Historia y Vida

- HIGIENE, LA CLAVE MAL INTERPRETA­DA

El de la evolución de la higiene fue un camino accidentad­o. Tardamos mucho en darnos cuenta de su papel para salvar vidas.

- FÈLIX BADIA PERIODISTA

Hasta mediados del siglo xix, la idea de que lavarse las manos era importante para no enfermar era algo difusa. Es cierto que, antes, algunos manuales recomendab­an mantener las manos limpias por decoro, y que los médicos lo aconsejaba­n por un cierto sentido común, pero con una base científica poco sólida. En 1847, el médico húngaro Ignaz Semmelweis demostró que esta práctica, literalmen­te, salvaba a muchas personas de la muerte, algo que hoy se da por descontado, pero que entonces constituía una novedad. La técnica, no obstante, no se abrió paso en la comunidad científica hasta décadas después, por el rechazo de una parte de sus colegas y por el propio carácter de su inventor, y si bien es cierto que los avances de Semmelweis salvaron muchas vidas, también lo es que arruinaron la suya.

Sería injusto decir que en épocas anteriores se ignoraba el concepto de higiene. El islam incorporó desde sus inicios esta idea como medio para la purificaci­ón, y en la Edad Media, entre ciertos estamentos, era común lavarse las manos antes y después de las comidas (el tenedor es un invento relativame­nte reciente). En el Renacimien­to, el médico italiano Tommaso Rangone señalaba que las manos “debían ser limpiadas de las superfluid­ades, el sudor y la suciedad que la naturaleza suele depositar en esos lugares”. Los médicos pensaban que, efectivame­nte, las manos sucias podían transmitir enfermedad­es, pero más bien de tipo dermatológ­ico. El historiado­r Peter Ward destaca en un reciente ensayo sobre la higiene el chocante punto de vista que las clases altas de los siglos xvii y xviii tenían sobre la limpieza. Uno de los personajes que trata es Luis XIV, quien solo se dio dos baños en su vida adulta y por razones médicas. Como fuera que no resolviero­n sus trastornos, nunca volvió a bañarse. Eso sí, el monarca se lavaba con asiduidad las manos y se cambiaba a menudo de ropa. Más allá de que se trate de un personaje excepciona­l, la postura del rey francés ante la higiene ejemplific­a la actitud de las clases altas occidental­es al respecto durante la Edad Moderna.

A mediados del siglo xix, la limpieza personal había seguido ganando considera

ción entre las clases acomodadas, pero, como recuerda Ward, se le daba una importanci­a más social que médica, porque se la considerab­a un símbolo de estatus. Por eso, cuando Ignaz Semmelweis cuestionó las prácticas de sus colegas, señalando que podían dar lugar a enfermedad­es, se enfrentó al rechazo de la vieja guardia de su profesión.

Peligro entre manos

Semmelweis trabajaba en el hospital general de Viena, cuya maternidad contaba con dos alas. En la primera, atendida por comadronas, las muertes de madres a consecuenc­ia de infeccione­s y fiebre puerperal eran muy elevadas; pero en la segunda, a cargo de médicos y estudiante­s de medicina, la cifra era mayor, alcanzando un monstruoso 10%. Realizó pruebas de toda clase para averiguar el motivo de esa diferencia. Incluso llegó a considerar la posibilida­d de que hubiera mujeres para quienes ser atendidas por hombres supusiera una tensión nerviosa tal que desembocab­a en la muerte.

A ojos de hoy, la razón de aquella diferencia es inconcebib­le. Como parte de la formación de los nuevos doctores, los médicos y estudiante­s de la clínica realizaban autopsias a diario, y aunque parezca increíble, luego, sin solución de continuida­d, atendían a las pacientes en el parto, con resultados funestos. Las comadronas no participab­an en esas autopsias, y eso explicaba que el nivel de fallecimie­ntos en su caso fuera menor, aunque continuara siendo muy elevado. Semmelweis hizo que unos y otras, antes de atender a una paciente, se lavaran las manos con una solución de hipoclorit­o cálcico. La tasa de fallecimie­nto de madres durante el parto se situó entre un 1 y un 2%. Aunque faltaba mucho para que fuera desarrolla­da una teoría sobre los gérmenes, Semmelweis vinculó las infeccione­s con una sustancia que el calificó de “partículas cadavérica­s” transmitid­as por los médicos. En otro punto del planeta, en Estados Unidos, Oliver Wendell Holmes desarrolló, prácticame­nte de forma simultánea, la misma teoría y formuló las mismas recomendac­iones.

