Eva antes de Eva Perón
La aspirante a actriz que acabó como primera dama
Eva Duarte
co o posea su retrato. Nada que la recuerde debe quedar en pie, y el palacio Unzué y la casa en que vivió antes de ser primera dama son demolidos. Tampoco su cuerpo merece un lugar para el reposo, y la construcción del mausoleo se detiene, e incluso se envía un comando a Italia para destruir las esculturas que debían ornamentarlo. El cerco a sus restos se va estrechando peligrosamente.
En los días tormentosos del golpe, Pedro Ara, que sigue cuidando de su obra dos años después de finalizarla, espera instrucciones de Perón. Pero este ha huido sin decir qué hacer. La escrupulosa discreción del doctor ha permitido que muy pocos conozcan lo que se esconde en el edificio de la CGT, que ha pasado a manos de la Marina. Ninguno de los rumores que corren sobre el paradero y estado de los restos de Evita se acerca a lo que descubren los militares cuando Ara abre las puertas de la capilla. En el centro de la sala, tapizada de negro, yace un cuerpo sobre una losa de cristal suspendida del techo por cuerdas transparentes. La luz tamizada intensifica la sensación de que levita en un éxtasis perpetuo. El espectáculo impresiona sobremanera a los visitantes. No hay duda, es el rostro de Evita. Pero se niegan a creer que sea su cadáver, ni que tanta belleza sobreviva a los efectos de la muerte. Los militares confían en que una comisión científica revele que la obra maestra del doctor sea una genial impostura del peronismo. Sin embargo, las radiografías demuestran que es un cuerpo real con todos sus órganos, y el resto de pruebas, que innecesariamente dañan el cadáver al seccionar una falange de la mano y el lóbulo de una oreja, son concluyentes: es Eva Perón.
El descubrimiento del cuerpo es un problema para las nuevas autoridades. Temen que si cae en manos de la resistencia peronista se desate una revuelta que incendie el país. Pero también son conscientes de la oportunidad, si actúan con rapidez, de eliminar para siempre el máximo símbolo del enemigo. La cúpula golpista está resuelta a hacer desaparecer el cuerpo, pero difiere en la manera. Los más extremistas proponen quemarlo, o incluso lanzarlo al mar; sin embargo, los escrúpulos religiosos imponen una sepultura cristiana, pero clandestina. El general Pedro Eugenio Aramburu, hombre fuerte del régimen, encarga la misión a un fanático antiperonista, el teniente coronel Carlos Moori Koenig, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE).
La noche del 22 de noviembre de 1955, Moori Koenig comanda el grupo que irrumpe en la CGT y secuestra el cuerpo. Ya no habrá paz para los restos de Evita. Durante meses, y en contra de las órdenes recibidas, Moori Koenig deambula con el cadáver a bordo de una furgoneta por distintos lugares de la capital. Finalmen
Tras el golpe militar, todo lo que tenga que ver con ella se borra, prohíbe o desmantela
te, lo esconde en la buhardilla de la casa de uno de sus subordinados, quien una noche, presa de terror al creer que alguien ha entrado en la vivienda para robar el cuerpo, dispara en la oscuridad matando a su mujer. Moori Koenig decide entonces llevarlo al edificio del SIE y ocultarlo en su propio despacho, en un cajón de madera para material de transmisiones. La aversión que sentía por Evita se troca en atracción obsesiva a medida que contempla y manosea la extraña belleza de su cuerpo sin vida. El alcohol también le ayuda a enloquecer, creerse poseedor del trofeo y cometer la imprudencia de exhibirlo a unos pocos. Suficientes para que los excesos necrófilos de Moori Koenig lleguen a oídos del general Aramburu, quien lo releva, castiga y busca en otro miembro de la inteligencia militar al nuevo ejecutor de sus órdenes. El coronel Héctor Cabanillas, antiperonista con pedigrí, que tiene en su hoja de servicios tres intentos fallidos de acabar con la vida del general, será el encargado de la evasión y el destierro de los restos. El cuerpo de Evita permanece en secreto en las instalaciones del SIE, pero el miedo del gobierno a que caiga en manos equivocadas persiste. Se cree que un comando peronista le sigue el rastro y está al acecho, porque, allí donde se lo ha ocultado, al momento aparecen velas y flores. El entierro clandestino en el país ya no ofrece garantías de que el cuerpo no sea luego robado. La solución que se trama es más compleja y arriesgada, pero alejará para siempre a los “descamisados” de su amado estandarte: sepultar el cadáver en el extranjero, en Italia. Cabanillas urde un plan en el que deben participar, además de militares, miembros de la Iglesia católica argentina e italiana. Estos se prestan a colaborar porque entienden el caso como un gesto cristiano de preservación del cuerpo. Gesto que se da con la aquiescencia de Pío XII, uniendo en la conjura política y religión. El último escondite del cuerpo de Evita antes de su evasión es un cine de Buenos Aires. Los espectadores acuden a la sala ignorantes de lo que se oculta tras la pantalla. Allí aguarda a que Cabanillas ultime los detalles para embarcarlo en la bodega de un mercante con rumbo a Génova. Dos miembros de la inteligencia argentina viajan acompañando el féretro de Maria Maggi de Magistris, la nueva identidad de Evita Perón. La misma con la que es enterrada en el Cementerio Mayor de Milán el 13 de mayo de 1957.
