De aliados a enemigos
A pesar de sus diferencias ideológicas, la lucha contra el Tercer Reich les unió en el campo de batalla. ¿Cómo tejieron Gran Bretaña y Estados Unidos su alianza con la Unión Soviética?
La lucha contra Hitler unió a Estados Unidos y la URSS. Alcanzada la paz, las dos potencias iban a sumergirse pronto en una lucha por la hegemonía mundial.
El 22 de junio de 1941, solo unas horas después de que Alemania atacara a la Unión Soviética, Winston Churchill expresó en un discurso radiofónico su voluntad de formar una alianza con Moscú. A pesar de que el primer ministro británico era un notorio anticomunista, el imparable avance del ejército alemán (Hitler acababa de ocupar Yugoslavia, Grecia y Creta, dejando a Inglaterra sin puntos de apoyo en el continente) y la persistente negativa de Estados Unidos a entrar en la guerra le convencieron de dejar a un lado sus reticencias ideológicas e intentar formar un frente común junto a su antiguo enemigo (Churchill había sido uno de los principales impulsores del apoyo militar a las fuerzas contrarrevolucionarias durante la guerra civil rusa). Como le dijo a su secretario personal: “Si Hitler invadiese el infierno, yo haría por lo menos una referencia favorable al diablo en la Cámara de los Comunes”. El primer ministro hizo extensiva esta petición a Estados Unidos, el país que verdaderamente tenía la capacidad de prestar ayuda a su nuevo aliado. Aunque era oficialmente neutral, el presidente Franklin D. Roosevelt llevaba auxiliando a Gran Bretaña desde la caída de Francia en junio de 1940. Por medio de la ley de Préstamos y Arriendos, Estados Unidos proporcionó armamento y suministros al gobierno británico durante toda la contienda. Sin embargo, la URSS no era Inglaterra. Roosevelt encontró una fuerte oposición interna a la propuesta de apoyar a Stalin. No solo era un país opuesto ideológicamente, que pretendía extender el comunismo por todo el mundo y que había firmado un pacto con Hitler, repartiéndose Polonia y ocupando los países bálticos; es que, además, en el Departamento de Guerra se dudaba mucho de la capacidad del Ejército Rojo para hacer frente a la todopoderosa Wehrmacht. No en vano, hacía poco más de un año, las tropas soviéticas habían mostrado una notable debilidad en su intento de invadir Finlandia.
A pesar de las reticencias, hubo un factor que terminó por inclinar la balanza a favor de la cooperación: el temor a que Stalin firmase una paz por separado con Hitler si no recibía ayuda. El principal objetivo de Roosevelt era evitar entrar en guerra, y para ello le resultaba muy conveniente que se mantuviera activo el nuevo frente que se había abierto. Una hipotética claudicación de la URSS no solo pondría en peligro la resistencia de Gran Bretaña, forzando a EE. UU. a acudir en su auxilio, sino que podría estimular las ambiciones expansionistas de Japón, aliado de Alemania. Finalmente, el gobierno norteamericano aprobó extender el programa de Préstamos y Arriendos a la URSS. Stalin, que, como bien suponía Roosevelt, había intentado llegar a un acuerdo de paz con Hitler, aceptó agradecido la ayuda. Se acababan de sentar las bases de lo que Churchill denominó la “Gran Alianza”.
Los Tres Grandes
La sorprendente resistencia del Ejército Rojo, que había logrado frenar a las tropas de Hitler a las puertas de Moscú, jun
El temor a que Stalin firmase la paz con Hitler facilitó la colaboración
to a la entrada en la guerra de EE. UU. tras el ataque japonés a Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941), cambió drásticamente la relación de fuerzas en la contienda. A partir de ese momento, los Tres Grandes, como se los conocería, se afanaron en fortalecer sus alianzas para hacer frente al avance de las potencias del Eje (Alemania, Italia y Japón). En los siguientes meses se celebraron varios encuentros –reuniones bilaterales, conferencias entre los tres países– en los que se fueron definiendo las diferentes estrategias militares y perfilando los contornos del mundo de posguerra. La alianza angloamericana no supuso un problema. Estaba bastante consolidada aun antes de que EE. UU. entrara en guerra. A esta buena sintonía contribuyó la posición de inferioridad en la que se encontraba Gran Bretaña, muy debilitada militar y económicamente. Churchill podía intentar hacer valer sus opiniones, pero sabía que la última palabra la tendrían los americanos. Hasta el ataque alemán a la URSS, las conversaciones entre los dos países se centraron principalmente en la ayuda militar y financiera. Pero cuando el signo de la guerra cambió, también lo hicieron los objetivos diplomáticos.