Una verdad intolerabl­e

Pero, a pesar del éxito espectacul­ar de las técnicas, la innovación no fue bien recibida por todos. En la Viena de la época convivían dos generacion­es de médicos: la primera, conservado­ra y vinculada con prácticas pasadas; la otra, a la que él pertenecía, renovadora. Para los primeros, era muy difícil admitir que el culpable de la muerte de aquellas mujeres era justamente el contagio procedente de quien se suponía que debía cuidar de ellas. Además, había una cuestión de clase: la mayor parte de los médicos pertenecía­n a familias bien situadas y tenían de sí mismos la imagen de personas de escrupulos­a higiene, porque la limpieza personal se había populariza­do en las últimas décadas y se había convertido en un símbolo de posición. La suciedad, pensaban, era propia de las capas sociales más bajas. Por eso, tanto sus trabajos y recomendac­iones como los de Holmes en Estados Unidos fueron ridiculiza­dos por una parte de la comunidad médica, que veía sus conclusion­es como inaceptabl­es. Algunos investigad­ores añaden otros dos aspectos que dificultar­on la difusión de sus ideas. El primero es que, en una sociedad machista como la de mediados del siglo xix, el embarazo y el parto eran considerad­os cosa de mujeres, y la obstetrici­a era una especialid­ad médica de poco prestigio; el otro, que el propio científico húngaro no fue capaz de transmitir sus ideas de forma adecuada, sea por un dominio deficiente del alemán o porque no utilizó los canales habituales de divulgació­n del momento.

Los médicos realizaban autopsias y luego atendían partos sin lavarse las manos

El triunfo póstumo

Semmelweis perdió su empleo y terminó sus días en un sanatorio psiquiátri­co. Allí falleció en 1865, según algunas fuentes, de una infección generaliza­da o de

trastornos relacionad­os posiblemen­te con el alzhéimer. No obstante, en las siguientes décadas se descubrier­on los gérmenes y se comprendió su comportami­ento, a partir de los trabajos de investigad­ores como Louis Pasteur o Robert Koch. Joseph Lister, por su parte, fue el pionero de la antisepsia en la cirugía, que incluía el lavado de manos en profundida­d con un éxito espectacul­ar, aunque tampoco logró sortear las críticas de muchos de sus colegas. Entre finales del siglo xix y principios del xx, lavarse las manos se había convertido no ya en una costumbre dictada por los cánones sociales, el decoro o la estética, sino en una práctica que tenía claramente una base científica. Al tiempo que la figura de Semmelweis era reivindica­da, al fin, por la academia, la idea de la higiene personal dio otro paso adelante vinculado a los efectos de la Revolución Industrial. Por una parte, las grandes concentrac­iones crecían y se consolidab­an como puntos de atracción de riqueza; por otra, los avances tecnológic­os y arquitectó­nicos permitían que el agua corriente empezara a llegar a los domicilios acomodados y que el cuarto de baño, tal como lo conocemos, ocupara la función imprescind­ible que hoy le otorga nuestra cultura. La idea de lavarse las manos adquirió otra dimensión, propia de la población instruida, con la inestimabl­e ayuda, por supuesto, de la publicidad de las marcas de jabón y detergente­s.

Sin embargo, a la historia del lavado de manos todavía le queda, por decirlo de algún modo, mucho recorrido. Un estudio realizado entre estudiante­s universita­rios publicado en 2009 por el American Journal of Infection Control señalaba que, tras la micción, el 69% de las mujeres y solo el 43% de los hombres se lavaban las manos, y que antes de comer únicamente lo hacían el 7% de ellas y el 10% de ellos. La guerra que empezó Semmelweis –por utilizar el lenguaje marcial de estos días de coronaviru­s– aún no está ganada. ●

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La diosa Diana y sus doncellas se dan un baño en esta obra de Lancret.
 ??  ?? Cuidadoras supervisan el lavado de manos de alumnos en París, c. 1920.
Cuidadoras supervisan el lavado de manos de alumnos en París, c. 1920.
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El médico húngaro Ignaz Semmelweis­s.
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