Historia y Vida

María Antonieta y el delfín

El sorprenden­te matrimonio del heredero de la Corona francesa y una archiduque­sa austríaca.

- / M. P. QUERALT DEL HIERRO, historiado­ra y escritora

Su boda refrendaba una alianza entre dos potencias que años antes habría parecido antinatura­l.

El 7 de mayo de 1770, María Antonieta de Habsburgo-lorena, archiduque­sa de Austria, llegaba a Estrasburg­o para contraer matrimonio con el heredero de la Corona de Francia, el futuro Luis XVI. Un enlace que conjuraba la ancestral rivalidad entre Francia y Austria por hacerse con la hegemonía europea. La boda del delfín de Francia con la menor de las hijas de la emperatriz María Teresa de Austria acababa con más de dos siglos de enfrentami­entos entre los Habsburgo y la monarquía gala. El contencios­o parecía atenuado por el Tratado de Utrecht, que en 1713 puso fin a la guerra de Sucesión española y estableció las bases de un nuevo equilibrio de poderes en Europa.

La entrada de un nuevo actor, Prusia, en la escena política del continente y su disputa con Austria por los territorio­s de Silesia llevaron a los Habsburgo a pedir la ayuda de su antiguo rival. A cambio, Francia demandó el apoyo de los Habsburgo en su enfrentami­ento con Inglaterra, lo que provocó la transforma­ción del sistema de alianzas y, en consecuenc­ia, la creación de un nuevo escenario político que se evidenció en la guerra de los Siete Años (1756-63). Finalmente, la firma de dos tratados de mutua colaboraci­ón en Versalles (en 1756 y 1757) entre Austria y Francia significó una larga colaboraci­ón entre ambas monarquías que iba a sellarse en mayo de 1770, con el matrimonio entre María Antonieta y el futuro Luis XVI.

Una Habsburgo en Francia

La joven novia –solo tenía catorce años– cruzó la frontera escoltada por medio centenar de carruajes en los que viajaban las 130 personas que componían su séquito. Tras encontrars­e con la delegación francesa, este contingent­e debería regresar a Austria para ser reemplazad­o por quienes, con la condesa de Noailles al frente, constituir­ían el servicio de la delfina. Para recibirla, se había levantado un pabellón de madera en la isla de Épis sobre el Rin. Allí, la recién llegada debía abandonar a sus acompañant­es y cambiar la indumentar­ia que le era propia para vestirse al modo francés. Era todo un símbolo. Entraba en el recinto como

archiduque­sa austríaca, pero salía del mismo como delfina de Francia. Solo se le permitió conservar una escasa parte de su equipaje y a su mascota, un caniche llamado Pek. A cambio, se le presentaro­n en un joyero forrado de terciopelo carmesí las alhajas que iban a componer su ajuar como futura reina de Francia: un collar de perlas que había pertenecid­o a Ana de Austria, bisabuela del novio; una parure de diamantes propiedad de María Josefa de Sajonia, la fallecida madre del delfín, valorada en cerca de dos millones de livres; un abanico con incrustaci­ones de diamantes; y diversos broches de esmalte con su anagrama, una M y una A entrelazad­as. Parece ser que, pese a sus pocos años, María Antonieta sobrellevó el complejo ceremonial con enorme dignidad. Es más, aceptó por completo tan impostada metamorfos­is, y cuando, una vez en la ciudad, el alcalde de Estrasburg­o le habló en alemán, le respondió: “Es usted muy gentil, monseñor, pero desde ahora no entiendo otro idioma que no sea la lengua francesa”. Fue el primero de una larga serie de gestos con los que la joven conquistó a la corte. Luis XV se rindió ante la recién llegada, desarmado por su gentileza y delicada presencia. Y el pueblo tampoco se le resistió. Aquel matrimonio despertaba grandes esperanzas. Luis XV, al que se juzgaba embaucado por los encantos de madame du Barry, no estaba bien considerad­o, y, por tanto, un cambio generacion­al auguraba un futuro mejor. Frente a María Antonieta, una belleza muy al gusto de la época, de piel muy blanca, cabellos rubios y ojos claros, su prometido era un muchacho tímido y de escaso atractivo. Tenía 16 años, dos más que su prometida. Huérfano desde muy temprana edad, se crio bajo la tutela de sus conservado­ras tías, mesdames Adelaide y Sophie, y de su ayo, el duque de La Vauguyon, uno de los escasos nobles que habían conseguido mantenerse al margen del libertinaj­e cortesano. Dotado de una cierta inteligenc­ia natural, el delfín adquirió con facilidad una estimable cultura. Dado el torbellino de frivolidad que era Versalles, y queriendo velar por su integridad moral, sus tutores le apartaron de toda relación social, con lo que creció instruido y piadoso, pero, según escribió un embajador veneciano en 1767, “tan rústico como si hubiera crecido en el bosque”. María Antonieta, por su parte, había tenido que seguir un cursillo acelerado

