- LA REVOLUCIÓN QUE LO CAMBIÓ TODO
Del tren al avión, pasando por la carretera y los transatlánticos, los transportes fueron lo que alimentó frenéticamente el crecimiento de nuestro sector turístico.
Hemos restringido la movilidad, y el turismo está pagando un altísimo precio. El motivo es que las medidas políticas para prevenir la expansión de la Covid-19 mordieron, durante tres meses, la eficacia de las innovaciones en transporte y comunicaciones de los últimos ciento cincuenta años o, al menos, recortaron su impacto revolucionario. Por si eso fuera poco, también hundieron el presupuesto con el que contaban muchos hogares para financiar sus viajes y estancias fuera de casa. El turismo de un país es directamente proporcional a la calidad y seguridad de sus comunicaciones, a la riqueza de sus viajeros y a la concepción del viaje como una forma de buscar el placer. Por eso, la España del confinamiento, que vamos dejando afortunadamente atrás, tiene cosas en común con la de hace doscientos años. Lo que ocurría entonces es que la movilidad se encontraba limitada por la falta de seguridad en los caminos, por la pésima calidad de las infraestructuras y los medios de transporte y por la miseria de la población. Además, los pocos que podían disfrutar del viaje disimulaban su placer vistiéndolo con los ropajes de la pureza, la disciplina y la salud. Hacia 1860, Cantabria, Guipúzcoa y, a cierta distancia, Vizcaya eran, como ya hemos dicho en este dossier, los principales focos turísticos, porque contaban con grandes instalaciones de aguas termales en el interior y balnearios marítimos frente a la playas. Los españoles de la época creían que el agua curaba y prevenía las enfermedades, y muchos reformistas sociales hacían campaña por los destinos de la costa cantábrica. Decían que su agua fría favorecía la autodisciplina y la vida ascética, y que el calorcito termal fomentaba la sensualidad, la debilidad y la vida muelle. Se basaban en las investigaciones de un estricto y austero sacerdote alemán que trató al papa León XIII: Sebastian Kneipp.
A pesar de todo, los turistas españoles no tardaron en añadir una dimensión placentera a las instalaciones sanitarias. Según las estimaciones del economista Leandro Prados de la Escosura, desde 1865 hasta 1883, la renta per cápita despegó casi un 35%, y en las costas se abrieron casinos como los de Santander (1868), Algorta (1877) o San Sebastián (1887).
En la última década del siglo, con el país en horas bajas (no recuperaríamos la renta per cápita de 1883 hasta 1901), algunos balnearios interiores disponían de restaurantes a su alrededor y espacios para que sus clientes socializasen.
La forma de llegar a los destinos vacacionales también se volvió más plácida y menos heroica, porque la seguridad y la calidad de los caminos mejoraron exponencialmente. Había pasado la edad de oro del bandolerismo, una actividad criminal liderada habitualmente por excombatientes renegados de la guerra de la Independencia y la primera guerra carlista, concluidas, respectivamente, en 1814 y 1840. Por otro lado, de 1865 a 1890, aumentaron en un 50% los kilómetros de carreteras por cada diez habitantes. Recordemos de dónde partíamos, según los cálculos de Fermín Caballero: en 1864, 100.000 caballerías y 65.000 carruajes registrados recorrían España.
Siguiente estación
Otra de las ventajas que trajo el fin de siglo fue la expansión del tren, y eso que su fatigoso trazado nos puede parecer hoy absurdo y enrevesado, porque no se diseñó pensando en dar gusto a los pasajeros (¡eso nunca!), sino para facilitar el tráfico de mercancías entre hubs de producción y distribución que a veces coincidían con grandes poblaciones y, otras veces, con aldeas en mitad de ninguna parte. Bueno, pues aun así los turistas no tardaron en exprimir las líneas Madrid-hendaya (1864) o Alar del Rey (Palencia)-santander (1866) para acceder a las playas de Santander, San Sebastián, Fuenterrabía o Zarauz. La integración ferroviaria que unía las capitales de los tres grandes focos turísticos españoles (Santander, Bilbao y San Sebastián) dio un prodigioso acelerón desde los años ochenta y era ya una realidad en 1901.
