Historia y Vida

Scrooge, un meme universal

Cuento de Navidad se ha convertido en una historia global

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En 1843, el gobierno

británico publicó un informe sobre el trabajo infantil que indignó a Dickens. Su inmediata reacción fue escribir un panfleto de denuncia, pero pensó que tendría más impacto un relato ambientado en la Navidad, cuya celebració­n se consolidó durante la época victoriana. No se equivocó. Cuento de Navidad se convirtió en un fenómeno desde que se publicó, en diciembre de aquel año.

El protagonis­ta es

Ebenezer Scrooge (arriba, en camisón), un avaro que explota a su empleado, Bob Cratchit, hombre bueno con muchos hijos –uno de ellos, Tim, enfermo– y apenas ingresos; como tantos británicos de la época.

La denuncia incansable

Martin Chuzzlewit (1843), considerad­a la última de sus novelas picarescas, tiene como trama el egoísmo humano. En ella aparecen dos de sus villanos más conocidos: Seth Pecksniff y Jonas Chuzzlewit. Sin embargo, sería el personaje de Ebenezer Scrooge, el avaro sin corazón protagonis­ta de Cuento de Navidad, del mis

Scrooge es visitado

por el fantasma de su antiguo socio, Jacob Marley, y luego por los fantasmas de la Navidad pasada, presente y futura. Todos le evidencian sus errores. El cuento muestra por qué la generosida­d y la compasión son básicas para una sociedad mejor.

Como tantas otras

obras de Dickens, Cuento de Navidad ha sido adaptado al cine y a la televisión decenas de veces. Su trama ya es universal. Una pequeña muestra: un trabajo de 2019 de una estudiante de bachillera­to barcelones­a, Emma Calles, revela que el 72% de sus compañeros conocía la historia, aunque solo un 16% sabía que procedía de un libro.

mo año, quien se llevara el premio a malvado del siglo. Aunque se redime, Scrooge –el usurero que siente “repugnanci­a” hacia los pobres– es un personaje que ha trascendid­o la obra, y otra muestra del impacto de Dickens en la cultura popular. Cuento de Navidad no solo creó un nuevo género literario, sino que reforzó la vertiente activista del escritor, siempre dispuesto a denunciar las injusticia­s sociales y los abusos del sistema judicial inglés, incluso en un ambiente amable como el navideño. Una anécdota, descrita por Claire Tomalin en su biografía, ilustra muy bien este propósito de Dickens. En 1840, el escritor participó como jurado en un caso contra una joven criada, acusada de infanticid­io. La chica, huérfana y analfabeta, dio a luz a un bebé muerto en la cocina de la casa donde servía. Su patrona no la creyó y la denunció. La intervenci­ón de Dickens fue fundamenta­l para evitar que fuera condenada a muerte: no solo se personó durante todo el proceso (“y eso que era, sin duda, el más ocupado de los doce hombres”, escribe Tomalin), sino que se encargó de que le hicieran llegar comida a prisión y contrató un abogado para la defensa de la criada. La sentencia fue benévola. “Gracias a su energía y dones extraordin­arios, Dickens consiguió salir de la pobreza, pero nunca la olvidó ni evitó mirarla de cara”, resume la biógrafa. En David Copperfiel­d, su octava novela, publicada entre 1848 y 1850, el autor echa cuentas de su propia vida. Escrito en primera persona, es su libro más autobiográ­fico y, en sus propias palabras, su favorito. La obra causó sensación: lord John Russell, entonces primer ministro, la leía en voz alta a su esposa. “Lloramos hasta sentirnos avergonzad­os”, confesó. También impactó a un Henry James niño que, escondido bajo la mesa del salón, escuchaba la lectura de la obra en su casa neoyorquin­a. Sus sollozos le descubrier­on. “Creo que Dickens quería reformar al individuo, cambiar los corazones y las mentes de la gente, de los malos Scrooges”, afirmó a la BBC Michael Slater, catedrátic­o de Literatura Victoriana en el Birkbeck College, de la Universida­d de Londres, y experto en el novelista. “Su idea principal fue que, por encima de todo, los pobres debían tener casas decentes, una educación decente y todas las oportunida­des para tener una vida igualitari­a. En todo su trabajo, tanto en el periodísti­co como en el novelístic­o, hay una continuida­d sobre este tema”.

Esta intención reformador­a no siempre fue bien recibida: Virginia Woolf, por ejemplo, no apreciaba las novelas de Dickens. La escritora aseguraba que, al fi

nalizarlas, se veía forzada a donar dinero a una organizaci­ón caritativa. Eso, decía, no es lo que el arte debería impulsar. Pero Dickens creía firmemente que la literatura podía mejorar a las personas o, por lo menos, conmoverla­s. Y eso fue lo que hizo, de forma incansable y sin olvidar el sentido del humor, hasta el fin de sus días. Escribiend­o nuevas obras maestras como Tiempos difíciles (1854), Historia de dos ciudades (1859) y Grandes esperanzas (1861), sin dejar de denunciar las desigualda­des de clase y la explotació­n de los pobres en el entonces país más poderoso del mundo.

Murió en 1870, a los 58 años, de una embolia, aseguran que por el agotamient­o que le provocó una segunda gira por Estados Unidos. Él y su esposa Catherine ya vivían separados desde hacía tiempo. Dos años después se publicó la biografía de su amigo John Forster, donde se revelaba, por primera vez, el traumático episodio vivido en su preadolesc­encia. Nunca había hablado en público del mismo. En cierto modo, no hacía falta: aquel trance estuvo presente en toda su vida y obra. ●

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El señor Micawber y David Copperfiel­d en una ilustració­n para la novela, c. 1850.

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