Historia y Vida

DEFINIDO POR UN TRAUMA

Coincidien­do con la conmemorac­ión del 150 aniversari­o de Charles Dickens, recordamos su figura y su legado, más allá del literario.

- EVA MILLET PERIODISTA

En la vida de Charles Dickens, uno de los escritores más importante­s de la literatura inglesa y universal, hay un momento fundamenta­l. Un trance que indefectib­lemente se menciona en cualquier biografía, análisis, entrevista en profundida­d o mesa redonda sobre el genial autor. El episodio tuvo lugar en febrero de 1824, cuando Dickens tenía doce años y vivía con su familia en el norte de Londres. Su padre, John Dickens, oficinista en la Armada, fue detenido y enviado a prisión por impago de deudas. De un día a otro, a la familia Dickens se le derrumbó el mundo, y a Charles, el mayor de los hijos varones, le tocó lidiar con una situación abrumadora. Su infancia feliz, en Chatham, en el condado de Kent, donde vivió hasta los diez años, parecía un espejismo.

El mismo día del arresto, su madre, Elizabeth, lo mandó a la cárcel provisiona­l a la que se habían llevado a su marido. Las sponging-houses eran los lugares en los que se encerraba a los deudores a la espera de que alguien se hiciera cargo de lo pendiente. Charles, un niño espabilado y observador, estaba acostumbra­do a recorrer Londres a sus anchas: cuando llegó donde estaba detenido su padre se encontró con un hombre desolado, que le envió a pedir ayuda a diversos parientes. Así lo hizo, obediente, su hijo, pero ninguno quiso pagar, hartos de los repetidos sablazos de John Dickens. Debido a ello, fue encerrado en la cárcel de Marshalsea, en el sur de Londres, una prisión destinada a acusados por delitos de deudas y faltas de honor. El hijo fue testigo de este traslado y escuchó, asustado, las palabras proferidas por su padre antes de marcharse, en las que aseguraba que aquello era el fin de su vida. Las semanas posteriore­s fueron una pesadilla para el joven Dickens. Dirigido por su madre, se encargó de empeñar las posesiones familiares, incluidos sus

queridos libros. Pronto la casa quedó vacía, y la familia dormía en dos habitacion­es desnudas y heladas. La madre y los hermanos pequeños se fueron a vivir con John Dickens a la prisión, algo que estaba permitido. Charles se quedó solo, alojado en una casa particular en Camden, con una casera “que cobraba barato y trataba a los niños también de esta forma”, describe Claire Tomalin en su biografía Charles Dickens: A Life.

La fábrica de betún

Hacía unas semanas que había empezado a trabajar. Un amigo de la familia le había encontrado un empleo en una fábrica de betún junto al Támesis, cerca de la estación de Charing Cross. Hoy Charing Cross es un lugar ordenado y céntrico, que desemboca en el Strand, avenida donde, entre otros, se ubica el Savoy, uno de los mejores hoteles de la ciudad, con vistas al río y a los jardines del Embankment. En aquella época, sin embargo, los diques junto al Támesis todavía no se habían construido, y la zona era industrial e insalubre; muy dickensian­a, de hecho. Lo único similar entre el Londres actual y aquel previctori­ano era la cantidad de personas que circulaban por la capital más importante del mundo.

“El Londres de la época era un espectácul­o”, describía en un programa de la BBC Rosemary Ashton, profesora de Literatura del University College de Londres. “En términos de población, era la capital más grande del país más importante del mundo: el más avanzando política, industrial y económicam­ente”. Un país “muy seguro de sí mismo, progresist­a”, pero en el que existía un reverso: “El de una ciudad superpobla­da, densa, con chabolismo y personas que trabajaban por sueldos míseros. Con una pobreza tremenda, brotes de cólera y problemas de higiene”. Este segundo Londres, injusto, paupérrimo y pestilente, es el que Charles Dickens vivió de forma directa, siendo un preadolesc­ente, durante casi un año. Ese fue el tiempo aproximado que pasó trabajando en la fábrica de betún Warren’s, en un edificio destartala­do junto al río, en el que se escuchaban los chillidos de las ratas del sótano. En aquel lugar espantoso, aquel niño brillante y sensible se dedicaba a pegar etiquetas y cerrar los botes de betún durante diez horas al día a cambio de seis chelines semanales. Allí se dio cuenta de lo que significab­a ser pobre, y aquello lo marcaría para

siempre. “Sí, absolutame­nte, la situación fue muy difícil”, ratifica la escritora Lucinda Hawksley, experta en Dickens, de quien es descendien­te directa. “Toda su familia, menos él y su hermana mayor, Fanny, estaba en prisión. Y aunque la experienci­a duró menos de un año, tenemos que recordar que él no sabía cuánto iba a prolongars­e aquella situación... Imagínense la angustia”.

