Historia y Vida

Florence Nightingal­e

- / A. GONZÁLEZ QUESADA, profesor del Área de Documentac­ión de la UAB

Célebre por crear la enfermería moderna, no cejó hasta determinar las causas de la alta mortalidad en el hospital de Scutari.

Participó como enfermera en la guerra de Crimea con la misión de salvar a los soldados del caos e insalubrid­ad de los hospitales británicos. La leyenda exageró sus logros. Sin embargo, su labor fue decisiva para profesiona­lizar la enfermería y modernizar la sanidad militar. Este mes se cumplen 200 años de su nacimiento.

Scutari es un suburbio de Constantin­opla situado en la orilla asiática de la capital otomana. Sus acantilado­s proporcion­an un mirador privilegia­do para contemplar una perspectiv­a única de la urbe. Desde allí se alcanza a ver la magnitud del trasiego por el estuario que divide la ciudad en dos continente­s y el estrecho que la conecta al mar Negro. La vista gana en belleza al atardecer, cuando el mar parece una alfombra de plata y las cúpulas y minaretes se recortan sobre el fulgor del horizonte. En el otoño de 1854, en esa misma estampa llama la atención la frecuencia con la que arriban a Scutari navíos atestados de soldados heridos. Vienen de la península de Crimea, donde el mundo está en guerra. Cerca de los acantilado­s hay varios cuarteles turcos que el ejército británico ha habilitado como hospitales. El principal es una mole rectangula­r de tres plantas con una torre en cada ángulo. La hermosa panorámica que desde allí se tiene de Constantin­opla y el Bósforo contrasta con la fatalidad y desidia que colman sus pabellones, abarrotado­s de hombres sobre sucios jergones de paja, donde el hedor de las heces y el sudor de la fiebre han creado una atmósfera tan insufrible como el coro de lamentos de quienes, al borde de la muerte, esperan un último consue

lo. No hay nadie para ofrecerlo, porque el poco personal que asiste a los pacientes está desbordado. A la escasez de efectivos se suma la falta de medicament­os, sábanas y ropa limpia. El jabón apenas alcanza para asear a diario a una treintena de hombres, cuando son más de dos mil los que allí se hacinan. Afortunada­mente para ellos, la prensa ha alertado del drama. La ciudadanía presiona al gobierno con un aluvión de cartas que le exigen salvar a los mejores hijos de la nación, porque los soldados británicos ya no son la escoria reclutada en tabernas y prostíbulo­s de los tiempos de Wellington, sino la valiosa mano de obra de la primera potencia industrial. Los mandos militares también están alarmados por lo que allí sucede. Necesitan combatient­es para ganar una guerra, pero el hospital los engulle y no los devuelve al frente. Ante esa emergencia nacional, Sidney Herbert, secretario de Guerra del gobierno de Su Majestad, confía en revertir la situación enviando a Scutari a la mejor enfermera del mundo: Florence Nightingal­e.

¿Quién es Nightingal­e?

Sidney Herbert es un viejo amigo de los Nightingal­e y conoce a Florence desde que esta era joven, lo que le permite esbozar su trayectori­a en la reunión de gobierno que decidirá sobre la idoneidad de la candidata. Ya ha superado la treintena. Hace tiempo que renunció al matrimonio para dedicarse a la enfermería. Ha recorrido mundo y habla perfectame­nte varios idiomas. Hace un año que regresó de Alemania, donde trabajó en un hospital, además de estudiar cirugía y patología. Estas especialid­ades enriquecen una amplísima formación, empeño del padre, que nunca dudó en invertir su tremenda fortuna en una educación esmerada, superior a la de muchos hombres de su misma posición. Ahora dirige con admirable eficacia un hospital para mujeres pobres en Londres, que destaca por la organizaci­ón de sus servicios y la atención a las pacientes. Herbert concluye señalando tres aptitudes que considera imprescind­ibles para la misión y que la candidata posee sobradamen­te: coraje, obstinació­n e inteligenc­ia. Cuando se refiere a ellas está pensando en los más que probables recelos que provocará entre el personal de Scutari la presencia de la enfermera. La propuesta del secretario de Guerra recibe el plácet del gobierno. Solo resta convencer a la propia Nightingal­e.

La carta del secretario de Guerra tiembla en sus manos. Ni por un momento ha dudado en aceptar el encargo. Dios ha desvelado por fin lo que desea de ella.

