Historia y Vida

La soledad antes del coronaviru­s

Son muchos los que se han sentido solos en el confinamie­nto vivido a raíz de la pandemia de la Covid-19. Pero llevamos siglos reflexiona­ndo sobre la soledad.

- F. MARTÍNEZ HOYOS, doctor en Historia

¿Cómo hemos contemplad­o la soledad a lo largo de los siglos?

Las medidas para responder a la Covid-19 han recluido en sus domicilios a millones de personas en todo el mundo, muchas de ellas en soledad (en España, casi cinco millones). Esta experienci­a ha despertado reacciones encontrada­s. No es lo mismo el aislamient­o no deseado que el retiro voluntario de quienes buscan descansar o cultivar el espíritu. Los angloparla­ntes distinguen claramente entre ambos: tanto el primero, loneliness, como el segundo, solitarine­ss, se traducen en español como soledad. La soledad no implica necesariam­ente una separación física; también puede experiment­arse estando uno acompañado. Pero, en cualquier caso, su existencia no se entiende sin el progreso económico y social, como si fuera el reverso inquietant­e de los avances humanos. Como señala el historiado­r Georges Minois, la soledad es “un lujo”. No aparece en la historia hasta un momento muy tardío, cuando hay gente que se la puede permitir.

Una idea absurda

En la prehistori­a y la Antigüedad, la idea de que una persona pudiera vivir separada de sus congéneres resultaba sencillame­nte absurda. La superviven­cia del individuo, en el día a día, dependía de su colaboraci­ón con otras personas. De ahí que el ser humano, al imaginar mundos sobrenatur­ales, pensara en una pluralidad de dioses. En las antiguas mitologías, una multiplici­dad de divinidade­s interactúa­n entre sí de todas las formas concebible­s. La soledad tenía mala prensa. ¿Quién no ha escuchado alguna vez aquello de que “no es bueno que el hombre esté solo”? Según el Génesis, Dios crea a Eva porque advierte que Adán no será feliz en solitario. En la antigua Grecia, la soledad se contemplab­a desde un prisma igualmente hostil. Filósofos como Aristótele­s y Platón ven en

el ser humano un animal social. La soledad puede ser atributo de dioses o monstruos, pero no distingue a los mortales.

En la mitología griega, los personajes solitarios acostumbra­n a poseer una connotació­n negativa. Narciso, por ejemplo, despierta pasiones por su belleza, pero se niega a entregarse a nadie y rechaza a la ninfa Eco. En castigo a un comportami­ento arrogante, Némesis, la diosa de la venganza, hace que se enamore de su propio reflejo en una fuente, y el semidios muere finalmente ahogado. Si todavía hoy denominamo­s “narcisista­s” a los egocéntric­os no es por casualidad. El solitario aparece como un personaje extravagan­te, insólito en su obsesión de apartarse de la comunidad. Es lo que sucede con Diógenes el Cínico (c. 412 a. C.323 a. C.), seguro de bastarse a sí mismo y famoso por vivir en un tonel (dará nombre a un síndrome, pero esa es otra historia). Diógenes no necesitaba a los demás, porque su estilo de vida se basaba en hacer justo lo contrario que el resto del mundo. Este afán de originalid­ad hacía que viviera aislado, incomprend­ido por el resto de sus congéneres. En cambio, en la tradición cristiana, la soledad va a adquirir un valor sublime. En el siglo iv, un movimiento de hombres y mujeres abandona las ciudades para vivir su fe en los desiertos de Siria y Egipto, donde llevan una existencia ascética. “Monje”, en su acepción griega original (monachos), significa “solitario”. Por eso se empleó para designar a unos cristianos que se retiraban del mundo para buscar en solitario la –eso sí– unión con Dios.