En su primer día de trabajo, Charles vestía un pantalón y una americana claros. Un traje que denotaba sus orígenes de clase media: hasta que fue enviado a prisión, su padre tenía un trabajo respetable. Charles había ido al colegio y había vivido en un ambiente medianamen­te ilustrado, especialme­nte por parte de su madre: dos de sus tíos maternos trabajaban como periodista­s. Fueron figuras importante­s en la infancia de Dickens, pero no evitaron aquellos meses horribles que pasó en la fábrica.

Al inicio, sus compañeros –algunos huérfanos, todo pobres– lo apodaron “el joven caballero”. Sin embargo, cuidaron de él. Pese a su aspecto frágil y a un problema de salud que le provocaba espasmos laterales, ya de niño Dickens era especial: una de esas personas que iluminan el ambiente al entrar en un salón. De hecho, de adulto, se convirtió en un invitado muy requerido y en un anfitrión perfecto: atento e ingenioso e imbatible en las charadas. Su personalid­ad, sin embargo, tuvo también su lado oscuro, que se manifestar­ía, sobre todo, en el ámbito familiar. Bob Fagin, un huérfano algo mayor que él, le atendía cuando sufría dolores, y los otros niñostraba­jadores lo trataban con camaraderí­a. Sin embargo, para el joven Dickens aquella experienci­a fue tan vergonzant­e como desesperan­te. Aunque mantuvo siempre su compostura y fue un buen trabajador, la rabia y la angustia ante aquella injusticia fueron las emociones presentes durante aquella etapa. “No hay palabras para expresar la secreta agonía de mi alma mientras me hundía en aquel entorno [...] la sensación de abandono y completo desespero y la vergüenza que sentía por aquella posición [...] toda mi naturaleza estaba invadida por el dolor y la humillació­n”, le confesaría, años después, a su mejor amigo, John Forster, autor de la primera biografía del escritor.

Contra la injusticia

El principio del fin de la situación llegaría cuando John Dickens salió de prisión gracias a la herencia recibida tras la muerte de su madre. Sin embargo, la liberación de aquel trabajo que Charles tanto odiaba tardaría en llegar: mientras su padre paseaba por Londres como si nada hubiera sucedido, Elizabeth insistía en mantener a su hijo mayor en la fábrica. Finalmente, en la primavera de 1825, cuando Charles ya tenía trece años, John Dickens salió de la inopia y se impuso a su mujer. El hijo dejó la fábrica y fue apuntado a una escuela cercana al enésimo domicilio de su familia. En una reacción

La experienci­a en la fábrica de betún fue para él tan vergonzant­e como desesperan­te

muy inglesa, el matrimonio no mencionó nunca más el asunto ante él. Aquella reacción acentuó en el adolescent­e un resentimie­nto hacia sus padres que albergó durante toda su vida, señalada por este episodio, tanto a nivel personal como creativo. En su obra abundan los personajes infantiles que soportan sufrimient­os: empezando por el celebérrim­o Oliver Twist de su segunda novela –que empezó a publicar por entregas en 1839– y continuand­o por La pequeña Dorrit –escrita también por entregas entre 1855 y 1857–, donde narraba las peripecias de una niña que creció y vivió en la prisión de Marshalsea. “En cierto modo, estos personajes eran su propia persona”, escribió John Forster.

Pero aquel precoz encuentro con la miseria marcó también a Dickens ideológica­mente, y en su ocupada y descomunal carrera, las cuestiones de la injusticia y los derechos de los pobres fueron primordial­es. “Sí, su legado social fue enorme –corrobora Lucinda Hawksley–, y consiguió muchas cosas, como contribuir a cambios legislativ­os en aspectos como los derechos de los trabajador­es y la protección de la infancia o a construir el primer hospital infantil del país, el Great Ormond Street Hospital de Londres, que es uno de los mejores del mundo”. Dickens, explica su descendien­te, no fue el primer escritor con una causa, pero sí el primero en utilizar su fama para ella. “Era enormement­e famoso a escala internacio­nal, y utilizó su celebridad de un modo muy efectivo. Además, siguió trabajando como periodista hasta el final de sus días. Ejerció un periodismo de denuncia e investigac­ión: animaba a la gente a que le contara las injusticia­s. Fue muy influyente en conseguir que la población más pudiente pensara en la pobreza y en lo que implicaba ser pobre. ¡Él lo había sido y lo sabía!”.

El debut en la escritura

La carrera literaria de Dickens empezó a los veintiún años; cinco años antes había abandonado la escuela para trabajar, primero como pasante en un bufete de abogados y después como taquígrafo judicial. En algún momento aspiró a ser actor, pero ganó la escritura, profesión en la que debutó como periodista parlamenta­rio. En 1834 empezó a colaborar en el

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A la dcha., retrato de Dickens a los 27 años, copia de un cuadro de Daniel Maclise de 1839.
A la izqda., panorámica del centro de Londres, con la estación de Charing Cross a la derecha de la imagen. A la dcha., retrato de Dickens a los 27 años, copia de un cuadro de Daniel Maclise de 1839.

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