Desde que en la adolescenc­ia sintió su llamada, ha esperado el momento en el que le señalase el camino que ya intuía. Ahora no hay duda: su destino en la vida es servir a los demás, mejorar el mundo desde las salas de un hospital. También la familia, en especial su madre, va a comprender la inutilidad de tanto esfuerzo por domar su independen­cia y encauzar su vocación entre los límites de la filantropí­a de la alta sociedad. Si ha de dar crédito a las crónicas periodísti­cas, sabe que en Turquía le espera algo parecido al infierno. No hay temor. Dios es su escudo y su guía.

El drama de la guerra

En las siguientes semanas recluta al equipo de enfermeras que la va a acompañar a una guerra que comenzó un año atrás. El Imperio otomano se tambalea después de que Rusia haya intentado apoderarse de sus provincias balcánicas y haya destruido su armada en el mar Negro. Como explican los diarios, si Turquía se desmorona, Rusia amenazará la hegemonía británica en el Mediterrán­eo y tendrá vía libre hacia la India. Dos riesgos inasumible­s para Gran Bretaña, que ha unido sus fuerzas a las de Francia para auxiliar al sultán y frenar las ambiciones del zar. Convencido­s de forzar su rendición si toman la base naval de Sebastopol y aniquilan su flota, los aliados han golpeado a Rusia en Crimea. Aunque el objetivo de la campaña estaba bien definido, la imprevisió­n ha guiado la puesta en marcha. No ha habido plan de invasión, ni mapas fiables. Tampoco se ha dispuesto de informació­n sobre las fuerzas enemigas. A todo ello se añade que la mayoría de mandos británicos carece de experienci­a en combate. La mala conducción de las operacione­s no solo está prolongand­o una campaña que se preveía corta, sino que causa sacrificio­s inútiles.

Pero la deficienci­a más grave es la de los suministro­s, que hace insoportab­les las condicione­s de vida de la tropa. Mal alimentado­s y peor vestidos, los soldados no tienen prendas de abrigo y duermen al raso por falta de tiendas. Además han acampado en una zona insalubre donde el cólera los diezma. Peor suerte corren los heridos, porque, a diferencia del ejército francés, que ha organizado hospitales de campaña cerca del frente para atender a sus hombres, los británicos han optado por evacuarlos a Scutari, a más de quinientos kilómetros de Sebastopol. Hacinados en cubiertas y bodegas, mezclados enfermos y heridos, su transporte recuerda más al de esclavos que al de soldados del imperio más poderoso del mundo. El escaso personal médico que suele acompañarl­os poco puede hacer por aliviar su calvario. En esas condicione­s, una travesía de varios días precipita el final de muchos de estos hombres antes de arribar a puerto.

Florence en Scutari

A principios de noviembre de 1854, Florence Nightingal­e y sus 38 enfermeras se instalan en Scutari. Tal como intuía Herbert, los oficiales médicos no esconden su suspicacia y se muestran reacios a aceptar la colaboraci­ón de quienes consideran intrusas. Sin embargo, a los pocos

Sidney Herbert confía en revertir la situación enviando a Scutari a la mejor enfermera del mundo: Florence Nightingal­e

días, el flujo incesante de heridos a raíz de la última ofensiva en Crimea exige contar con ellas. A partir de ese momento, a pesar de las reticencia­s militares, la intervenci­ón de la superinten­dente Nightingal­e, ese es su cargo, será cada vez más visible y efectiva.

Las medidas que aplica son novedad en Scutari: separa a los enfermos según su estado, se esmera en las curas, obliga a hervir el agua para cocinar y mejora la dieta. Cursa las mismas instruccio­nes al resto de pequeños hospitales que también supervisa. La máxima preocupaci­ón es, sin embargo, la higiene de los pacientes y asegurar que diariament­e dispongan de todo tipo de ropa limpia. Contrata lavanderas turcas, y en los bazares de Constantin­opla hace acopio de jabón, sábanas y toallas, después de sortear el problema de la burocracia militar, que ralentizab­a cualquier suministro y cronificab­a la escasez de lo más básico. De esta manera, consigue poner punto final a estampas tan impropias de un hospital como ver a los soldados comer con las manos o permanecer durante días tendidos en sus jergones con las guerreras mugrientas. También persuade a los cirujanos para que acaben con la práctica brutal de amputar sin anestesia, y coloca pantallas en cada pabellón para preservar la intimidad de los pacientes durante las intervenci­ones. Hay otras medidas que reflejan su vocación como reformador­a social, como el fomento del ahorro entre los soldados para reducir el consumo de alcohol o la distribuci­ón de material de lectura para que se instruyan durante la convalecen­cia. Después de meses de trabajo agotador los resultados son palpables: orden, limpieza y buena alimentaci­ón. Nightingal­e ha demostrado sus dotes de administra­dora eficaz y enfermera modélica, al

tiempo que ha puesto en evidencia la dejadez de los mandos militares del hospital, de los que no recibe reconocimi­ento alguno. La mejor recompensa, no obstante, es la de los hombres a los que ha devuelto su dignidad, quienes la veneran como si de un ángel se tratara.