Moneda de cambio
El destino del cuerpo de Evita permanece como secreto de Estado durante casi quince años. Tiempo suficiente para que la rumorología construya las más fabulosas historias, pero quizá ninguna con episodios tan macabros y rocambolescos como los de la historia real. Los últimos arrancan en junio de 1970, cuando Montoneros, grupo armado del peronismo revolucionario que ha tomado a Evita como símbolo de su lucha contra la dictadura, se suma al clima de violencia del país con un golpe que lo estremece. Secuestra y ejecuta al entonces expresidente Aramburu, acusándolo, entre otras cosas, de la desaparición del cuerpo de Evita.
Al año siguiente, la significación política de sus restos adquiere una nueva dimensión, esta vez por parte de la propia dictadura, que, forzada por la inestabilidad del país, busca un acuerdo que dé salida a su régimen militar mediante unas elecciones. En ese acuerdo se quie
re contar con Perón, exiliado en España. Y entre las estrategias diseñadas para ganar su apoyo, se incluye la devolución de los restos de su esposa.
Dos personajes vuelven a escena. El primero es Cabanillas. El hombre que por tres veces quiso matar a Perón y urdió la evasión del cuerpo es ahora el artífice de su exhumación y traslado, y quien lo entrega al general en su residencia de Madrid, el 3 de septiembre de 1971. Pedro Ara es el segundo. Él se encarga de verificar la identidad de los restos, prácticamente intactos salvo algunas lesiones en pies y nariz, que atribuye a su incesante trasiego y que restaña para devolver la apariencia original a su obra. La apreciación del doctor contrasta con la de la familia de Evita, que advierte múltiples golpes y cortes profundos, alimentando así la idea de la profanación violenta del cuerpo durante su cautiverio.
El 1973, Perón inicia su tercer mandato como presidente de Argentina. Mandato fugaz, porque muere antes de un año. Su viuda, María Estela (Isabel) Martínez, lo sustituye. Extrañamente, el cuerpo de Evita ha quedado en Madrid. Montoneros secuestra esta vez el cadáver de Aramburu para obligar a la nueva presidenta a repatriarlo. El chantaje surte efecto, y el 17 de noviembre de 1974 los restos de Evita regresan a Buenos Aires.
Hay entusiasmo en las calles y miedo en un gobierno muy frágil. El miedo se desvanece cuando reúne los cuerpos de Evita y Perón en una cripta de la residencia presidencial Quinta de Olivos. Allí reciben la visita de fieles y seguidores a la espera de que se levante el Altar a la Patria, un mausoleo para ambos que nunca se construirá. En marzo de 1976, el golpe del general Jorge Rafael Videla cancela el proyecto, y antes de ocupar la residencia presidencial ordena desalojar la cripta y dar sepultura a la pareja. Perón, en el popular camposanto de La Chacarita. Evita, a ocho metros de profundidad, en el panteón familiar del elegante cementerio de La Recoleta, entre renombrados aristócratas y militares, los que tanto la despreciaron. Desde entonces nunca faltan flores frescas en su tumba. ●
El hombre que urdió el traslado del cuerpo es ahora quien lo entrega al general Perón