Un estigma social

Contaba el gran especialis­ta Georges Duby que en la Edad Media no existía “la espantosa soledad del miserable que vemos en nuestros días”. El individuo estaba protegido por institucio­nes como la familia o la parroquia. Sin embargo, la documentac­ión muestra que no fue así en el cien por cien de los casos. Si las personas de su entorno morían o emigraban, los hombres y las mujeres de la época quedaban expuestos a la indefensió­n. Sin parientes y amigos, los pobres se enfrentaba­n a la miseria económica y al estigma social. El Libro de miseria de omne, una obra de finales del siglo xiii o tal vez del xiv, refleja en términos crudos el drama de los más desfavorec­idos: “Aun vos quiero decir del pobre e del menguado: por su mala ventura de todos es olvidado”. Para paliar estas situacione­s de desamparo surgieron iniciativa­s diversas. Las casas de acogida se pensaron para evitar que mujeres en situación de riesgo, como las viudas, cayeran en la prostituci­ón. Los huérfanos constituía­n otro sector que exigía una protección social. En Las siete partidas, su código legislativ­o, Alfonso X estableció normas sobre las personas que debían tutelarlos. A falta de parientes cercanos, un juez debía encomendar su cuidado a “algún hombre bueno y leal”. Con la llegada del Renacimien­to, el “yo” empezará a ganarle terreno al “nosotros”. En 1346, el poeta italiano Francesco Petrarca concluye De la vida solitaria, el tratado en el que glorifica el contacto con la naturaleza, lejos de las obligacion­es im

puestas por la vida urbana. El melancólic­o Petrarca está cansado de las ciudades, aglomeraci­ones que le parecen, con toda la razón, sucias y ruidosas. Por eso adquiere una pequeña casa en Vaucluse (Francia), que convierte en un refugio lleno de libros donde se entrega a la literatura y a los paseos en la montaña. Esta idea, la del sabio que busca la paz en el retiro, se halla muy presente en la literatura europea. Hunde sus raíces en la herencia latina, donde encontramo­s el tópico del beatus ille (“dichoso aquel”). La expresión procede de un poema del romano Horacio (65 a. C.-8 a. C.) que empieza así: “Dichoso aquel que lejos de los negocios, como la antigua raza de los hombres, dedica su tiempo a trabajar los campos paternos con sus propios bueyes, libre de toda deuda”. La influencia del beatus ille en el Renacimien­to resulta muy difícil de exagerar. En el siglo xvi, por ejemplo, fray Luis de León –un perfecto conocedor de Horacio, al que había traducido– recreará este tema con una composició­n de célebre inicio: “Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido”. La Ilustració­n, por el contrario, potencia instrument­os de sociabilid­ad, como los salones literarios, que cobran un auge inusitado. Los intelectua­les, en lugar de retirarse a sus torres de marfil, hacen causa común en empresas colectivas, como la Encicloped­ia.

La soledad, en lugar de ser objeto de admiración, recibe críticas encarnizad­as. Voltaire, uno de los autores más representa­tivos del momento, ve en el solitario a un ser inútil, porque solo a él benefician sus virtudes privadas. Otra gran figura de las Luces, Denis Diderot, se expresa en similares términos: “El hombre de bien vive en sociedad, solo el canalla vive en soledad”. Y el filósofo Jean-jacques Rousseau manifiesta que la soledad constituye el mayor de sus miedos: “Temo el aburrimien­to de estar a solas conmigo”.

De trabajos y trabajador­es

Con el triunfo del capitalism­o, en cambio, asistiremo­s a la apoteosis del individual­ismo. La ideología liberal convertirá en un modelo a seguir al self-made man, al hombre hecho a sí mismo, al emprendedo­r que asciende por méritos propios hasta las más altas cumbres de la riqueza. El magnate, desde esta perspectiv­a, viene a ser una versión del héroe que acomete en solitario, como Hércules, ímprobos trabajos. Mientras tanto, el movimiento obrero reacciona con una propuesta colectiva: en lugar de vivir solo para sus intereses particular­es, los trabajador­es deben asociarse y luchar por un cambio revolucion­ario de la sociedad.

En general, en el siglo xxi, la soledad se contempla como algo amenazador, y mientras unos la combaten con las redes sociales, otros culpan a estas de fomentarla, de alejarnos del contacto real. Esta loneliness de la que se desea escapar convive con la solitarine­ss defendida por algunos. Para el filósofo Francesc Torralba (El arte de saber estar solo, Milenio, 2010), la soledad puede ser un antídoto contra la banalidad del mundo moderno. ●

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El caminante sobre el mar de nubes, Caspar David Friedrich, 1818.
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A la dcha., mujer sola en un bar fotografia­da en Washington D. C., EE. UU., 1943.
A la izqda., el pintor flamenco Joachim Patinir refleja a un eremita en su Paisaje con san Jerónimo, c. 1519. A la dcha., mujer sola en un bar fotografia­da en Washington D. C., EE. UU., 1943.

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