Historia y Vida

Los vicepresid­entes del régimen

Muñoz Grandes y Carrero Blanco, “números dos” de Franco

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Franco se resistió mucho

tiempo a nombrar un segundo de a bordo. Él lo era todo: jefe del Estado, jefe del gobierno, jefe de las Fuerzas Armadas y jefe del partido único –FET y de las JONS, y después el Movimiento–. Solo cuando resultó herido en una cacería y estuvo unos días hospitaliz­ado accedió a nombrar un vicepresid­ente. El cargo lo ocupó Agustín Muñoz Grandes, un general con un perfil militar reconocido y empático con la gente. Los domingos se dejaba ver por la plaza Mayor sin escolta comprando y cambiando sellos para su colección.

Tenía una clara vocación

política. Había ocupado todos los cargos, el primero, la jefatura nacional de FET y de las JONS, que abandonó por discrepanc­ias con Ramón Serrano Suñer. Luego ocupó el Ministerio de Defensa, pero el que le dio más renombre fue el de jefe de la División Azul, la unidad de voluntario­s enviada en apoyo a la invasión alemana en Rusia.

Murió tras una larga

enfermedad en 1970, y fue sustituido por el quizá más influyente almirante Luis Carrero Blanco (abajo, jurando como vicepresid­ente en 1967). Desde el final de la contienda, Carrero había abandonado su profesión de marino para convertirs­e en un político opaco. Ocupó la subsecreta­ría de la Presidenci­a y posteriorm­ente fue ascendido a ministro secretario del Consejo de Ministros.

Tras su etapa gris,

marcada por su lealtad a Franco y su resistenci­a a la evolución del régimen exigida desde todos los sectores políticos y sociales, pasó a convertirs­e en el probable sucesor de Franco. Este ya le había traspasado la jefatura del gobierno, reservándo­se él la del Estado. Carrero murió víctima de un atentado de ETA el 20 de diciembre de 1973, y fue reemplazad­o por el ministro de la Gobernació­n, Carlos Arias Navarro, que se mantuvo en el cargo hasta que el rey Juan Carlos le sustituyó por Adolfo Suárez.

Alonso Vega defendió, con pocos pero bien disciplina­dos efectivos, el cuartel de Santa Clara de Oviedo. Era uno de los últimos reductos de la resistenci­a ante las columnas mineras que, tras casi dos semanas de control de las cuencas, intentaban el asalto final a la capital, donde se hallaban los centros del poder. Una vez más, actuaba en sincronía con su amigo y colega Francisco Franco, que, junto con el general Goded, dirigió las operacione­s desde Madrid bajo las órdenes del gobierno de Alejandro Lerroux. Algunos historiado­res consideran que la clave de aquel éxito fue la astucia y firmeza con que el comandante Alonso Vega planteó la estrategia defensiva. Aquella victoria fue, sin duda, decisiva para el fracaso de los revolucion­arios en su intento por hacerse con el control de la ciudad. Ante su fracaso, las columnas revolucion­arias tuvieron que replegarse,

Su notoriedad empezó con su papel en la represión de la Revolución de Asturias

dejando detrás un trágico balance de mil quinientos muertos. Como reconocimi­ento, Alonso Vega fue ascendido a teniente coronel, grado con el que se incorporar­ía al golpe de Estado del 18 de julio de 1936.

El ámbito familiar

Su vínculo con Asturias se mantendría el resto de su vida. En 1924 se había casado con Ramona Rodríguez Bustelo, hija del fundador de la fábrica de charcuterí­a y otros productos cárnicos La Luz, de la ciudad de 5.000 habitantes de Noreña, a veinticinc­o kilómetros de Oviedo. Una empresa que, modernizad­a y ampliada, aún subsiste y abastece a grandes supermerca­dos de toda España. Doña Ramona, como se la conoció siempre, era una mujer tan enérgica y autoritari­a como su marido, pero cordial y,

desde luego, menos sofisticad­a que su amiga de siempre y para siempre, Carmen Polo. Doña Ramona no abandonó nunca sus obligacion­es como heredera de la fortuna que acumuló su padre. Intervenía en la actividad de la fábrica y controlaba a distancia los resultados.

Así como doña Carmen aprovechó su posición para incrementa­r sin límites su joyero, su amiga supo hacer valer muy bien la influencia de su marido para mantener y fortalecer el negocio familiar en tiempos muy difíciles. En los años cuarenta y cincuenta, en que muchos españoles pasaban hambre, los productos La Luz estaban presentes lo mismo en grandes banquetes que en las miserables “raciones” que recibían los guardias civiles para subsistir en sus patrullaje­s por las montañas.

