LANDRU EL ASESINO DE VIUDAS
Landru aprovechó la generalizada soledad de las mujeres durante la Primera Guerra Mundial para efectuar sus estafas. Pero llegó demasiado lejos.
Frecuentemente se le considera como el Jack el Destripador francés, pero en realidad los dos fueron personajes completamente diferentes. Del legendario criminal londinense no se sabe con certeza casi nada, excepto por el rastro que dejaba a través de los cuerpos destrozados de sus víctimas, mientras que del francés Henri Désiré Landru se tiene constancia de todos los detalles de su vida, aunque fue guillotinado sin que se hubiera encontrado el cadáver de ninguna de las mujeres que sin duda asesinó. Landru fue, en efecto, un depredador en serie de mujeres, casi todas viudas o solteras, en un período especialmente difícil durante la Primera Guerra Mundial. Primero les ofrecía el consuelo y la compañía que ellas estaban buscando, para desvalijarlas después de, quién sabe en cuántos casos, hacerlas desaparecer. Su juicio concentró tanta atención en el París de 1920 que opacó el interés por las consecuencias de las negociaciones de paz. Aún hoy, un siglo después de esos crímenes, no es posible afirmar con seguridad cuántas fueron sus víctimas. Decenas de canciones, de libros, de obras de teatro, de programas de televisión, recuerdan frecuentemente a este extraño personaje que cautivó al público con su impresionante desparpajo ante los jueces que lo condenaron a muerte. Henri Désiré Landru nació en París en 1869. Su padre –que se suicidaría en 1912, se cree que a causa de las andanzas de su hijo– era un modesto operario, chofer en una fundición, y su madre ejercía de costurera a domicilio. En las calles del distrito cuarto de París, alrededor de la catedral de Notre Dame, tuvo una infancia feliz de niño mimado. A pesar de que no pudo completar sus estudios superiores, aspiró siempre a una formación práctica, y, teniendo en cuenta las costumbres de la época, se le consideraba una persona instruida. Después de un período en el que llegó a valorar la posibilidad de hacerse sacerdote, ingresó finalmente en un estudio de arquitectura como ayudante.
En 1893, a sus 24 años, se lo considera ya un adulto independiente, de modo que no resulta chocante que sea obligado a contraer matrimonio con su prima Marie-catherine Rémy, a la que había deja
do embarazada. A pesar de las innumerables peripecias que tendrán lugar en los años siguientes, ese matrimonio perdurará y tendrá un total de cuatro hijos, pero no servirá en absoluto para convertir a Landru en un ciudadano honesto y responsable. De hecho, puesto que no logra ingresos suficientes para mantener a su recién creada familia, enseguida comienza una carrera de timador. Su primer gran golpe empezó con el anuncio de que había puesto en marcha una fábrica de bicicletas. En una importante campaña publicitaria se pedía un adelanto de la mitad del precio para formalizar el pedido. Sus cientos de clientes ignoraban que no existían ni fábrica ni bicicletas. Esta fue la causa de su primera estancia en prisión, que tampoco sirvió para que cambiase el rumbo de su vida. Nada más salir a la calle se inventó una identidad falsa para comprar un garaje y revenderlo inmediatamente sin haber pagado ni un céntimo al primer propietario.
Su vida era un continuo entrar y salir de la cárcel hasta que, en 1909, encuentra un filón: engatusar a mujeres solas. La primera fue madame Izoret, una viuda que había publicado un anuncio diciendo que estaba buscando compañía, y que luego le denunciaría tanto por incumplir sus promesas de matrimonio como por haberle robado la entonces importante suma de 20.000 francos, lo que le valió una condena de tres años.
