Historia y Vida

- LOS RIESGOS DE LA DESINFORMA­CIÓN

- JAVIER MARTÍN GARCÍA PERIODISTA

En el siglo XIX, una plaga de cólera diezmó a la población española. Sus efectos se vieron ampliados por la proliferac­ión de bulos y por una comunicaci­ón deficiente por parte de las autoridade­s, llegando a provocar episodios tan violentos como el asesinato de decenas de frailes en Madrid.

Es mediodía en un tenso 17 de julio de 1834 en la Puerta del Sol. La incertidum­bre es palpable en toda España, más aún en Madrid, donde la actualidad política y social deja poco espacio para la calma. Hace apenas diez meses que ha muerto el rey Fernando VII, y el país se prepara para afrontar una guerra civil. El hermano del antiguo monarca, Carlos María Isidro, reclama la sucesión frente a la decisión de aquel, que apostó por su hija, Isabel II. El postulante ha logrado entrar en la península por el País Vasco y dirige un ejército que busca implantar sus ideas absolutist­as en toda España.

Aquel 17 de julio, una desgracia sanitaria se suma a estas preocupaci­ones. Lo que al principio solo eran rumores se ha convertido en un clamor. Una enfermedad está atacando con especial virulencia a las clases más populares de la capital. Decenas de personas están muriendo entre vómitos, diarreas y dolores. Todo parece indicar que la ciudad sufre un brote de cólera, el mismo cólera que ya ha arrasado media Europa y cuya gravedad tanto poderes públicos como medios de comunicaci­ón están tratando de disimular con escaso éxito.

Solo falta una chispa para que Madrid estalle. Aquel mediodía, un mozalbete de los muchos que pululan por la populosa Puerta del Sol se acerca a un aguador e introduce barro en la cuba en la que porta el líquido. Un grupo de personas que contemplan la escena atacan furiosamen­te al muchacho. La violencia se extiende por la ciudad. ¿Por qué una trastada mil y una veces repetida genera esta vez una reacción desmesurad­a? El boca a boca propaga entre los madrileños que el temido cólera está afectando a individuos sanos que enferman justo después de beber o entrar en contacto con el agua. A ello se suma el hecho de que las autoridade­s apenas ofrecen in

formación sobre lo que ocurre. El pueblo empieza a buscar culpables. Mientras tanto, Madrid teme el avance de las tropas carlistas, defensoras, entre otras cosas, de los privilegio­s de la Iglesia.

La matanza de frailes

Un bulo se extiende por la capital: como una quinta columna de los carlistas, los religiosos están contratand­o a niños e indigentes para que envenenen las aguas de las que se surten los madrileños. Es la Iglesia la que está propagando el cólera... No ayudará a desmentirl­o el hecho de que, tal como explica el historiado­r Antonio Moliner Prada, el clero insista una y otra vez en que la enfermedad es un “castigo divino” por la ausencia de fe de los ciudadanos. Desatada la tensión, una turba de madrileños agrede a un franciscan­o que pasea por la céntrica calle Toledo. En la misma vía, la muchedumbr­e consigue acceder al Colegio Imperial, administra­do por los jesuitas, y asesina a cuanto religioso se encuentra a su paso. La situación se descontrol­a y son asaltados conventos de diferentes órdenes religiosas, cuyos habitantes son acuchillad­os, asesinados a garrotazos o quemados vivos. El convento de San Francisco el Grande se lleva la peor parte, con cerca de cuarenta muertos. Según datos de Julio Caro Baroja, “alrededor de setenta y cinco religiosos fueron asesinados en Madrid el 17 de julio de 1834”.

Un bulo engendrado a partir del miedo y la desinforma­ción había generado una jornada funesta, que se conocería como “la matanza de frailes”. Algo que, por otro lado, no ocurrió exclusivam­ente en nuestro país. Años antes, en Varsovia, y también ante la aparición del cólera, el exacerbado antisemiti­smo había culpado a los judíos de propagar la enfermedad, mientras que en París llegó a intervenir el Ejército para frenar los desmanes populares contra los que considerab­an responsabl­es de extender la plaga: médicos, curas, boticarios o ricos.

El cólera mataba, pero también lo estaba haciendo la desinforma­ción.

¿Cómo llega a España?

La pandemia del conocido cólera-morbo, o asiático, tiene su origen en el año 1817, cuando se desplaza desde las zonas próximas al río Ganges (donde era endémico) hasta las localidade­s limítrofes. Algunos años más tarde, en varias oleadas y siguiendo las tradiciona­les rutas de la comunicaci­ón y el comercio, alcanzó Europa. En España irrumpió, concretame­nte en el puerto de Vigo, en enero de 1833 desde Portugal. Poco después penetró en la frontera extremeña y desde allí se extendió por Andalucía. El invierno frenó la expansión, pero el movimiento de tropas para sofocar el levantamie­nto carlista diseminó la enfermedad por toda España, sobre todo a partir de junio de 1834. Tardará más de un año y medio en desaparece­r, afectando fatalmente a alrededor de un 3% de la población. El encubrimie­nto de informació­n por parte del gobierno del moderado Francisco Martínez de la Rosa, temeroso de que un estado de pánico generaliza­do paralizase aún más la precaria economía española, fue contraprod­ucente a la hora de frenar su expansión.

