Historia y Vida

La batalla de Varsovia

La batalla de Varsovia tuvo una gran trascenden­cia histórica. Detuvo el avance del comunismo y condicionó la política europea de entreguerr­as. Sin embargo, el impacto de la Segunda Guerra Mundial la relegó al olvido.

- / C. JORIC, historiado­r y periodista

Se cumple un siglo de la victoria polaca que frenó la expansión bolcheviqu­e. Lenin debió replantear sus metas.

En 1920, la Rusia soviética estaba preparada para exportar la revolución. La marcha victoriosa contra las fuerzas contrarrev­olucionari­as del Ejército Blanco en la guerra civil y los levantamie­ntos comunistas que se habían producido el año anterior en Alemania y Hungría convencier­on al líder bolcheviqu­e Vladímir Lenin de que era el momento adecuado para extender su doctrina por toda Europa. No era solamente un deber ideológico, sino también una cuestión de superviven­cia. Las potencias aliadas habían apoyado militarmen­te a las tropas antibolche­viques en la guerra civil, por lo que los soviéticos no descartaba­n recibir un ataque de las fuerzas capitalist­as en el futuro. El comunismo necesitaba expandirse para sobrevivir.

El gran objetivo de Lenin era Alemania. La recién creada República de Weimar se desangraba entre huelgas, revueltas, movimiento­s separatist­as y las consecuenc­ias de la presión económica ejercida por los aliados a través del Tratado de Versalles. Parecía el caldo de cultivo perfecto para

que triunfara la revolución. A pesar de los fracasos anteriores (los espartaqui­stas en Berlín, los socialista­s en Baviera), los líderes bolcheviqu­es confiaban en que se produjeran nuevos levantamie­ntos, en que estallara una segunda “revolución de noviembre” con el apoyo del Ejército Rojo. La instauraci­ón de un régimen comunista en Alemania serviría como trampolín para impulsar la revolución en el resto de Europa. Sin embargo, el camino hacia Berlín no estaba despejado. Había surgido un nuevo obstáculo tras la Primera Guerra Mundial: Polonia.

El (re)nacimiento de una nación

Polonia desapareci­ó del mapa en el siglo xviii. Fue engullida por las tres grandes potencias que la rodeaban: Rusia, Austria y Prusia. La caída de estos tres gigantes tras la Gran Guerra permitió a Polonia recuperar su independen­cia, aunque no las antiguas fronteras. Estas se internaban en Lituania, Bielorrusi­a y Ucrania, tres naciones surgidas también después de la guerra. El jefe del Estado polaco Józef Pilsudski ambicionab­a esos antiguos te

rritorios para que sirvieran de contrapeso en una región dominada por el poderoso imperialis­mo ruso y alemán. Su idea era liderar una formación con los cuatro países siguiendo el modelo de mancomunid­ad que existió entre los siglos xvi y xviii. Una federación a la que llamó Miedzymorz­e (“Entremares”), por extenderse desde el mar Báltico al mar Negro. Pero Pilsudski no era el único que deseaba esos territorio­s. Los bolcheviqu­es querían también controlarl­os para que sirvieran como cabezas de puente en su expansión hacia el oeste. A finales de 1918, aprovechan­do la retirada de las tropas alemanas, los rusos se adelantaro­n e instauraro­n repúblicas socialista­s en esos países con la ayuda de simpatizan­tes locales. Apenas encontraro­n resistenci­a salvo en Ucrania, donde se desató una guerra entre soviéticos, rusos blancos, nacionalis­tas ucranianos y polacos. Pilsudski reaccionó ante estos movimiento­s lanzando una ofensiva en marzo de 1919 contra la recién creada República Socialista Soviética Lituanobie­lorrusa. El ejército polaco estaba bien preparado. Había sido asesorado por oficiales franceses (entre ellos, un joven Charles de Gaulle), y estaba compuesto en su mayoría por experiment­ados soldados que habían servido en alguno de los tres ejércitos imperiales y por el Ejército Azul, una división de voluntario­s provenient­es de Francia. Pilsudski, aprovechan­do que el grueso del Ejército Rojo estaba batallando contra los blancos, ocupó el país en agosto de 1919. Luego, con el apoyo de los nacionalis­tas locales, expulsó al gobierno socialista.

Dado que el gobierno polaco no deseaba ocupar esos territorio­s por la fuerza, sino ganarse su favor para formar una federación, decidió entablar negociacio­nes con los líderes nacionalis­tas lituanos y bielorruso­s. También buscó un alto el fuego con los soviéticos. Lo hizo a pesar de las presiones de Francia y Gran Bretaña, que deseaban que se unieran a las fuerzas contrarrev­olucionari­as en la guerra civil. Pilsudski evitó apoyar a los rusos blancos, porque los considerab­a aún más peligrosos que los rojos. Esto era debido a que gran parte de sus dirigentes eran reacios a reconocer la independen­cia de Polonia, así como la del resto de países del oeste que habían pertenecid­o al imperio zarista.

A mediados de 1919, el gobierno polaco llegó a un armisticio secreto con Lenin.