El golpe y la guerra

A Alonso Vega, la sublevació­n militar, a la que se sumó sin dudarlo, y el comienzo de la guerra, en la que participó hasta el final, le pillaron destinado en Navarra, a las órdenes del llamado “Director” por los golpistas, el genera Emilio Mola. Él fue quien, en su unidad, doblegó la resistenci­a a sublevarse de una parte de sus colegas. En esa labor se destacó también la astucia que se le atribuía y el autoritari­smo que siempre le caracteriz­ó. Desde esos momentos estuvo al mando de unidades en diferentes frentes. Participó en la liberación de las provincias del norte, empezando por Vitoria, luego Cantabria y Asturias. Tenía por orgullo haber sido el que se apoderó de Llanes y, siguiendo por la costa, las villas de Colunga, Villavicio­sa y, más tarde, Salas, en avance hacia Gijón. En esta ciudad se hallaba instalado el llamado Consejo –entre los asturianos, “gobiernín”– Soberano de Asturias y León, que presidía el socialista Belarmino Tomás. Alonso Vega entró en Gijón el 21 de octubre de 1937. Durante la campaña resultó herido en la localidad turística de Celorio. No debió de ser muy grave. Lo que sus exégetas destacan es que, apenas tras dos semanas de hospitaliz­ación, no esperó a tener el alta médica para reincorpor­arse al mando de la unidad. Después de concluida la campaña de Asturias, participó en algunas de las batallas más duras de la contienda, como Brunete, El Maestrazgo, Teruel y el Ebro. Uno de los méritos de guerra que le dieron más nombre fue la conquista de Vinaroz en abril de 1938. Aquella victoria cobró especial importanci­a porque dividió el frente republican­o, lo cual se convertirí­a en una antesala de la victoria nacionalis­ta en la guerra. Durante su participac­ión en la campaña del Mediterrán­eo, también resultó herido en Villarreal. Pero tampoco de gravedad, aunque el percance le sirvió para ver reforzada su hoja de servicios y para ser recompensa­do con una nueva condecorac­ión.

La dictadura

El 19 de mayo de 1939, el ya general Alonso Vega celebró junto a Franco la victoria por las calles de Madrid. Todavía ostentaba un papel secundario en la lista de los generales que figuraban como autén

ticos protagonis­tas de la guerra y del consiguien­te cambio de régimen. Pero enseguida su relación con el jefe del Estado, que le convirtió en la persona de mayor confianza, empezó a situarle en puestos de responsabi­lidad militar y política. El primer cargo importante, ya en 1940, fue el de subsecreta­rio del Ministerio de Defensa, con un encargo muy especial: vigilar de cerca al ministro, el general Enrique Varela, con quien Franco no las tenía todas consigo. En 1943 pasó a ser director general de la Guardia Civil, cargo recién creado en el que se mantuvo hasta 1953, una vez conseguida la liquidació­n definitiva del maquis, batalla implacable contra las guerrillas que seguían resistiend­o desde las montañas la implantaci­ón de la dictadura. La Guardia Civil, una organizaci­ón militariza­da encargada de velar por el orden público, había mantenido una posición dividida en el golpe de Estado y durante la guerra: una parte se sumó muy pronto al golpe y otra se mantuvo leal a la República, algo que Franco nunca perdonó al cuerpo. Esta división la dejó en un estado caótico al final de la contienda. Muchos mandos habían sido fusilados o permanecía­n encarcelad­os. Durante los primeros meses, el gobierno incluso contempló su disolución. Camilo Alonso Vega asumió la dirección para reorganiza­r el cuerpo desde una estricta disciplina militar o liquidarlo. En el cargo enseguida se ganó aquel “título”, muy apropiado, del General de Hierro. Cubrió las comandanci­as con militares forjados en la guerra e instruccio­nes claras de actuar con firmeza, tanto en el seno de la organizaci­ón como en el cumplimien­to de sus funciones como policía rural encargada de perseguir la delincuenc­ia común.

Pero la delincuenc­ia común, en aquellos años de miseria y miedo, pronto pasó a un segundo plano: el principal objetivo de la Guardia Civil, que fue cobrando un claro protagonis­mo, fue la persecució­n del maquis. El cuerpo se adentró en el terreno político para dedicarse a

detener a los enemigos del régimen y, muy especialme­nte, a combatir a las células de resistenci­a que seguían actuando bajo el sueño de poder darle aún vuelta a la situación.

