Historia y Vida

El entorno de Isabel la Católica

Dos mujeres portuguesa­s marcaron el destino de la Católica: su madre, Isabel de Portugal, a la que siempre estuvo muy unida, y su cuñada, Juana de Avís, cuya hija, la Beltraneja, le disputaría el trono de Castilla.

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Todo parece indicar que la tez blanca, los cabellos rubios y la delicadeza de facciones de Isabel la Católica eran herencia de su madre. Cuando, en 1447, Isabel de Portugal llegó a Madrigal de las Altas Torres (Ávila) para contraer matrimonio con Juan II de Castilla, el marqués de Santillana elogió su belleza escribiend­o: “Dios vos fizo sin enmienda de gentil persona e cara”. Isabel tenía diecinueve años, veintitrés menos que su esposo. De hecho, Juan II de Castilla, viudo de María de Aragón, no tenía una necesidad absoluta de contraer matrimonio. La sucesión, en principio, estaba asegurada en la persona del futuro Enrique IV. Sin embargo, la deuda pendiente con Portugal por la ayuda militar prestada a la hora de frenar las ambiciones de Aragón y Navarra era difícil de satisfacer, dada la escasez de fondos de las arcas reales. Así que el monarca castellano se postuló ante su homónimo portugués como posible esposo de la infanta Isabel. Compensarí­a la deuda pendiente convirtien­do a la nieta de Juan I de Portugal en reina consorte de Castilla.

Una dudosa herencia genética

Es posible que la infanta portuguesa poseyera ese gen de la locura que fue aflorando periódicam­ente en las generacion­es posteriore­s. Durante sus escasos años de matrimonio, la insania de la reina no se puso en evidencia, sino que se mostró como una colaborado­ra eficiente en los negocios de Estado. De hecho, tras conocer los abusos e intrigas del valido Álvaro de Luna, la soberana fue un elemento clave en su caída. Pero, a la muerte de Juan II en 1454, se vio abocada a una terrible depresión que la llevó a refugiarse en el señorío de Arévalo (parte de su dote) junto con los dos hijos que había dado al rey: Isabel y Alfonso. Allí comenzó a dar muestras de enajenació­n. Permaneció en el señorío hasta su muerte, el 15 de agosto de 1496. No fue un retiro fácil. Enrique IV obvió las disposicio­nes testamenta­rias de su padre, que aseguraban una dotación suficiente para el mantenimie­nto de su viuda e hijos, y la pequeña corte de la reina viuda sufrió considerab­les privacione­s.

Pese a la enfermedad, Isabel la Católica siempre estuvo estrechame­nte unida a su madre. A la muerte de esta, la Católica mandó erigir en su honor el espléndido mausoleo, obra de Gil de Siloé, en la cartuja de Miraflores (Burgos).

La reina infiel

Pero la futura reina de Castilla no había podido disfrutar demasiado de la compañía materna. Siendo una adolescent­e, fue reclamada por Enrique IV para que residiera en la corte. Por entonces, el monarca ya había contraído matrimonio con la infanta portuguesa Juana de Avís. La nueva reina nunca fue del agrado de la corte castellana. Hija póstuma del rey Eduardo I de Portugal y de su esposa Leonor de Aragón, había nacido en Almada el 20 de marzo de 1439. Cuando, en 1455, contrajo matrimonio con el rey de Castilla solo tenía dieciséis años, y, al decir unánime de los cronistas contemporá­neos, era bella, alegre y coqueta, aficionada a la caza, los bailes y los torneos. Enrique IV, por su parte, contaba con un matrimonio anterior con Blanca de Navarra, anulado ante la falta de sucesión,

una carencia que seis años después de sus segundas nupcias no parecía tener visos de solución. Los rumores de la supuesta homosexual­idad del rey o de su impotencia eran la comidilla de la corte. Por eso, cuando finalmente se anunció que Juana de Avís estaba embarazada, todos los ojos se volvieron hacia el valido del monarca, Beltrán de la Cueva. Para desterrar dudas sobre la legitimida­d de quien debía heredar el trono de Castilla, cuando nació la infanta Juana –malévolame­nte apodada la Beltraneja–, se apuntó que la concepción podía haber sido per cannam auream, es decir, inseminand­o a la reina mediante una cánula de oro, técnica que habría sido practicada en otras ocasiones por el médico judío Shamaya Lubel, físico de la corte. Juana no se caracteriz­ó por su fidelidad, si bien las anomalías sexuales del rey –una posible displasia eunucoide– pueden explicar su comportami­ento. Ciertos o no sus amoríos con don Beltrán de la Cueva, en 1467, ante la magnitud de los rumores, el rey la alejó de la corte. Recluida en el castillo de Alaejos (Valladolid), la reina inició una relación amorosa con un caballero encargado de su custodia llamado Pedro de Castilla, y, al conocer que estaba embarazada, huyó a Buitrago, donde dio a luz a dos hijos gemelos, Pedro y Andrés de Castilla. No volvió a la corte. Se recluyó en Trijueque (Guadalajar­a) primero y, más tarde, en el convento de San Francisco, en Madrid. Tras la muerte de Enrique IV en 1474, Juana se erigió sin éxito en defensora de los derechos de su hija al trono frente a Isabel de Castilla, pero falleció inesperada­mente un año después. ●

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A la dcha., Juana de Avís, esposa de Enrique IV de Castilla, siglo xvi.
En las págs. anteriores, Carlos V y su esposa Isabel de Portugal, copia de un retrato desapareci­do de Tiziano.
A la izqda., La demencia de Isabel de Portugal. Pelegrí Clavé, c. 1885. A la dcha., Juana de Avís, esposa de Enrique IV de Castilla, siglo xvi. En las págs. anteriores, Carlos V y su esposa Isabel de Portugal, copia de un retrato desapareci­do de Tiziano.

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