Un ejemplo de esta variación fue la cumbre celebrada en Terranova en agosto de 1941 entre Churchill y Roosevelt. El resultado de esas conversaciones tuvo un cariz más político que económico o militar. Los dos líderes firmaron la Carta del Atlántico, un documento por el cual se comprometían a no buscar un engrande
cimiento territorial y a respetar “el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual querían vivir” (aun cuando Gran Bretaña no lo estuviera aplicando en sus colonias). Por primera vez desde que comenzó la guerra, los dos países pensaron más en la posguerra que en la propia contienda. Un mes más tarde, todos los gobiernos que luchaban contra Alemania, incluida la URSS, firmaron la carta. Un compromiso que, como veremos, será invocado repetidamente por los angloamericanos en el futuro. Tras la entrada en guerra de EE. UU., la alianza con Gran Bretaña se reforzó significativamente. En las conferencias de Washington (diciembre de 1941-enero de 1942) y Casablanca (enero de 1943), los dos países llegaron a importantes acuerdos. Uno de ellos fue la Operación Antorcha, la decisión de abrir un frente a través del norte de África –no por Francia, como reclamaba insistentemente Stalin– para desembarcar en Europa por
Italia. Otro fue la redacción de la Declaración de las Naciones Unidas, un documento que incorporaba los principios de la Carta del Atlántico y en el que se estipulaba que ninguna de las naciones firmantes buscaría negociar una paz por separado con los países del Eje. Un último acuerdo, firmado en Casablanca, fue el de exigir la rendición incondicional de las tres potencias enemigas. Roosevelt, su principal impulsor, no quería otra paz negociada como la de Versalles.
Matrimonio de conveniencia
Las relaciones con Stalin, en cambio, no fueron tan fáciles. Casi al mismo tiempo que el líder soviético agradecía la ayuda material estadounidense, cargaba contra los británicos por no abrir un segundo frente en el oeste. No fue la única reclamación que hizo. Durante una reunión celebrada el 16 de diciembre de 1941 con el ministro de Exteriores británico Anthony Eden, Stalin formuló otra petición: quería que los aliados reconocieran las fronteras soviéticas de antes de la invasión alemana. Esto es: los estados bálticos, las regiones usurpadas a Finlandia y Rumanía y la zona oriental de Polonia. Como compensación, esta última se expandiría hacia el oeste a costa de Alemania. Stalin justificó sus pretensiones como una medida de seguridad para evitar una nueva agresión germana en el futuro. Estas dos reclamaciones marcarían
Tras la batalla de Stalingrado, Roosevelt se convenció de que Stalin era un socio fiable
las relaciones entre soviéticos y angloamericanos durante toda la contienda. Aunque la URSS comenzó siendo un aliado incómodo y algo débil a ojos de sus aliados occidentales, un año y medio después esta consideración cambió por completo. A principios de 1943, el Ejército Rojo asombró al mundo derrotando a las tropas alemanas en la batalla de Stalingrado. El cambio de rumbo de la guerra provocó también un cambio en las estrategias políticas. El gobierno estadounidense se apresuró a alabar públicamente el esfuerzo de guerra soviético y se embarcó en una campaña de propaganda para justificar ante la opinión pública el fortalecimiento de su alianza. Roosevelt se convenció de que Stalin era un socio fiable y de que, dado el nivel de destrucción que estaba sufriendo su país a manos de los nazis, necesitaría varios años para reconstruirlo, por lo que no trataría de expandirse de forma violenta tras la guerra. Esta confianza no se resquebrajó ni siquiera cuando, en abril de 1943, los alemanes difundieron la noticia de que habían descubierto una fosa común en el bosque de Katyn, cerca de la ciudad rusa de Smolensko, con los cadáveres de miles de soldados polacos (la cifra oficial presentada en 1992 habla de 20.000 muertos). Stalin negó la información, atribuyendo la masacre a los propios nazis. Incluso rompió relaciones diplomáticas con el gobierno polaco en Londres cuando este exigió una investigación sobre los hechos. Roosevelt y Churchill, temerosos de poner en peligro la alianza, prefirieron mirar hacia otro lado. Semanas después, el líder soviético, posiblemente en un intento de lavar su imagen, decidió disolver la Internacional Comunista, la organización creada en 1919 por Lenin para extender los principios de la revolución socialista al resto del mundo.
Cita en Teherán
Desde la Conferencia de Casablanca, a la que Stalin declinó asistir por estar centrado en los preparativos para romper el sitio de Leningrado (Operación Chispa), Roosevelt había estado presionando al “Tío Joe”, como le llamaba en privado, para organizar un encuentro cara a cara. El presidente confiaba en que su carisma,