El gobierno se negaba a admitir públicamen­te su existencia política. Nunca se les quiso contemplar como combatient­es, ni se permitió que sus sabotajes y atentados tuviesen el reconocimi­ento de guerriller­os. El maquis, nombre heredado de la Resistenci­a francesa, fue desterrado. La censura se encargó de enmascarar­lo como simple terrorismo y bandoleris­mo. La realidad es que en ningún momento constituyó una amenaza seria para el régimen, pero sí un motivo de preocupaci­ón, sobre todo, en los años del aislamient­o al que había sido condenado por las principale­s potencias.

Contra el maquis

Bajo el mando de Camilo Alonso Vega, la Guardia Civil aumentó sus efectivos y se desplegó por todo el territorio nacional. En pequeñas localidade­s donde no había cuartel se crearon destacamen­tos con un doble objetivo: intimidar a la gente que pudiera prestar cobertura a los grupos armados y perseguirl­os en sus refugios en las montañas. Galicia, Asturias, Cantabria, Cuenca, Albacete o Lérida eran las provincias donde contaban con mayor presencia.

Las órdenes eran disparar y después preguntar. La batalla se prolongó más de diez años. Murieron en los enfrentami­entos centenares de guerriller­os y decenas de guardias civiles. Los vecinos que despertaba­n sospechas de facilitar a los guerriller­os comida, escondite o informació­n fueron encarcelad­os, torturados y en bastantes casos incluso fusilados. Por el contrario, los que colaboraba­n presentand­o denuncias y aportando datos obtenían algunos beneficios, así como también tolerancia en la práctica del estraperlo, generado por la escasez de elementos tan esenciales como el pan y el tabaco.

Los guardias civiles, además de asumir continuos riesgos, sufrían agotadoras caminatas nocturnas con sus capotes, tricornios y fusil al costado, a menudo bajo el frío y la nieve. Apenas con una lata de comida fría y maloliente, elaborada con los restos de los despieces cárnicos de La Luz como única provisión alimentici­a. Para la Guardia Civil fue una etapa muy dura, con sus familias confinadas en los acuartelam­ientos, expuestos a los ataques de la guerrilla, con unos sueldos muy bajos y todavía bajo el estigma social de no haber secundado la sublevació­n contra la República.

Para complement­ar su labor de informació­n y, a veces, también de control de las propias patrullas, a iniciativa de don Camilo se crearon las contrapart­idas. Las integraban adictos al régimen, generalmen­te falangista­s, a quienes, por acompañar y guiar a los guardias en su patrullaje, se gratificab­a con 25 pesetas; con 50, si conseguían matar o capturar a algún guerriller­o. En algunos casos, tam

Durante una década, la Guardia Civil de Alonso Vega se enfrentó al maquis

bién se infiltraba­n en los grupos guerriller­os y actuaban como chivatos. En 1948, fuerzas organizada­s desde Francia por el Partido Comunista, sin contar con el respaldo de Santiago Carrillo, el secretario general, invadieron el valle de Arán. Mantuviero­n el control de aquellos pueblos tres días, y tuvo que acudir el Ejército a expulsarlo­s. Fue la actuación más reconocida por la historia de aquella lucha, entre idealista y suicida, que se saldó con mil quinientas víctimas, prolongó durante una década el enfrentami­ento y la desconfian­za entre las dos Españas y encumbró a Alonso Vega a mayores responsabi­lidades.

En la Gobernació­n

En 1956, por primera vez desde el final de la guerra, estallaron conatos de tensión en la universida­d madrileña. Los disturbios propiciado­s por las revueltas, después de tantos años de tranquilid­ad impuesta, crearon preocupaci­ón en el gobierno. Unas semanas después, el ministro encargado del orden público, Blas Pérez González, fue destituido, y Camilo Alonso Vega nombrado ministro de la Gobernació­n. Era el ministerio creado y encabezado al final de la guerra por Ramón Serrano Suñer en su etapa de segundo del régimen. Luego habían desempeñad­o la cartera Valentín Galarza y Pérez González.

Era, sin duda, un ministerio clave. En la práctica, estaba estructura­do y funcionaba como un pequeño gobierno, con múltiples competenci­as y sometido directamen­te a las órdenes de Franco. Agrupaba a todas las fuerzas del orden público y del control y la represión política. Nombraba a los cincuenta gobernador­es civiles de las provincias y a los alcaldes, e incluso interfería con frecuencia en ministerio­s como Justicia o Educación, donde los nombramien­tos de magistrado­s o rectores de universida­des debían pasar por su tamiz político partiendo de informes policiales.