Es verdad que, como advierte el historiador económico Rafael Barquín, el tren no nos convirtió en un país turístico. Tampoco lo hicieron, claro, las carreteras. Al fin y al cabo, seguíamos siendo demasiado pobres: en 1900, el 60% de la población activa trabajaba en el campo, más del 40% de los censados no sabía leer ni escribir y la esperanza de vida de los españoles al nacer no llegaba a los 35 años.
De todos modos, cada vez eran más los que podían disfrutar, y eso ayuda a explicar que, desde 1900 hasta 1922, según las estimaciones de Rafael Vallejo, Elvira Lindoso y Margarita Vilar, el número de los establecimientos de hostelería se disparase un 50% o que las costas y las playas empezaran a convertirse en un destino muy codiciado por los turistas. Entre 1910 y el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, las cuotas que cobraban las casas de baños y balnearios marítimos escalaron un 13%.
En este contexto, no sorprenderá que el menú de los medios de transporte se volviera más sofisticado e incluyese viajes combinados (barco + tren) desde América, en el caso de la empresa de cruceros Transatlántica (controlada por el conde de Güell), o trenes rápidos, guías de viaje y billetes “turísticos”, en el caso de los gigantes del ferrocarril.
Viaje con nosotros
Según Rafael Barquín, la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España comercializaba pasajes de ida y vuelta para treinta días, el fin de semana e incluso diarios, y ofrecía servicios especiales para “explorar” los alrededores de San Sebastián, Bilbao, Santander, Gijón, Coruña, Avilés, Salinas, Barcelona, Reus y Zaragoza. Los pasajeros anuales de Norte (como se solía denominar a la compa
ñía) se catapultaron en casi dos millones y medio de personas entre 1910 y 1914. En 1916, Juan March fundó Transmediterránea, el tentáculo que utilizó para traer turistas en barco desde Latinoamérica y Estados Unidos, muy especialmente, en la siguiente década. Hemos hablado del barco y del tren, pero no deberíamos subestimar la relevancia turística de los caminos. Desde 1916 hasta 1925, España desplegó unos 20.000 kilómetros de carreteras, y los vehículos matriculados anualmente se multiplicaron por 15 hasta llegar casi a las 22.000 unidades, que volvieron a dispararse hasta las 37.000 en 1929. Desde 1926 hasta 1930, la administración modernizó cerca de 3.000 kilómetros de carreteras mediante el Circuito Nacional de Firmes Especiales, que facilitó el acceso en coche o autocar a los focos turísticos. El historiador Rafael Vallejo subraya que, en 1933, ya operaban 24.500 vehículos de alquiler y taxis y casi 2.500 líneas de bus. Todo aquel desarrollo de barcos, trenes y coches contribuyó a que nuestro país se distinguiese, ese mismo año, como una de las diez naciones que más ingresaban con el turismo exterior, un brote extraordinario (y extraordinariamente tierno) que la Guerra Civil arrancaría de cuajo, destrozando las infraestructuras, la riqueza de los hogares, los vehículos y hasta la libertad de movimientos.
A principios de los cuarenta, los que no habían muerto estaban inmovilizados y los que no yacían ni muertos ni inmovilizados no podían desplazarse, porque no tenían con qué: en 1945 solo se matricularon 50 autobuses en el país. Así, golpeados cruelmente por la parálisis y el hambre, Franco apostó por nacionalizar y reconstruir el ferrocarril con urgencia (de ahí nació RENFE), y en 1949 ya había más vagones en funcionamiento que en 1999 y más kilómetros de vía que en 2019. El tren, que ahora no representa ni el 10% del tráfico de mercancías, debía transportarlas casi todas a media y larga distancia. No había alternativa, y la situación resultaba tan precaria que, mientras las