En 1914 vuelve a ser condenado por estafa, pero ante la certeza de que esta vez sería desterrado a alguna colonia penitenciaria, que era el equivalente a una sentencia de muerte, aprovechó el estallido de la guerra para escabullirse. Libre y en un ambiente de emergencia nacional, Landru emprendió un terrorífico camino de crímenes sistemáticos de mujeres solas, a las que hacía desaparecer para apropiarse de todos sus bienes. Con el convencimiento ya de que no podía dejar testigos de sus andanzas, emprendió una alocada y siniestra carrera que le convirtió en un legendario criminal para la historia de Francia y que terminó bajo la hoja de la guillotina en Versalles, el 25 de febrero de 1922.
Una gran coartada
El ambiente social era de lo más propicio para sus planes. Con el país volcado en la guerra y millones de hombres en el frente, Francia estaba llena de viudas en busca del consuelo y la protección de un marido, y Henri Désiré Landru no tenía más que lanzar el anzuelo en los anuncios por palabras utilizando alguna de las casi ochenta identidades falsas que creó a lo largo de su vida. Mientras mantenía la convivencia con su familia, se hacía pasar por refugiado de la zona ocupada por los alemanes, que era la coartada perfecta, porque la guerra impedía que se hiciese comprobación alguna sobre su verdadera identidad. No era especialmente atractivo, pero sí había desarrollado unas prodigiosas dotes de persuasión. En el juicio, la hermana de una de sus víctimas declaró que esta le había reconocido que físicamente no era un hombre destacado, pero lo compensaba su actitud: “¡Si tú supieras lo gentil que es!”. Tal vez el caso más descriptivo de esa capacidad de seducción es el testimonio de la que hubiera debido ser su siguiente víctima, llamada Fernan
Con el país volcado en la guerra, el ambiente era propicio para sus planes
da Segret. Esta aspirante a actriz tenía 27 años cuando Landru empezaba la cincuentena y la encandiló en el tranvía. Vivía con él en un apartamento de París cuando fue detenido, y admitió después que, en una ocasión al menos, había intentado envenenarla. Sin embargo, a pesar de asistir al juicio y conocer todas las atrocidades que su amante había cometido, nunca mantuvo otra relación con otro hombre. A los 76 años, en el aniversario del día en que Landru le había propuesto casarse con ella, se suicidó. En su mesilla tenía todavía una foto suya. Ese encanto era su instrumento más eficaz. Todo su trabajo consistía en convencer a sus víctimas para que, antes de la boda prometida, fuesen a instalarse con él. Las dos primeras se supone que fueron liquidadas en una localidad llamada Vernouillet, pero el más célebre de los escenarios de sus crímenes fue una coqueta casa que había alquilado en la localidad de Gambais, a unos 45 kilómetros al oeste de París, llamada entonces Villa Tric. En la cocina de esa residencia es donde se cree que quemó los cadáveres de casi todas las víctimas (10 mujeres y el hijo adolescente de una de ellas) por cuyo asesinato fue condenado a muerte. El modus operandi era similar en todos los casos. Landru publicaba un anuncio o respondía a aquellos que habían difundido mujeres que encajaban con sus intereses criminales. Unas veces era: “Señor de 45 años, solo, desea casarse con dama de edad y situación económica similar”, y otras: “Viudo, dos hijos, 43 años, solvente, afectuoso, serio y en ascenso social, desea conocer a viuda con fines matrimoniales”. Una vez establecido el contacto, ponía en marcha una representación bien rodada en la que se convertía en un devoto pretendiente cargado de promesas y atenciones, hasta que la víctima accedía a otorgarle poderes sobre sus bienes y aceptaba instalarse con él en Gambais. Colmo de perversidad, compraba para él un billete de tren de ida y vuelta a París, mientras que para ellas le bastaba el de ida, porque sabía que no regresarían jamás. El procedimiento funcionaba a la perfección, incluso para su familia auténtica, a la que había hecho creer que era un –esta vez sí– honrado comerciante de muebles que pasaba muchos días recorriendo mercados. En ocasiones, llegó a vaciar la vivienda de sus desdichadas víctimas con uno de sus hijos para llevarse los enseres a su almacén. Entre 1915 y 1919, Landru, que unas veces era el doctor Fréymet, otras el topógrafo Dupont, o el ingeniero Lucien Guillet, o el viudo Raymond Diard, logró reunir una fortuna con los bienes de sus novias, que, según sus propias anotaciones, ascendía a 35.642 francos. En el París de aquella época, con el trauma de la guerra aún presente, un delincuente que acumulaba decenas de identidades se había habituado a la impunidad más absoluta. Y posiblemente se habría salido con la suya si no hubiera sido por la tenacidad de la hermana de una de sus víctimas, reforzada por una casualidad improbable.