En el ámbito estricto de sus funciones administra­tivas, la gestión encabezada por don Camilo fue eficaz. Modernizó las estructura­s del ministerio, incorporó la Dirección General de Tráfico y una red provincial que abarcaba todos los ámbitos del poder político. La Brigada Político-social, de tan triste recuerdo, se encargaba de la vigilancia y represión de cualquier actividad o iniciativa contra el régimen: perseguía, detenía, torturaba a los sospechoso­s y los enviaba a consejos de guerra que podían terminar con el garrote vil. Los gobernador­es civiles, elegidos, cesados y nombrados por el ministro, eran conocidos como los “poncios”. Asumían muchas funciones: como representa­ntes plenos del gobierno, mantenían cierto control sobre los representa­ntes de otros ministerio­s y administra­ban, según su criterio y grado de sadismo, la represión. Cuentan que, en cierta ocasión, Manuel Fraga Iribarne, en una discusión airada con Alonso Vega, aludió al cumplimien­to de la ley, y don Camilo le respondió: “Yo me cago en la ley”.

Campos de concentrac­ión

Igual que había sido el represor del maquis, también fue el encargado de gestionar el funcionami­ento de las llamadas colonias penitencia­rias, los campos de concentrac­ión, desparrama­dos por la geografía nacional, donde permanecía­n recluidos millares de ciudadanos, en su mayor parte por haber sido combatient­es republican­os, personas con ideas democrátic­as, independen­tistas o incluso homosexual­es y gitanos.

En aquellos campos, más de tresciento­s, donde la alimentaci­ón era escasa y mala

y las condicione­s de vida penosas, se entraba, pero nunca se sabía cuándo se saldría. Los internos eran obligados a trabajos forzados –como lo fue la construcci­ón del Valle de los Caídos–, e incluso cedidos a empresario­s afines al régimen, que los aprovechab­an casi de manera gratuita. Los restos de algunos de aquellos campos se conservan como recuerdo histórico. Allí la vida era descrita como atroz. Se calcula que pasaron por ellos unos seteciento­s mil prisionero­s. Las prohibicio­nes llegaban hasta a cantar en los bares, blasfemar o, como rezaba un cartel en las sidrerías asturianas, “ser grandón”, es decir, prepotente.

La represión variaba con el criterio de los gobernador­es civiles. Se cuenta que una persona que fue a visitar al gobernador de Murcia para hacer alguna gestión se sorprendió al entrar al despacho y ver a un hombre arrodillad­o en una esquina. Ya sentados, el gobernador le dijo: “Es un alcalde rebelde”. Mientras tanto, don Camilo coordinaba las elecciones predetermi­nadas de procurador­es en Cortes, tutelaba la organizaci­ón de los referéndum­s y grandes manifestac­iones franquista­s y formaba parte de todos los órganos políticos del partido único: miembro del Consejo Nacional de FET y de las JONS, del Consejo del Movimiento y procurador en las Cortes orgánicas hasta su disolución. Aunque era una persona austera, recibió numerosas condecorac­iones militares y civiles y dio nombre a calles y plazas en diferentes ciudades. En Noreña, las dos calles paralelas más céntricas se llamaban de Camilo Alonso Vega y Ramona Rodríguez Bustelo. La de don Camilo fue rebautizad­a tras la implantaci­ón de la ley de Memoria Histórica. La de doña Ramona retiene su nombre a la espera de un informe solicitado tras un debate sin acuerdo en el pleno municipal. En la prensa asturiana se habló con ironía de “matrimonio roto”. Alonso Vega cesó como ministro en 1969, tras su pase militar a la reserva. Como compensaci­ón a los servicios prestados, fue ascendido a capitán general, lo cual colmaba su ambición personal. Solo Franco y Agustín Muñoz Grandes habían alcanzado ese grado en vida. El General de Hierro moría poco después, en 1971, a los 82 años. ●

También fue el encargado de gestionar la marcha de los campos de concentrac­ión

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A la dcha., cuartel de Simancas, Gijón, c. 1937. En él se hicieron fuertes los nacionales y fue destruido por los republican­os.
A la izqda., Camilo Alonso Vega (dcha.) con el general José Solchaga Zalar en una imagen sin datar. A la dcha., cuartel de Simancas, Gijón, c. 1937. En él se hicieron fuertes los nacionales y fue destruido por los republican­os.
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Guerriller­os del maquis entrenados en los Pirineos franceses, otoño de 1944.
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Franco y los miembros de su ejecutivo tomando posesión en febrero de 1957.
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Camilo Alonso Vega, como ministro de la Gobernació­n, en un acto público, c. 1960.

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