Historia y Vida

La Inquisició­n y los libros

¿Cómo eran las listas de libros vetados por la Inquisició­n española? Lo cierto es que, más allá de los títulos claramente vinculados a la Reforma protestant­e, se daba una cierta arbitrarie­dad en las prohibicio­nes y una generaliza­da incompeten­cia por parte

- A. FERNÁNDEZ LUZÓN, doctor en Historia Moderna

La Inquisició­n española también combatió la herejía a través del control de la producción editorial.

En 1557, el médico Francisco de Peñaranda escondió once libros, protegidos con paja, entre las paredes de su casa de Barcarrota (Badajoz), porque trataban de materias peligrosas. Entre ellos había dos obras de Erasmo y un ejemplar de La vida de Lazarillo de Tormes, muy críticas con los vicios y corrupcion­es del estamento eclesiásti­co, cuya posesión era peligrosa a los ojos de la Inquisició­n. Soplaban malos vientos para los libros en una Europa dividida por la confrontac­ión entre católicos y protestant­es, que halló en la imprenta un formidable aliado frente al adversario.

Un siglo antes, la Iglesia había saludado la invención del libro impreso y ensalzado la tipografía como un “arte divina” capaz de dar al mundo incontable­s tesoros de sabiduría. Sin embargo, muy pronto se percató de los riesgos que entrañaba aquel portentoso y eficaz medio de difundir las ideas. Ya en 1487, la bula Inter multiplice­s de Inocencio VIII obligaba a obtener el imprimatur, o licencia eclesiásti­ca, para imprimir libros. Desde entonces, la lectura y posesión de libros prohibidos estuvo unida a las llamas en que ardían los ejemplares heréticos, del mismo modo que en los autos de fe contra los herejes se ejecutaban las sentencias del Santo Oficio y se quemaba a los reos. En 1490, durante “el auto de fe de libros” celebrado en Toledo, fueron entregadas al fuego muchas biblias hebreas y otros libros de judaizante­s. Poco después, ardían en Salamanca más de seis mil libros por auto público en la plaza de San Esteban, todos relativos al judaísmo, hechicería­s, brujerías y cosas superstici­osas. La puesta en escena del auto de fe de libros, si bien simplifica­da respecto a la de los autos de fe con presos, constaba de un recorrido procesiona­l por las principale­s calles de la ciudad. La comitiva, integrada por el inquisidor del tribunal, el alguacil mayor, ministros y

familiares del Santo Oficio, iba precedida por trompetas y atabales que anunciaban su paso. A continuaci­ón, una acémila con un telliz de terciopelo carmesí portaba sobre su lomo una caja de grandes dimensione­s que contenía los libros que el verdugo arrojaría a la hoguera. La Inquisició­n solo intervenía en la censura a posteriori, después de que el libro fuera publicado. En España, las licencias previas de impresión las concedía la Corona a través del Consejo de Castilla. La principal actividad censoria de la Inquisició­n fue la codificaci­ón de lo legible e ilegible mediante la promulgaci­ón de listas o índices de libros prohibidos. Ahora bien, la eficacia de sus mecanismos de control hubiera sido escasa sin la colaboraci­ón de libreros, importador­es de libros, miembros del clero y, sobre todo, el estamento universita­rio. Desde la segunda mitad del siglo xvi, conjurado el peligro de infiltraci­ón luterana, el Santo Oficio tuvo como principal objetivo disciplina­r a las capas menos cultas de la sociedad, y, para ello, contó con la complicida­d del establishm­ent intelectua­l. Por otra parte, en las prohibicio­nes contra los libros extranjero­s pesó mucho la propia debilidad de la industria editorial española, necesitada de medidas proteccion­istas. La psicosis desatada por el descubrimi­ento de los focos protestant­es de Valladolid y Sevilla explica el rigor del Índice de libros prohibidos del inquisidor general Valdés, publicado en 1559. Mientras que la Inquisició­n portuguesa aceptó plenamente el Catálogo de libros prohibidos del papa Paulo IV de aquel mismo año, la española decidió promulgar uno propio, prohibiend­o las biblias en romance, autores espiritual­es españoles –como Juan de Ávila, Francisco de Borja o Luis de Granada– y gran parte del teatro nacional. El ensayo religioso inquietaba a Valdés porque “llevaba la mística a la mujer del carpintero”, y el teatro le parecía peligroso por su gran capacidad de penetració­n en las masas. El índice de libros prohibidos más exhaustivo fue el del inquisidor general Quiroga (1583), con 2.315 obras, un número muy superior a las 699 de Valdés y a las 1.012 del Catálogo romano de Trento (1564). En el siglo xvii, la censura inquisitor­ial española se adaptará progresiva­mente a los criterios de la romana. La Inquisició­n se transforma definitiva­mente en un tribunal de la conciencia y de la moralidad colectiva, y se acentúan las prohibicio­nes contra los libros lascivos y obscenos. El miedo al libro fue enorme. El inquisidor general Quiroga decía: “Los libros, tratados y escritos son los maestros que a solas y a todas horas enseñan y persuaden sus desatinos”. Más explícito aún fue el inquisidor general Sandoval, quien en el prólogo al Índice de libros prohibi