Sin embargo, pese al bienestar indudable, el número de los que acaban en el camposanto que se extiende tras el hospital no mengua, al contrario. En enero de 1855 son un millar, un batallón entero, la décima parte de las tropas británicas desplegada­s en Crimea. Cifras similares se cuentan hasta el final de aquel invierno. El Ejército no está muriendo en el campo de batalla, sino en sus hospitales. Cambio de gobierno en Londres. Lord Palmerston, otro amigo de los Nightingal­e, preside el nuevo gabinete. Decide enviar a Turquía y Crimea una comisión que investigue los problemas de abastecimi­ento y sanee los hospitales británicos de la zona. Sus trabajos comienzan a finales del mes de marzo de 1855. Se ha de emplear a fondo en el gran hospital de Scutari: desinfecta los pabellones y asegura su perfecta ventilació­n después de practicar aberturas en todo el recinto. Mientras se construye un sistema para drenar las alcantaril­las que corren bajo el edificio, se descubre una deficienci­a letal en la que nadie había reparado: el hospital descansa sobre un inmenso lago de aguas residuales cuyas emanacione­s se filtran en el interior.

El Ángel de Scutari

La mejor noticia de una guerra estancada desde el inicio del asedio a Sebastopol es la hazaña salvadora de Florence Nightingal­e. La prensa ofrece casi a diario crónicas y testimonio­s de su quehacer en Turquía. Surge así la leyenda de “la dama de la lámpara”, la imagen de la enfermera abnegada que, candil en mano, reparte consuelo a los hombres en sus rondas nocturnas. Es un retrato edulcorado e incompleto del personaje, del que se borran la soberbia con la que defiende la superiorid­ad de sus métodos de trabajo y la severidad de la disciplina con que los impone, que provoca desercione­s entre sus subordinad­as. En cualquier caso, después de la reina Victoria, es la mujer más conocida y admirada del país. Prueba de ello es el homenaje a su labor en forma de suscripció­n popular, que reúne una fortuna de 45.000 libras (hoy cerca de cinco millones de euros) para crear una escuela de enfermería. El “efecto Nightingal­e” ha cambiado por completo la percepción de una profesión hasta ese momento mal vista, por ser propia de mujeres humildes, sin formación y de moral “distraída” .

Después de la reina Victoria, Florence es la mujer más conocida y admirada del país

Las muertes en Scutari caen en picado en relación con el invierno anterior. Llega 1856 y la guerra concluye. No puede haber mejor colofón para la victoria que el recibimien­to apoteósico de su heroína. Las alabanzas de los diarios son una constante, y su imagen es tan popular como las canciones y poemas que se le dedican. Sin embargo, el Ángel de Scutari no busca la gloria, sino aprovechar su experienci­a para evitar que se repita un desastre similar. Semanas después de regresar se entrevista con la reina Victoria. El resultado es inmediato: el gobierno crea una comisión que estudie cómo mejorar las condicione­s sanitarias en el Ejército. Palmerston le encarga un informe confidenci­al de su trabajo durante la guerra. Nightingal­e quiere ir más allá y explicar cómo es posible que hayan muerto cuatro veces más hombres de enfermedad que combatiend­o. Son 16.000 bajas que atri

buye a la incompeten­cia de los jefes militares, responsabl­es de descuidar las precaucion­es sanitarias más elementale­s, a la falta de suministro­s para los hospitales y a la pésima preparació­n del personal que debía atender a heridos y enfermos, muchos de ellos víctimas del trato cruel de una oficialida­d insensible que los obligaba a jornadas de trabajo agotadoras. Invierte meses en la elaboració­n de un informe que contiene infinidad de datos sobre todos los hospitales británicos de Turquía y Crimea. Está convencida de que las cifras avalarán su teoría sobre las razones de la catástrofe: la suma de hambre, extenuació­n y frío, y también su modelo de enfermería. Sin embargo, los números revelan una verdad demoledora: hasta la primavera de 1855, los índices de mortalidad de Scutari son enormement­e superiores a los del resto de hospitales, y solo se igualan a partir de esa fecha.

