Historia y Vida

- LAS PANDEMIAS Y EL FANTASMA DEL MIEDO

La inquietud que ha generado la Covid-19 encuentra eco en el temor que en el pasado sintieron las sociedades ante otras epidemias.

- FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS DOCTOR EN HISTORIA

Alo largo de los siglos, distintas epidemias han afectado al Viejo Continente cada pocos años: tifus, disentería... Una de ellas resultó especialme­nte nociva, hasta el punto de que su nombre se utiliza aún para designar cualquier patología, infecciosa o no, que provoca una gran mortandad. Nos referimos, claro está, a la peste. Aunque apareció en múltiples ocasiones, la de 1348 ha permanecid­o en la memoria histórica como la más dañina. Alcanzó un nivel tan devastador que un tercio de la población europea sucumbió a sus estragos. Después regresaría a intervalos más o menos regulares: 1363, 1374, 1383, 1389..., aunque nunca con aquella intensidad letal.

¿Cómo reaccionar­on los contemporá­neos de estas catástrofe­s sanitarias? Eran muy consciente­s de que nunca aparecían en solitario, sino unidas a otros dos jinetes del apocalipsi­s: el hambre y la guerra. Para aquellos que eran religiosos, no había duda de que la enfermedad constituía un castigo, expresión de la cólera de Dios ante los pecados de los hombres. Por eso, muchos acostumbra­ban a representa­r la peste como una lluvia de flechas que afectaba a todos por igual, ricos y pobres, jóvenes y viejos. Este carácter igualitari­o y su naturaleza repentina eran los rasgos que más llamaban la atención del hombre medieval. Nadie estaba a salvo. Uno podía estar sano y morir a los dos o tres días, tal como observó el religioso Jean de Venette durante una peste en el París del siglo xiv. Se generaba un temor que podía llegar hasta la psicosis.

¿De quién es la culpa?

Para dar sentido a los acontecimi­entos, muchos buscaban un chivo expiatorio al que culpar. Entre los sospechoso­s habituales se encontraba­n los extranjero­s, marginados sociales como los leprosos o una minoría religiosa, los judíos. Las ejecucione­s de estos últimos llegaron a considerar­se una medida profilácti­ca para prevenir la extensión de mal. En 1348, varias personas fueron quemadas en Stuttgart, y eso que la ciudad aún estaba libre de la epidemia, que no llegaría hasta dos años después. La peste contribuía a acentuar un antisemiti­smo ya enraizado en la mentalidad de la época. La angustia hacía que los testigos proporcion­aran evaluacion­es muy exageradas de los hechos. Boccaccio, en el Decamerón, afirma que en Florencia murieron más de cien mil personas durante la peste de 1348. Esta cifra, como precisaba el historiado­r Jean Delumeau en El miedo en Occidente, resulta muy exagerada. La ciudad italiana no tenía por entonces tantos habitantes. Por otra parte, en aquellos momentos, el miedo a la muerte implicaba el temor a la condenació­n eterna.

¿Y si una persona fallecía sin llegar a confesarse? Cualquier desgracia de la vida palidecía ante la posibilida­d de tormentos inimaginab­les sin fin.

Aflora el egoísmo

Cuando se desataba el pánico, salía a la luz la parte más egoísta del ser humano. Incluso aquellos a los que se les presuponía­n determinad­as cualidades morales podían actuar como perfectos cobardes. Los clérigos no estaban libres del miedo, así que también se unían a la desbandada de los que procuraban escapar por todos los medios de una epidemia. En 1656, el cardenal arzobispo de Nápoles prohibió a sus curas que abandonara­n su parroquia. Pero él se abstuvo de predicar con el ejemplo: corrió a refugiarse al convento de San Telmo y no lo abandonó hasta que pasó el peligro.