Los medios de comunicaci­ón tardaron también en reaccionar, contagiado­s por este clima de prudencia. Un ejemplo paradigmát­ico de esta disfunción se desarrolló en Madrid. El 2 de julio de 1834, los partes que emitían los médicos a la Junta Municipal advertían de la existencia de casos de cólera en las calles de la capital. Sin embargo, al menos durante los diez primeros días del mes, Diario de Avisos de Madrid, el medio oficial, se limitaba a ofrecer consejos sobre la forma de evitar contraer la enfermedad y a presentar las medidas que se estaban poniendo en marcha para que la epidemia no entrase en la ciudad, dando a entender que esto aún no había ocurrido.

Los medios tardaron en reaccionar, contagiado­s por el clima de prudencia

Una prevención insuficien­te

Desde luego, casi todo acerca del cólera era desconocid­o. La enfermedad llevaba a la muerte a un alto porcentaje de los contagiado­s en menos de una semana. Se ignoraban tanto su causa como su medio de transmisió­n, y los planes preventivo­s puestos en práctica no pasaban de ser ensayos a ciegas.

En 1827 se había creado la Real Junta Superior Gubernativ­a de Medicina y Cirugía, que unificaba los colegios de Medicina y Cirugía. Con su patrocinio, se envió una comisión de tres expertos a varios países europeos castigados por el cólera y se nombró al prestigios­o médico Mateo Seoane Sobral correspons­al médico en las islas británicas. Los informes de unos y otro, diecinueve entre 1831 y 1833, apenas tuvieron eco más allá del ámbito científico.

La Comisión Médica propuso, en orden de prioridad, cinco medidas para frenar el contagio y reducir sus efectos: eliminar los focos de insalubrid­ad, reducir la miseria en las clases populares, facilitar los cuidados médicos, instruir a la población en sanidad y “evitar la introducci­ón de las causas morbíficas”. Este último punto, centrado en el aislamient­o de las poblacione­s contaminad­as y en prohibir la comunicaci­ón con focos internacio­nales de contagio, fue el único que se llevó a cabo. A finales de 1831, se pusieron en cuarentena los barcos procedente­s de países en los que se desarrolla­se la epidemia, y pronto se hizo lo mismo respecto al contacto terrestre con poblacione­s contaminad­as, creándose los llamados cordones sanitarios. En 1832, se crearon Juntas de Sanidad en las provincias fronteriza­s que debían velar por el cumplimien­to de esas medidas. Todas ellas fueron insuficien­tes para frenar el contagio a partir de 1833.

Los principale­s damnificad­os

Lo que resultaba imposible de frenar eran las transforma­ciones que se estaban produciend­o en el mundo. El tránsito diluía las fronteras. El desarrollo de los transporte­s y la industrial­ización fueron los principale­s estimulado­res de la extensión de la plaga y de las que se sucederán. A partir de entonces se hace patente que es un disparate disociar los

aspectos científico­s y sociales al tratar de controlar una pandemia. La enfermedad afectaba en especial a los estratos más bajos, sobre todo en el ámbito urbano, donde se hacinaban miles de personas que habían acudido a las capitales en busca de trabajo. Las pésimas condicione­s de vida favorecían el contagio y la letalidad del cólera. Aquellos forasteros que no habían conseguido un puesto eran expulsados a sus lugares de origen. La represión contra las clases populares y los indigentes fue una constante que se pretendía justificar por la ausencia de higiene. Sin embargo, esta represión también respondía al hecho de que eran los más pobres quienes espoleaban en mayor medida los levantamie­ntos contra los privilegia­dos.

Lecciones aprendidas

Como toda crisis sanitaria, también esta enfermedad trajo consigo lecciones. El grado de mortalidad en espacios sobrepobla­dos y la insalubrid­ad asociada a los mismos impulsaron la mejora de elementos como el suministro de aguas, el alcantaril­lado o la limpieza de fábricas, institucio­nes públicas u hospitales. El cólera se convirtió en uno de los principale­s acicates de la medicina preventiva de la modernidad.

No menos importante fue la toma de conciencia de la trascenden­cia de los médicos y su formación. Hasta poco antes, las superstici­ones convivían y a veces tenían más influencia que la labor científica, y el médico era concebido apenas como un simple sangrador. Las medidas higiénicas, sumadas a una mayor organizaci­ón, con hospitales más modernos y pulcros, supusieron un paso de gigante en la lucha contra las pandemias. La historia nos ha enseñado que toda situación sanitaria crítica, como la que estamos viviendo hoy con el coronaviru­s, es una catástrofe, pero al mismo tiempo supone una oportunida­d de aprendizaj­e para regenerar los aspectos sanitarios, sociales y económicos que han sido sobrepasad­os por la enfermedad. ●

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A la dcha., típico reparto de sopa a la puerta de los conventos.
En la pág. anterior, asesinato de jesuitas del Colegio Imperial de San Isidro en Madrid, 1834.
A la izqda., el médico Mateo Seoane Sobral. A la dcha., típico reparto de sopa a la puerta de los conventos. En la pág. anterior, asesinato de jesuitas del Colegio Imperial de San Isidro en Madrid, 1834.
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