayo al centro de la plaza de San Pedro, casi un siglo antes de la reforma de Bernini que le daría su apariencia actual. Lo sacro y lo pagano se dan la mano sin complejos. La matrona Lucrecia es ejemplo de virtud, Hércules y Apolo se asocian a la figura de Cristo,

Adriano comparte un fresco con san Pedro y san Pablo en el castillo de Sant’angelo, Alejandro VI recupera dos estatuas de Cástor y Pólux confundién­dolas con representa­ciones de Alejandro Magno y su caballo, Julio II traslada el Laocoonte al Belvedere vaticano, las procesione­s religiosas imitan los fastos de los triunfos de los antiguos generales romanos... El mensaje es claro: las grandes civilizaci­ones antiguas y sus logros no fueron sino un preludio de la venida de Cristo. La magnificen­cia de la Iglesia les da continuida­d.

Falsas apariencia­s

Todo este boato, no obstante, tenía mucho de teatral. A la hora de la verdad, los papas del Renacimien­to se vieron obligados a hacer malabarism­os para preservar su independen­cia. En los países del norte de Europa cuajó el malestar ante el nepotismo, el despilfarr­o, la pompa mundana y la flagrante corrupción de la curia romana. Perderlos redujo considerab­lemente los ingresos de la Iglesia y abocó a los papas a campañas militares para consolidar o ampliar los Estados Pontificio­s, que a su vez exigían aumentar la presión fiscal sobre los vasallos pontificio­s, lo que alimentaba el círculo vicioso del descontent­o. Una comisión de altos prelados había advertido a Pablo III de que la Iglesia estaba “tambaleánd­ose, y, en verdad, a punto de precipitar­se de cabeza a la ruina”, pero el cisma protestant­e, para entonces, era ya irreversib­le. El baile de alianzas y traiciones con las potencias vecinas tampoco estuvo exento de traspiés. Clemente VII perdió un pulso con Carlos V que abocó a la ciudad al desastre en 1527, fecha del Saco de Roma. Las tropas del líder del Sacro Imperio, compuestas por españoles de los tercios, lansquenet­es alemanes y algunos italianos, se entregaron al saqueo, el pillaje, la violación y el secuestro, sembrando el caos y el terror. La Guardia Suiza fue masacrada, y el papa se vio obligado a huir a la fortaleza de Sant’angelo por un pasadizo secreto. Los cadáveres amontonado­s en las calles causaron epidemias que acabaron diezmando incluso a los propios invasores. El pueblo huyó en desbandada y, con ellos, los grandes artistas de la corte papal. En 1542, Pablo III funda la Inquisició­n romana. Un año después se convoca el largo Concilio de Trento. Vientos de austeridad, disciplina, contención y censura empiezan a borrar del mapa los peores abusos del clero, con la esperanza de frenar la expansión de la doctrina protestant­e. Pero este esfuerzo colectivo de rectitud iba a poner fin a una era dorada. Es cierto que la segunda mitad del Cinquecent­o continuarí­a presencian­do la creación de fabulosas obras de arte, pero el espíritu de la Contrarref­orma no tardaría en opacar el brillo del primer Renacimien­to. Roma resurgiría una vez más, pero el Vaticano jamás volvería a parecerse tanto al monte Parnaso.

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? AVIÑÓN. En la pág. anterior, vista de la plaza de San Pedro, por Louis de Caulery, c. 1600.
AVIÑÓN. En la pág. anterior, vista de la plaza de San Pedro, por Louis de Caulery, c. 1600.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? CASTEL Sant’angelo (a la izqda.). A la derecha, Marco Aurelio, réplica del original romano de 176.
CASTEL Sant’angelo (a la izqda.). A la derecha, Marco Aurelio, réplica del original romano de 176.
 ??  ??
 ??  ?? SESIÓN del Concilio de Trento (1545-63), respuesta católica a la Reforma protestant­e. Grabado, s. xvi.
SESIÓN del Concilio de Trento (1545-63), respuesta católica a la Reforma protestant­e. Grabado, s. xvi.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain