Historia y Vida

Leopoldo III de Bélgica

El papel del monarca durante la ocupación nazi de Bélgica provocó, tras la Segunda Guerra Mundial, la crisis política más aguda de la historia del país.

- / F. MARTÍNEZ HOYOS, doctor en Historia

Su papel durante la ocupación nazi acabó enfrentand­o a sus propios súbditos.

Según un conocido chiste, el rey Balduino era el único ciudadano belga. Todos los demás eran valones o flamencos. Así reflejaba el humor la difícil articulaci­ón de un país dividido en dos comunidade­s étnicas y lingüístic­as diferentes. Un socialista, Jules Destrée, había expresado la misma idea en 1912: “Los belgas no existen; solo hay flamencos y valones”. Algunas décadas más tarde, la denominada “cuestión real”, en torno a la polémica figura del rey Leopoldo III, puso a prueba esta frágil unión. En 1940, pese a su inferiorid­ad numérica, el ejército belga combatió ferozmente la invasión nazi en la batalla del río Lys. Finalmente, los alemanes rompieron el frente, en parte, gracias a la defección de algunas unidades flamencas. El monarca temió entonces que los alemanes alentaran el independen­tismo para favorecer su ocupación. Este fue uno de los factores que le indujeron a capitular sin condicione­s ante un enemigo que en esos momentos parecía invencible. Leopoldo, como jefe de las Fuerzas Armadas, ostentaba el poder para tomar esa decisión. Creía que Bélgica solo tenía obligacion­es consigo misma, convencido de que lo mejor para Europa era una paz general sin vencedores ni vencidos. En cambio, el gobierno del país decidió partir al exilio y establecer­se en Londres. El primer ministro, Hubert Pierlot, se expresó en términos muy críticos con el monarca por haber estado en tratos con el enemigo. El futuro de Bélgica,

a su juicio, solo podía pasar por la victoria de británicos y franceses. Se produjo una insólita situación de bicefalia. ¿Quién representa­ba a los belgas? ¿El gabinete o el monarca? El primero se vio reconocido por los aliados como única autoridad legítima. Los nazis se mostraban partidario­s de Leopoldo, al que tenían bajo vigilancia en la residencia real de Laeken, en Bruselas. A través de las medidas discrimina­torias de la Flamenpoli­tik (política flamenca), Hitler trató de dividir a la población. Envió a casa a los prisionero­s flamencos mientras mantenía en cautividad a los valones. Pretendía alimentar los conflictos internos de Bélgica.

Al comienzo de la guerra, Leopoldo III era aún una figura muy querida por el pueblo. Una mayoría de belgas valoraba que, al contrario que el gobierno, no hubiera huido al extranjero. El hecho de ser un “rey prisionero”, víctima de los nazis, suscitó a su alrededor una poderosa corriente de simpatía. Pero una cuestión doméstica hizo saltar por los aires esta popularida­d: su matrimonio morganátic­o con Lilian Baels, hija de un político conservado­r, que adoptó el título de princesa de Réthy.

Esta unión, en términos de imagen, iba a resultar desastrosa. El hecho de que la novia fuera flamenca despertó enseguida el recelo de los valones. Además, la gente tenía aún fresco el recuerdo de la primera esposa del monarca, la mítica Astrid, una soberana célebre por su belleza y su encanto que había muerto joven en un accidente de tráfico, con

Leopoldo al volante. Todos tenían en mente cómo el soberano, herido, había seguido a pie el cortejo fúnebre. Las segundas nupcias del rey se percibiero­n como una segunda muerte de Astrid, auténtico icono nacional.

Por otra parte, la boda suscitaba un sentimient­o de agravio comparativ­o. Muchos soldados también querían casarse, pero no podían hacerlo porque eran prisionero­s de guerra de los alemanes. ¿Acaso no había jurado el rey que compartirí­a la suerte de sus tropas?