El criminal, pillado
Landru cuidaba al máximo los detalles de sus fechorías, hasta el punto de llevar
una anotación meticulosa de todas las fechas y nombres de las mujeres con las que había entrado en contacto, así como el nombre que utilizaba en sus relaciones con cada una de ellas, sus compras y las transacciones financieras que estas hacían a su favor. Por supuesto, también anotaba los nombres de aquellas que le habían parecido “poco fructíferas” y de las que desechaba, por suerte para ellas. Con las que veía posibilidades de beneficio se deshacía en atenciones. Aprovechaba
las confidencias familiares para planear detalles y enviar mensajes o flores en fechas señaladas, incluso cuando ya las había asesinado, con el fin de simular que estas seguían con vida.
Pero esas argucias no podían funcionar siempre. A finales de 1918, harta de esperar sin éxito noticias durante más de un año, la hermana de Celeste Buisson se armó de valor y fue a buscarla a Gambais. Como la casa estaba cerrada, acudió entonces al ayuntamiento en busca de noticias de su hermana y del señor con el que tenía pensado instalarse. El alcalde no podía darle información, porque Landru había falsificado su identidad ante el ayuntamiento con un nombre que no correspondía tampoco al que le había dado a Celeste Buisson, pero recordó haber recibido meses atrás una visita del padre de otra viuda llamada Collomb que relató una historia similar, referida a la misma casa, aunque señalaba a un señor con diferente apellido que tampoco figuraba en los archivos municipales. Cuando acudió luego a la Brigada Móvil de policía de París, la hermana de Celeste Buisson reconoció a Landru entre las fotografías que le enseñaron como la
Mandaba flores para simular que la víctima seguía con vida
persona de la que su hermana se había enamorado, el primer indicio claro que vinculaba al criminal con las desapariciones. Pero nada hubiera cambiado si no fuese porque, el 11 de abril de 1919, Landru fue a comprar un juego de café a una tienda de porcelana de la calle Rivoli. Después de pagar, se detuvo en la caja para anotar en su estratégica libreta negra la fecha y el gasto, un gesto que propició casualmente que la hermana de Celeste Buisson lo reconociese.
La mujer avisó al comisario Dautel, que, una vez en la tienda, pudo saber la dirección a la que Landru había pedido que le enviaran la compra: el tercer piso de la calle Rochechouart 76, al lado de la Estación del Norte. A los dos días, el 13 de abril, se produjo la detención de este personaje, que durante los años de la guerra enamoró a 283 mujeres, viudas o solteras. A todas las que pudo las estafó, pero a diez de ellas, con seguridad, las asesinó, descuartizó y quemó, casi siempre en la casa solitaria de Gambais.