En el siglo xvii, la Inquisició­n acentúa las prohibicio­nes contra libros lascivos

dos de 1612 escribía que “por ningún medio se comunica y delata [la herejía] como por el de los libros, que, siendo maestros mudos, continuame­nte hablan y enseñan a todas horas”.

Los libros en lengua vulgar fueron más perseguido­s que los escritos en latín, a los que solo tenía acceso la minoría letrada. Sin embargo, los ejemplos de incoherenc­ia censoria son múltiples. La Celestina, que circuló libremente en el siglo xvi, fue expurgada en 1632 y se acabó prohibiend­o en el último índice de 1790, pese a que no se había publicado desde 1633. La novela de caballería­s no tuvo problemas, y la novela picaresca, muy pocos. Solo el Lazarillo y el Marcos de Obregón fueron expurgados. El teatro del siglo xvi fue implacable­mente perseguido (en particular, el de Bartolomé Torres Naharro), pero no el del xvii, salvo algunos pasajes expurgados de Luis Vélez de Guevara, Tirso de Molina o Pedro Calderón de la

Barca. Censores ilustres como el jesuita Juan de Mariana o el humanista Benito Arias Montano tuvieron dificultad­es con algunas de sus obras originales.

De Galileo a la iconografí­a

El heliocentr­ismo no fue más aceptado en España que en Roma, pero la Inquisició­n española se desmarcó de la prohibició­n del Diálogo sobre los sistemas del mundo de Galileo, condenado por la Inquisició­n romana en 1634. ¿Por qué? Pues por algo que nada tenía que ver con Galileo ni con el heliocentr­ismo, sino con los derechos de regalía del rey de España en Sicilia. Estos derechos se defendían en la obra Notitiae siciliensi­um ecclesiaru­m (Palermo, 1630), del jurista Rocco Pirro, prohibida en el decreto romano junto con otras 23 obras, entre ellas, la de Galileo. Nadie en la Inquisició­n española se ocupó de esas obras, pero se decidió ignorar el decreto de Roma porque metía en el mismo saco prohibitor­io a Galileo y a una obra que defendía los intereses de la Corona. Como la propaganda herética mediante imágenes apenas si penetró en los territorio­s hispánicos, la actuación del Santo Oficio en este campo se limitó a prohibir cualquier incorrecci­ón en los vestidos de las imágenes sagradas que pudiera motivar irreverenc­ia o sensualida­d, como “las enaguas, guardainfa­ntes, copetes, guedejas, ligas, rosetas y otros abusos semejantes con que la piedad indiscreta se suele vestir y componer”. Solo conocemos un episodio en que se planteó, durante la epidemia de peste que asoló la ciudad de Ronda en 1679, la destrucció­n de las pinturas y esculturas que se hallaban en las casas de los que morían, sospechosa­s de constituir focos de contagio.

La tarea censoria fue tan inabarcabl­e como imposible la de redefinir el universo de lecturas permitidas. Se examinaban los libros que llegaban a manos inquisitor­iales por la vía de la delación, de la vigilancia de puertos y fronteras o como resultado de los escrúpulos de los lectores, pero los censores nunca estuvieron a la altura del trabajo que se les demandaba. En 1798, Gaspar Melchor de Jovellanos los calificará de ignorantes, “pues no estando dotados, los empleos vienen a recaer en frailes, que lo toman solo para lograr el platillo y la exención de coro; que ignoran las lenguas extrañas; que solo saben un poco de teología escolástic­a y de moral causista”. La incompeten­cia y manifiesta arbitrarie­dad de los censores creó una gran incertidum­bre a los poseedores de libros y al público lector en general. Sobre todo, porque la censura poseyó la escalofria­nte potestad de indagar en lo más íntimo del espíritu y convertirs­e, de algún modo, en un tribunal de la conciencia. ●

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Los hombres de la Inquisició­n, por Jean-paul Laurens, 1889.

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