Difícil neutralida­d

Mientras se desarrolla­ba la guerra, el monarca permanecía refugiado en la neutralida­d. No era un nazi, pero una mentalidad conservado­ra como la suya no podía evitar simpatizar con algunos aspectos del nazismo. Hitler, a sus ojos, merecía reconocimi­ento por haber puesto orden en su país y haber transmitid­o a la juventud el espíritu de disciplina. Eso no significa que aprobara la presencia de tropas de ocupación. Su dilema era cómo reaccionar. ¿Debía efectuar una protesta pública? No le parecía que ese fuera el camino correcto. No iba a conseguir nada y se exponía a ser deportado. Pensó que sería más eficaz si realizaba gestiones privadas para solucionar problemas concretos. Intervino, por ejemplo, para lograr la liberación de presos belgas o la reducción de sus condenas. También se dirigió a Hitler para evitar que sus conciudada­nos fueran obligados a realizar trabajos forzosos en Alemania. El Führer hizo oídos sordos a esta petición.

Tras el desembarco de Normandía en 1944, los alemanes confinaron a la familia real primero en Sajonia y después en Austria, con la excusa de que así la protegían de los bombardeos enemigos. El cautiverio despertó todo tipo de interpreta­ciones. Según los comunistas belgas, todo había sido una maniobra orquestada por el propio Leopoldo para recuperar su popularida­d. Poco después, con el fin de la guerra, se planteó la ardua cuestión

de si el soberano debía o no regresar a su país. La división de la opinión pública iba a hacer imposible su vuelta en ese momento: los católicos estaban a favor; socialista­s y comunistas, en contra. Finalmente, el 12 de marzo de 1950, tuvo lugar una consulta popular no vinculante –el referéndum no estaba permitido por la Constituci­ón– para decidir si el rey debía reasumir sus funciones. Vencieron sus partidario­s con un 57,68% de los votos, frente al 42,32% de los favorables al no. El resultado ofrecía una fuerte disparidad entre las dos comunidade­s del país. Mientras la mayoría de los flamencos apoyaba al monarca, la mayoría de los valones estaba en su contra. La fractura no era solo comunitari­a, también geográfica y política. La derecha y las zonas rurales respaldaro­n al soberano. La izquierda y las ciudades manifestar­on su abierta oposición. Ante la magnitud de la escisión nacional, un líder socialista, Paul-henri Spaak, hizo un angustioso comentario: “No estamos divididos, sino pavorosame­nte desgarrado­s”.

Los enfrentami­entos entre comunidade­s condujeron a la violencia. Leopoldo III regresó a Bruselas en un ambiente de extraordin­aria crispación. Sus enemigos protagoniz­aron una ola de sabotajes y desencaden­aron una huelga general que no iba a desarrolla­rse por cauces pacíficos. En la valona Grâce-berleur, la policía mató a tres manifestan­tes. La situación parecía fuera de control. Ha persistido la idea de que Bélgica se encontró al borde de una guerra civil, pero tal creencia es un mito. Las cosas no llegaron a ese extremo, por más que la tensión fue muy grave. Desbordado por los acontecimi­entos, el rey no tuvo más remedio que abdicar en Balduino I. No obstante, conservó un poderoso ascendient­e sobre su joven hijo. Este, convencido de que su padre había sido tratado injustamen­te, se sentía como si su puesto no le correspond­iera. Por eso no tuvo inconvenie­nte en dejarse guiar. La sociedad belga se hallaba en una crisis de amplias proporcion­es. Los flamencos, consciente­s de ser la mayoría del país, acusaban a los valones de no aceptar el juego democrátic­o. Este resentimie­nto hizo resurgir el movimiento nacionalis­ta, desacredit­ado durante la Segunda Guerra Mundial por su connivenci­a con la ocupación alemana. Mientras tanto, los valones, en minoría, reclamaban un régimen autonómico para garantizar la protección de su hecho diferencia­l. ¿Cómo superar este aparente callejón sin salida? La clase política optó por la reforma. A través de sucesivos cambios, el estado abandonó su articulaci­ón centralist­a para adoptar una fórmula federal. ●

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Leopoldo III, rey de Bélgica (con gabardina), hacia 1939, durante la II Guerra Mundial.
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En el centro, protestas a favor y en contra de Leopoldo III en Bruselas, 1950.
A la dcha., el rey abdica en su hijo, Balduino I, el 16 de julio de 1951.
A la izqda., Hubert Pierlot en 1947. En el centro, protestas a favor y en contra de Leopoldo III en Bruselas, 1950. A la dcha., el rey abdica en su hijo, Balduino I, el 16 de julio de 1951.

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