Paul Klee
El germanosuizo Paul Klee dedicó el grueso de su carrera a investigar relaciones entre forma, ritmo y color. Su formación como violinista tuvo mucho que ver.
Así influyó su formación musical en su idea de la pintura.
No son pocos los adolescentes que se enfrentan a la oposición familiar cuando anuncian su intención de dedicarse profesionalmente a la música. A Paul Klee (Suiza, 18791940) le sucedió lo contrario. Virtuoso precoz del violín, con plaza en una orquesta de Berna desde los once años, tuvo que convencer a su padre, organista, y a su madre, cantante lírica retirada, de que su futuro se encontraba en las artes plásticas. ¿La culpa? De la abuela materna, que enseñó al chiquillo a dibujar y lo animó a llevar siempre consigo un cuaderno de bocetos.
Este pequeño drama familiar se resolvió sin sangre. El joven Paul se trasladó a Múnich, donde, tras unos meses de clases particulares, obtuvo el acceso a la Acade
mia. Pero siempre tuvo un pie en cada mundo. Se casó con una pianista y siguió tocando el violín. Al principio, la música constituyó su principal fuente de ingresos, ya fuera como intérprete o como crítico. Fue un hombre atípico, que cuidaba de su hijo y se ocupaba de las tareas domésticas mientras su esposa mantenía a la familia dando clases de piano. También era, en parte, un apátrida: aunque nació en Suiza y residió allí casi toda su vida, su nacionalidad era la de su padre, alemán. Tras unos inicios discretos, publicando viñetas satíricas en prensa, la carrera plástica de Klee despega bruscamente en 1911, a raíz de sus ilustraciones para una edición del Cándido de Voltaire y, sobre todo, de su amistad con los miembros del grupo Der Blaue Reiter (El jinete azul): August Macke, Franz Marc, Lyonel Feininger, Marianne von Werefkin, Alekséi von Jawlensky, Gabriele Münter y Vasili Kandinski, de quien será íntimo durante el resto de su existencia. En esa época, a Klee le interesa todo lo que se cuece en las ollas de las vanguardias: el Posimpresionismo de Van Gogh, el Cubismo de Picasso y el Orfismo de Delaunay, la alegría centelleante del Fauve y la agresividad expresionista del grupo Die Brücke. De los clásicos, únicamente admira a
Miguel Ángel; prefiere el arte primitivo y medieval. Sin embargo, aunque el color le atrae intensamente, su propio universo creativo permanece anclado al blanco y negro. Experimenta con técnicas y materiales, incluso llega a dibujar rayando vidrio ennegrecido con una aguja, pero los colores esquivan, tozudos, sus primeros intentos de seducción. Todo cambia en 1914, año de contrastes para el artista. Durante una escapada primaveral a la luminosa Túnez, una repentina epifanía le hará exclamar: “El color y yo somos uno. Soy un pintor”. La euforia no le durará mucho. La Primera Guerra Mundial, que estalla al cabo de pocos meses, le arrebata a Macke y Marc, fallecidos en el frente. Klee tiene más suerte: un decreto de Luis III de Baviera, último rey del Land, lo salva in extremis de entrar en batalla. Pasará la contienda ejerciendo tareas administrativas o aplicando pintura de camuflaje a aviones militares, pero también pintando y reflexionando. La frase inicial de su primer libro, publicado en 1920, es todo un aforismo: “El arte no reproduce lo visible. Lo hace visible”.
Pintando sinestesias
¿Es el color la música de la pintura? ¿El fondo es a la forma lo que el silencio al sonido? ¿Hay ritmo en una composición plástica? ¿Cuáles son las leyes de la armonía visual y en qué se parecen a la armonía musical? El breve oasis de la República de Weimar y, sobre todo, la invitación de Walter Gropius para engrosar la plantilla docente de la escuela Bauhaus darán a Klee la oportunidad de llevar sus pensamientos más allá y desarrollar una teoría de la forma que aún hoy es la biblia del diseño gráfico. Para el pintor violinista, color y notas musicales tenían en común la capacidad de despertar emociones directas, sin pasar por el filtro de lo racional. Klee exploró una y otra vez esta idea, mientras sus pinturas se iban volviendo cada vez más poéticas y abstractas. Una de las primeras fue Paisaje rítmico con árboles (1920), el óleo sobre cartón que abre este artículo. Las copas de los árboles, vagamente parecidas a notas musicales, se alternan en color y en tamaño sobre líneas de terreno semejantes a un pentagrama. Sus troncos dividen la superficie en intervalos de distintas medidas, pero con relaciones regulares entre ellos, igual que una melodía reparte el tiempo en compases. Quien mire la pintura atentamente, no tardará en descubrir un divertimento oculto: la figura de un camello.
El ritmo musical inspiró a Klee numerosos cuadros basados en la idea de la subdivisión del espacio. Así como una corchea dura media negra y la cuarta parte de una blanca, la superficie de una obra podía dividirse en formas geométricas modulares, que, a su vez, se subdividían en otras. La intensidad se graduaba saturando más o menos los pigmentos. Armonías y disonancias se creaban mediante una meditada yuxtaposición de colores en figuras contiguas. Fuga en rojo (1921), que reproduce la estructurada armonía de una fuga de Bach, Música antigua (1925), División en tres tiempos (1930) o
Polifonía (1932) son algunos ejemplos, todos con títulos muy elocuentes. Un dato curioso: cuando Klee daba por concluida una obra, esperaba una semana para ponerle nombre. Lo importante no era el resultado, sino el proceso, una idea que dejaría huella en creadores como Jackson Pollock o el colectivo Fluxus, pionero de la performance.
Lejos de limitar su afán experimentador al contenido, Klee jugaba también con materiales, texturas y soportes. Mezclaba óleo con acuarela, pulverizaba pigmentos, recortaba, pegaba, aplicaba yeso. Un simple cartón, la arpillera más basta o una etérea muselina eran tan dignos de sus pinceladas como el clásico lienzo. Pintando sus teorías y teorizando sobre lo que pintaba, el germanosuizo pasó, absorto, sus años más brillantes y saboreó las mieles de la fama internacional. Impartió conferencias, expuso en Nueva York con el grupo de los Cuatro Azules (que eran Kandinski, Jawlensky, Feininger y él mismo), publicó libros. También descuidó sus clases en los talleres de encuadernación y vitrales, lo que le granjeó la animadversión creciente de otros maestros de la Bauhaus, que se veían obligados a sustituirle. Su solución, salomónica, fue marcharse a la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, donde solo ejerció de profesor durante dos años. En 1933, el flamante gobierno nazi le exigió una declaración de lealtad a Adolf Hitler, y Klee, sabiamente, optó por regresar a Suiza. Las obras que dejó atrás tuvieron el dudoso deshonor de ser seleccionadas para la infausta exposición “Arte degenerado”. ●
Lo importante de pintar para Klee no era el resultado, sino el proceso