Luis XV se rindió ante ella por su gentileza y delicada presencia

para convertirs­e en heredera al trono galo. Aunque creció rodeada de preceptore­s, nunca había mostrado un excesivo interés por el estudio. Dominaba la lengua italiana y era una excelente intérprete de arpa, pero su preparació­n distaba mucho de ser la adecuada para una futura reina de Francia. Su madre, la emperatriz María Teresa, de acuerdo con el plenipoten­ciario ministro galo duque de Choiseul, artífice del compromiso, aceptó que la corte francesa enviara a Viena una serie de profesores que, a lo largo de un año, impartiero­n a la futura delfina la necesaria instrucció­n para tan alto destino. Un eclesiásti­co, el abate Vermond, y un profesor, monsieur Larseneur, fueron los responsabl­es de enseñar a la joven archiduque­sa la lengua, los modos y las costumbres propios del país en el que iba a reinar. Así, a principios de 1770, el cardenal de Rohan, embajador de Francia en Viena, escribió a Luis XV que la archiduque­sa se había convertido en “una princesa de los pies a la cabeza”.

Versalles se viste de gala

Desde Estrasburg­o, María Antonieta continuó viaje por Saverne, Nancy y Reims hasta llegar a Compiègne, donde, el 13 de mayo, se encontró con su futuro esposo. Desde allí partieron juntos hasta Versalles, donde estaba previsto celebrar la ceremonia religiosa de la boda tres días después, si bien el matrimonio por poderes había tenido lugar en la capital austríaca un mes antes. La capilla, la quinta que se construía en el recinto palaciego, había sido diseñada por Jules Hardouin-mansart y concluida por Robert de Cotte. Su factura, dotada de una cierta teatralida­d, constituía el escenario idóneo para una fastuosa ceremonia. Comenzó a la una del mediodía, cuando la pareja de adolescent­es abandonó sus respectivo­s apartament­os para aparecer juntos ante los seis mil invitados que les esperaban en la galería de los Espejos. De allí pasaron al templo, donde monse

ñor de La Roche-aymon, arzobispo de Reims, ofició el sacramento.

Al parecer, María Antonieta tuvo que ser ayudada por sus damas para llegar hasta el altar, dado el tremendo peso del vestido que lucía, un atuendo “a la francesa”, es decir, de formas voluminosa­s y barrocas, tejido con hilos de oro y decorado con diamantes y otras piedras preciosas. Se cubría con un manto ribeteado de armiño, la piel que simbolizab­a la virginidad. El acto, largo y solemne, incluyó la entrega por parte del novio de las arras, trece monedas de oro, como promesa del próspero futuro que les aguardaba. Al rito litúrgico siguió un gran banquete, presidido por Luis XV, compuesto por más de una cuarentena de platos. Luego la fiesta siguió en los jardines, mientras, en el interior del palacio, la galería de los Espejos se reconvirti­ó en casino gracias a la instalació­n de diferentes mesas de juego. María Antonieta se inició allí en el que luego sería su pasatiempo favorito: el lansquenet, un juego de naipes.

Antes se había procedido a formalizar el contrato matrimonia­l. Tras firmar el rey Luis XV, lo hicieron los novios. Posiblemen­te a causa de los nervios, al estampar un “Marie Antoinette Josepha Jeanne”, un borrón de tinta se escapó de la pluma de la delfina, percance que algunos quisieron interpreta­r como un mal presagio. No fue el único contratiem­po. Una terrible tormenta impidió llevar a cabo el espectácul­o de fuegos artificial­es que estaba previsto celebrar en los jardines aquella misma noche, para el que se había desplazado desde París una gran multitud de personas. Los imprevisto­s derivaron en drama. El 30 de mayo, un acto similar que iba a cerrar los festejos nupciales en la plaza de la Concordia de París acabó con la vida de 130 espectador­es por culpa de un estallido extemporán­eo. Un trágico broche a las celebracio­nes que parecía augurar un futuro poco prometedor. Llegado el momento, los jóvenes novios se retiraron a sus habitacion­es. Les acompañaba el rey, seguido por la corte en pleno. Tras la solemne bendición del lecho nupcial por el arzobispo de Reims, el rey entregó al novio la camisa de dormir, mientras la duquesa de Chartres, la princesa de mayor rango, hacía lo propio con la recién casada, y, tras cerrar las cortinas del baldaquino, se retiraron. De lo que sucedió después dio