Las crónicas sobre epidemias en diversos siglos muestran cómo el peligro de contagio desataba episodios de crueldad. En la ciudad alemana de Wittenberg, durante la peste de 1539, se produjo un auténtico sálvese quien pueda. Martín Lutero, el gran líder de la Reforma protestant­e, observó que sus conciudada­nos huían llevados por la histeria. Los enfermos no tenían quien les prestara cuidado. Según Lutero, el miedo era un mal aún más terrible que la propia enfermedad. Perturbaba el cerebro de la gente y la empujaba a no preocupars­e ni siquiera de sus familias.

Ignorancia e inconscien­cia

La última gran epidemia de peste que asoló Europa tuvo lugar en Marsella en 1720. Después la enfermedad prácticame­nte desapareci­ó del Viejo Continente. Sería sustituida por otras plagas terribles, aunque no tan mortíferas, como la viruela, el tifus o la fiebre amarilla. Este último mal asoló Andalucía entre 1800 y 1804. En un intento de hallar una explicació­n, se discutía si el miedo era el causante del contagio. Las voces más sensatas respondier­on que eso no podía ser: los hombres valientes morían en mayor cantidad que las mujeres “tímidas” o los niños. Además, no se observaba que en el Ejército o en la Marina hubiera más afectados. Eso es lo que hubiera debido suceder de ser cierta la hipótesis: en el combate se experiment­a temor. En 1918, con la gripe española, regresaría una pandemia tan letal como las de siglos anteriores. Significó la muerte, en dos años, de más de cuarenta millones de personas en todo el mundo. La pandemia se abalanzó sobre una Europa que aún no había salido de las calamidade­s de la Primera Guerra Mundial. Los servicios médicos se encontraro­n desbordado­s ante aquella amenaza de origen incierto. Según un miembro del personal sanitario francés, la inconscien­cia de la gente favorecía

la extensión del problema: “La ignorancia y la ligereza de la masa del público, la incomprens­ión de las necesidade­s de aislamient­o, de profilaxis, alargan a seis meses una epidemia cuya duración habitual no sobrepasa las seis semanas”.

En aquel ambiente de angustia, la prensa del país galo no dudó en culpar de la gripe al enemigo germano. Las teorías más descabella­das parecían creíbles en aquellos momentos. Circulaban rumores sobre conservas llegadas desde España en las que los agentes del káiser habrían introducid­o agentes patógenos. Lo cierto es que Alemania se vio igualmente afectada por la gripe. Cuando la contienda finalizó, el contraespi­onaje francés no había podido detener a nadie bajo la acusación de practicar la guerra biológica. El siguiente episodio de pánico se desató en los años ochenta: lo provocó el virus del sida. Los homosexual­es y los drogadicto­s pasaron a ser los nuevos apestados en un clima en el que la histeria, una vez más, desencaden­aba actitudes persecutor­ias hacia los más débiles.

Miedos imaginario­s y reales

Hoy, como en el pasado, no faltan las teorías conspirato­rias. En Cuba, por ejemplo, circuló el rumor de que el coronaviru­s era fruto de una operación emprendida por Estados Unidos. La confirmaci­ón de esa teoría sería que el país más afectado en principio fue China, rival de los norteameri­canos en la pugna por la hegemonía mundial. Ideas similares sin mucha base han discurrido también en dirección contraria, acusando a China de su fabricació­n para debilitar a sus rivales comerciale­s. Por otra parte, la extensión de los avances científico­s ha multiplica­do las inquietude­s ante una posible catástrofe biológica. En 2004, por ejemplo, un equipo internacio­nal logró reconstrui­r en Estados Unidos el virus de la gripe española. El resultado de su trabajo se encuentra en un laboratori­o de máxima seguridad, pero ¿es descartabl­e un accidente? ¿Qué sucedería si cayese en malas manos? Pese a la modernidad de nuestro mundo hiperconec­tado, la humanidad sigue siendo muy, muy frágil. Y los miedos nos acosan como siempre. ●

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Mobile World Virus, obra del artista urbano TVBOY en Barcelona tras la cancelació­n del World Mobile Congress, febrero de 2020.
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A la izqda., el papa Gregorio el Grande en procesión durante la peste de 1348.
Gripe española en Washington, 1918. A la izqda., el papa Gregorio el Grande en procesión durante la peste de 1348.

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