UN PARNASO GRÁFICO
Gira por doce sublimes libros iluminados de toda la Edad Media
Nada es comparable a la nerviosa excitación que se experimenta cuando [...] alguien deposita en la mesa, frente a ti, un ejemplar de un manuscrito mundialmente famoso”. Quien muestra ese entusiasmo ante un volumen de valor histórico no es solo un bibliófilo empedernido. Christopher de Hamel se cuenta entre los paleógrafos más destacados del mundo. Bibliotecario emérito y miembro académico del Corpus Christi College, pocos especialistas han visto pasar por sus manos tantos y tan selectos tomos venerables como esta eminencia de Cambridge, que es también el principal asesor en libros iluminados de la casa de subastas Sotheby’s.
Grandes manuscritos medievales invita, bajo la guía personal de este experto, a una excursión de lujo por algunos de los tomos que, “demasiado frágiles y escasos”, casi nunca se exhiben. Es decir, el repertorio escogido por De Hamel encarna “la compañía más exquisita”, subraya, en este ámbito ya de por sí solo accesible a un puñado de investigadores debidamente acreditados. Porque, en efecto, resulta
“más fácil conocer al papa o al presidente de Estados Unidos que tocar Las muy ricas horas del duque de Berry”.
De Roma al Renacimiento
Por Grandes manuscritos medievales discurren doce de estos ejemplares destacados del patrimonio europeo. Desde las pequeñas, muy portátiles, Horas de Juana de Navarra hasta las mastodónticas pandectas del Codex Amiatinus. Estos dos trabajos únicos y sus diez congéneres no menos singulares son estudiados en capítulos monográficos que avanzan, siglo a siglo, por toda la Edad Media. Su arco cronológico parte a finales del vi con los Evangelios de san Agustín, compuestos en los estertores del Imperio romano, y llega a inicios del xvi y la explosión renacentista con las Horas de Spínola.
De Hamel no se conforma con explicar los contenidos y la fisonomía de estos originales, el celta Libro de Kells, el Salterio de Copenhague, el Carmina Burana o el Chaucer de Hengwrt. Se extiende en ello con un mimo y detalle que incluye cómo huelen, el tacto y el estado actual de esas páginas seculares. Pero el autor también abunda en su rica experiencia personal con cada joya, y pormenoriza el marco sociohistórico de su confección y su andadura hasta integrarse en las colecciones que las custodian hoy. Todo contado con tanto conocimiento como cercanía, como si lo explicara un amigo que ha viajado y visto mucho. A destacar también la cuidada edición del volumen. Sus numerosas y meticulosas reproducciones de páginas enteras de los manuscritos, a color y en papel de gramaje grueso, permiten aproximarse a estos tesoros casi como si se los tuviera delante.
Dónde están los oficiales capturados por el Ejército Rojo durante la invasión de Polonia? Esa fue la pregunta que el gobierno polaco en el exilio formuló repetidamente a Stalin desde que, en 1941, los dos países se convirtieron en aliados contra Alemania. El líder soviético aseguraba que habían sido liberados. “Huyeron a Manchuria”, dijo unas veces. “A territorio ocupado por los alemanes”, afirmó otras. Pero no, estaban mucho más cerca. En abril de 1943, los medios alemanes informaron de que habían encontrado una fosa común en el bosque de Katyn, cerca de la ciudad rusa de Smolensk, con los restos de miles de oficiales del ejército polaco. La mayoría de ellos tenían un disparo en la cabeza.
Este descubrimiento desató una guerra propagandística que dura hasta la actualidad. El historiador y periodista alemán Thomas Urban, corresponsal del diario Süddeutsche Zeitung en España (antes lo había sido en la Europa del Este), reconstruye en su libro la masacre y detalla cómo fue la campaña de desinformación orquestada posteriormente por el Kremlin: los primeros desmentidos culpando a los nazis, la difusión de noticias falsas para contrarrestar la información alemana (también tergiversada, ya que Goebbels utilizó el hallazgo para desestabilizar a los aliados), las presiones políticas para evitar que se iniciara una investigación por parte de la Cruz Roja, los conflictos diplomáticos que se generaron (la URSS rompió relaciones con el gobierno polaco en Londres), la falsificación de pruebas una vez recuperada la región con el fin de situar la fecha de las ejecuciones durante la ocupación alemana... Y todo ello bajo la mirada cómplice de Roosevelt y Churchill, quienes prefirieron creer a Stalin antes que poner en riesgo el gigantesco esfuerzo bélico que estaba realizando la URSS. Como explica Urban, una vez finalizada la guerra, la operación de falseamiento y ocultación no se detuvo, sino que se recrudeció. Aunque fracasó en los juicios de Núremberg, donde la delegación soviética no consiguió incorporar los crímenes de Katyn en los cargos contra la cúpula nazi, triunfó en el bloque del Este, sobre todo gracias a una violenta campaña de represión que incluyó la persecución de testigos incómodos. Pero la herida de Katyn nunca se cerró. Con el paso de los años, se convirtió en un símbolo para la oposición polaca y en un molesto borrón en la mitología rusa de la Segunda Guerra Mundial. Una falta tan difícil de asumir que, aún hoy, a pesar del reconocimiento de los hechos por parte de Mijaíl Gorbachov en 1990 y del arrepentimiento público escenificado por Borís Yeltsin en Varsovia en 1993, el Kremlin se resiste a calificarlo como genocidio y a rehabilitar a las víctimas.