Un accidente en el acto de clausura en París mató a 130 personas

fe el propio Luis XVI cuando, al día siguiente, escribió en su diario íntimo: “Nada”. Terrible término cuando se ve aplicado a una noche de bodas. La noticia corrió por Versalles como la pólvora, se extendió por todo París e incluso llegó en forma de carta de la desposada hasta la cancillerí­a de María Teresa. La emperatriz se limitó a aconsejar a su hija que tuviera paciencia. En la correspond­encia cruzada entre madre e hija se lee cómo María Teresa disculpa a su yerno, intuyendo la posibilida­d de que el delfín fuera un muchacho tímido e inexperto, y recomienda a María Antonieta calma y delicadeza. Sus consejos debieron de ser provechoso­s, ya que, pese a la falta de intimidad matrimonia­l, entre la joven pareja reinaba una gran compenetra­ción y una viva simpatía. No obstante, algunos autores achacan a la carencia de componente erótico en la relación el hecho de que María Antonieta se sumergiera en una espiral de frivolidad y diversión que dañó considerab­lemente su imagen. De hecho, su día se repartía entre la elaboració­n de su complicadí­simo tocado –el mismo que su hermano José II de Austria calificaba de “demasiado ligero para sostener una corona”–, la práctica de la música y, finalmente, los juegos y diversione­s con sus damas, amigos y cuñados, especialme­nte con el joven conde de Artois, que cada día le preparaba mascaradas, conciertos, bailes o entretenim­ientos varios. Una avidez de diversión que supo aprovechar una camarilla cortesana para servirse de su persona y conseguir una posición de privilegio en palacio, aun a costa de socavar la figura pública de la delfina.

En busca del heredero

El 10 de mayo de 1774, la viruela acabó con la vida de Luis XV. María Antonieta contaba entonces diecinueve años y su marido, ya Luis XVI, veinte. La falta de sucesión de la pareja se convirtió en un problema de Estado que cruzó fronteras. Viendo peligrar el trono de su hija y, con él, la alianza franco-austríaca, la emperatriz María Teresa tomó cartas en el asunto y envió a París a su hijo, el futuro emperador José II. Como hombre experiment­ado, habló con su cuñado y, con la franqueza que caracteriz­ó la correspond­encia entre cancillerí­as de la época, poco después escribió a su hermano Leopoldo que el rey de Francia “tiene erecciones muy fuertes e introduce el miembro durante algunos minutos pero se retira sin haber descargado”. Y continuaba con brutalidad: “Será necesario azotarle como se hace con los asnos”. No hizo falta tan drástico sistema. Una charla con el monarca y el consejo de los médicos de la corte bastaron para que, en julio de 1777, María Antonieta escribiera a su madre: “Desde hace ocho días mi matrimonio ha sido perfectame­nte consumado. La prueba se repitió ayer y aún fue más satisfacto­ria que la primera vez. No creo estar embarazada todavía, pero tengo la esperanza de que tal felicidad no tarde en llegar”. No se equivocaba. El 19 de diciembre de 1778 nació la primera hija de la pareja, María Teresa, “madame Royale”, a la que siguieron Luis José en 1781, Luis Carlos en 1785 y Sofía en 1786. La Corona de Francia ya tenía herederos, pero la historia tenía otros planes. ●

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En las págs. anteriores., grabado coloreado de la boda. Francia, siglo
xviii. A la izqda., abanico que celebra la boda entre María Antonieta y el delfín Luis, c. 1770. En las págs. anteriores., grabado coloreado de la boda. Francia, siglo
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Explosión accidental durante los fuegos artificial­es para celebrar la boda en París.
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Luis XVI, María Antonieta y uno de sus hijos en Versalles. C. L. Müller, c. 1860.

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