En realidad, hasta que se produjo el juicio, la sociedad francesa no había sabido nada del que iba a convertirse en uno de los criminales más célebres de su historia. En los 26 días que duró el proceso, Landru jamás reconoció haber matado a ninguna de ellas. “Me procesan por diez mujeres –dijo– cuando he conocido centenares... ¡Qué generoso es este tribunal!... Estafador, lo admito; pero asesino, no. Ellas estaban solas y yo les he dado un poco de esperanza. Las he amado, las he despojado, pero no las he matado. ¿Qué fue de ellas? No sé. Es increíble cómo pueden desaparecer tantas mujeres sin dejar rastros... ¡Que me traigan las pruebas!”. Contrató a Vincent de Moro-giafferri, uno de los más afamados abogados de París (al que pagaría con el dinero de sus víctimas). Este escenificó un momento dramático en el proceso, cuando culminó su batería de argumentos contra la acusación, anunciando que las supuestas víctimas habían sido encontradas vivas y que se disponían a entrar en la sala por una puerta que él señaló vehementemente. Como el abogado esperaba, todo el mundo giró su mirada hacia esa puerta, que no se abrió. Pero la escena sirvió para demostrar al jurado que incluso la policía asumía que era una posibilidad creíble. A todos los interrogatorios, Landru respondía diciendo que no sabía dónde habían ido las desaparecidas o que, por galantería, no podía revelar las razones por las que ellas mismas habían decidido alejarse de su familia. “Sus pruebas, caballeros, ¿dónde están sus pruebas?”, incidía ante las acusaciones.
Un registro escrupuloso
En efecto, la policía no había podido localizar ni un solo cadáver, pero en los registros en la casa de Gambais se habían encontrado unos cien kilos de cenizas sospechosas, entre los que al menos figuraba un kilo de lo que los expertos determinaron que eran restos humanos (según el acta del proceso, se consideró que eran 103 pedazos de cráneos, cuatro apófisis, 48 falanges y algunos dientes), además de dos cuerdas, dos hachas, una sierra, un martillo, tres puñales, tijeras, tenazas y pinzas, elementos de sobra para entender qué había pasado allí.
Pero el elemento esencial de lo hallado en esa residencia era una cocina de carbón que, según todos los indicios, había sido utilizada para quemar los cuerpos de las
víctimas. La cocina fue llevada a Versalles, donde se celebró el juicio, y en la misma sala se escenificó la cremación de un cordero de buen tamaño, para demostrar que era posible que el asesino hubiera hecho desaparecer a sus víctimas incinerándolas después de haberlas descuartizado. Después de ello, el fiscal, Godeffroy, concluyó que Landru estranguló, descuartizó e incineró en la cocina de carbón en Gambais a muchas mujeres, aunque solo diez de ellas pudieron ser identificadas. El criminal respondió que no era más que una “prueba circunstancial”.
La evidencia más clara que cimentó su condena, sin embargo, la llevaba él mismo en el bolsillo cuando fue detenido. Su famosa libreta negra, en la que estaban anotados todos los nombres de las mujeres desaparecidas, las fechas en las que se conocieron y lo que había obtenido de ellas. También figuraban las compras de materiales y objetos que necesitaba para hacerlas desaparecer. Con esa información de su puño y letra, que él nunca desmintió, y lo que el jurado consideró muestras indudables que no podían corresponder a una sucesión permanente de casualidades, fue condenado a muerte. El veredicto se dictó el 30 de noviembre de 1921, y Henri Landru se mostró inmutable al escuchar la condena a morir en la guillotina. “Gracias, señoría –le dijo a su abogado–. Si alguien hubiera podido salvarme habría sido usted. Pero en toda batalla hay muertos”.
El presidente de la República no le concedió ninguna medida de clemencia, y el día de su ejecución pidió como última voluntad poder lavarse los pies, pero le fue denegado por miedo a que tuviera preparada una treta para suicidarse. Se le ofreció un cigarrillo y lo rechazó diciendo sarcásticamente que “es malo para la salud”. Al sacerdote, que le preguntaba si creía en Dios, también lo rechazó: “No podemos hacer esperar a estos señores con estas adivinanzas”. Y, finalmente, su abogado se despidió de él rogándole que le revelase si había o no asesinado a las desaparecidas, a lo que respondió: “Eso, caballero, me lo llevo conmigo”. ●
En Gambais apareció entre cenizas un kilo de restos que se decretaron humanos