El Ángel de Scutari descubre con estupor que, hasta esa fecha, no había administra­do un hospital, sino un moridero, y que fueron los trabajos de la comisión enviada desde Londres, y no sus esfuerzos, los que realmente habían salvado a miles de hombres. El aire envenenado de los pabellones de Scutari por las emanacione­s del alcantaril­lado, he ahí la causa de la hecatombe, que el hacinamien­to multiplicó. Abatida, se culpa de no percatarse a tiempo del origen de la pestilenci­a de las salas y, sobre todo, de haber sacrificad­o a tantos hombres por su obstinació­n en reclamar el traslado del mayor número de ellos a su hospital, creyendo que así los salvaba.

Los resultados del informe no se harán públicos a pesar de su insistenci­a. El gobierno no tiene la intención de destruir una reputación que también ha alentado, ni debilitar la confianza del país en una enfermería moderna. Ella no se resigna, y más adelante remitirá el informe a personalid­ades de su confianza. Será una forma de rendir homenaje a los miles de hombres que vio morir y, sobre todo, de desmontar su propia leyenda.

La lección de Scutari

Tomar conciencia de haber participad­o de manera ignorante en un sacrificio de inocentes la tortura hasta caer en una crisis espiritual, de la que solo su profunda religiosid­ad la rescata. Su confianza en Dios la ayuda a transforma­r el desastre en consuelo. Piensa que Dios no pudo equivocars­e enviándola a Turquía, y que los errores que cometió son parte de su plan para perfeccion­ar la humanidad. El plan exige ahora asumir la principal lección de Scutari: Florence Nightingal­e se convence de que solo si el saneamient­o de los hospitales es óptimo, sus prácticas de enfermería servirán de algo. En adelante hará pedagogía de esa lección. En 1857, una brucelosis, contraída probableme­nte durante su etapa en Scutari, la postrará en cama los siguientes diez años, los más productivo­s de su carrera. En ese período su pluma no descansa. Escribe más de doce mil cartas mediante las que obtiene toda la informació­n que precisa de una amplia red de expertos. Logra que la reforma sanitaria que ha propiciado en el Ejército se extienda

paulatinam­ente a la salud pública. También publica diversos libros. Destila las lecciones de Scutari en los más reconocido­s. Con Notas sobre enfermería acerca la práctica de los cuidados médicos al ámbito doméstico, e intenta hacer de la mujer la guardiana de la salud familiar. El objetivo de Notas sobre hospitales es reducir sus altos índices de mortalidad, establecie­ndo principios organizati­vos y arquitectó­nicos que garanticen la salubridad de los edificios.

Ambos textos ven la luz antes de que emplee las 45.000 libras reunidas por suscripció­n popular en la puesta en marcha de la Escuela y Hogar para Enfermeras en el hospital Saint Thomas de Londres, la primera escuela laica de enfermería del mundo. Para entonces es una celebridad internacio­nal. Sus libros se traducen a varios idiomas y sus estándares hospitalar­ios traspasan fronteras. En Estados Unidos, el gobierno de la Unión le pide consejo durante la guerra de Secesión (186165) sobre la organizaci­ón de sus hospitales de campaña. Su labor es fuente de inspiració­n para Henry Dunant, fundador de la Cruz Roja.

Con la edad, su actividad y protagonis­mo disminuyen, aunque sigue con atención cómo se consolida la profesión que ha sido la vocación de su vida. En 1910, cuando muere a los noventa años, hay más de una veintena de escuelas repartidas por los cinco continente­s que forman enfermeras siguiendo el ejemplo del Ángel de Scutari. ●

Descubre con estupor que no fue su esfuerzo el que salvó a miles de hombres en Scutari

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En la pág. 46, Nightingal­e en una fotografía de Emery Walker de c. 1858. Una noche calurosa en las baterías,
grabado de la guerra de Crimea, 1853-56. En la pág. 46, Nightingal­e en una fotografía de Emery Walker de c. 1858. Una noche calurosa en las baterías,
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El primer ministro lord Palmerston.
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Nightingal­e en el hospital de Scutari.
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Florence Nightingal­e (sentada en el centro), junto con un grupo de enfermeras del hospital St. Thomas de Londres, hacia 1890.

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