No fue difícil. El líder soviético estaba buscando un respiro para centrar sus fuerzas en la guerra civil, por lo que la propuesta fue muy bienvenida. Sin embargo, el alto el fuego no se materializ­ó en un tratado de paz. La tensión que existía entre los dos países era demasiado grande. Durante la tregua, los polacos continuaro­n sumando apoyos diplomátic­os en Bielorrusi­a y los países bálticos, y consolidan­do su posición militar en Ucrania, donde lograron anexionars­e los territorio­s del oeste. Los soviéticos, envalenton­ados por los triunfos contra los blancos, estaban cada vez más decididos a destruir a la “burguesa” Polonia, estado que considerab­an controlado por la nobleza terratenie­nte y dirigido por la entente francobrit­ánica. La reanudació­n de las hostilidad­es era solo cuestión de tiempo.

Guerra abierta

A principios de 1920, los dos ejércitos estaban mirándose cara a cara. Con el curso de la guerra civil cada vez más favorable a los soviéticos, Lenin y el comisario de Guerra, León Trotski, tomaron la decisión de lanzar una ofensiva contra Polonia. El ataque perseguía dos objetivos. Uno, estratégic­o: provocar un levantamie­nto comunista en el país y despejar el camino hacia Alemania. Y otro, simbólico: según Lenin, “destruir el Tratado de Versalles, sobre el que descansa el actual sistema de relaciones internacio­nes”. A pesar de que la decisión estaba tomada, Rusia no quería atacar sin que mediara una provocació­n. Esta no tardó en llegar. Pilsudski, advertido por su servicio de inteligenc­ia de las intencione­s soviéticas, decidió actuar antes de que el Ejército Rojo movilizara todo su potencial. El 25 de abril lanzó una ofensiva contra Kiev, que estaba bajo control bolcheviqu­e. Contó con el apoyo del líder nacionalis­ta ucraniano Simon Petliura, con quien había firmado una alianza para instaurar un gobierno amistoso. La operación, en la que participó también el general y futuro primer ministro polaco Wladyslaw Sikorski, fue un éxito militar, con las tropas polacoucra­nianas ocupando la ciudad en apenas dos semanas. Pero también fue un desastre diplomátic­o. Para la mayor parte de la opinión mundial, la guerra entre rusos y polacos no se había declarado abiertamen­te. El enfrentami­ento del año anterior se considerab­a como uno más de los muchos conflictos fronterizo­s que habían surgido tras el fin de la guerra mundial. El ataque

polaco, por lo tanto, fue visto como una invasión de Rusia. Pocos parecieron percatarse de que la ofensiva había sido en territorio ucraniano, no ruso. Esta percepción, que se reflejó en la prensa de la época, pone de manifiesto lo porosas que eran todavía las fronteras surgidas tras la caída del imperio zarista.

Otro efecto colateral del ataque polaco fue la movilizaci­ón del sentimient­o patriótico ruso. Para gran parte de Rusia, Kiev era una de las cunas de la cultura rusa, por lo que su invasión se vivió como un ataque contra su país. Como resultado, miles de voluntario­s, incluidos antiguos oficiales zaristas muy alejados ideológica­mente de los bolcheviqu­es, se unieron al Ejército Rojo para combatir al enemigo foráneo. No tuvieron que esperar mucho. El 14 de mayo, el carismátic­o Mijaíl Tujachevsk­i, un joven de origen noble que había escalado rápidament­e posiciones en la guerra civil, recibió la orden de avanzar con sus tropas hacia al oeste. Apoyado por la poderosa unidad de caballería al mando del comandante Semión Budionny (inmortaliz­ada luego en la novela de Isaak Bábel Caballería roja) y por los lituanos, que habían roto relaciones con los polacos por desacuerdo­s territoria­les, el Ejército Rojo obligó a retroceder a las tropas polacas en todos los frentes. El avance fue tan rápido que, en solo dos meses, las fuerzas soviéticas estaban a poco más de cien kilómetros de Varsovia.

En busca de aliados

Polonia no tuvo más remedio que pedir ayuda exterior. No solo temía por la pérdida de sus antiguas fronteras, sino por su propia independen­cia. Sin embargo, ni Francia ni Gran Bretaña querían verse involucrad­as. La Entente estaba molesta con las decisiones que había tomado Pilsudski: tanto la de atacar a Rusia en ese momento como la de no haberlo hecho cuando se lo pidieron durante la guerra civil. Tampoco ayudaba el clima prosoviéti­co que se vivía en Occidente. Las organizaci­ones obreras estaban presionand­o a los gobiernos para que ordenaran un boicot comercial contra Polonia. La única decisión que tomó la Entente fue enviar un telegrama a Moscú. El mensaje, firmado por el secretario de Exteriores británico lord Curzon, instaba al gobierno ruso a pactar un alto el fuego bajo una propuesta de frontera temporal (la famosa Línea Curzon, que luego tendría gran protagonis­mo en las negociacio­nes de la Segunda Guerra Mundial). También proponía celebrar una conferenci­a de paz en Londres. Como era de esperar, Moscú no aceptó. El comisario de Exteriores Gueorgui Chicherin cuestionó el derecho de Francia y Gran Bretaña a actuar como mediadoras mientras estaban apoyando al Ejército Blanco, y contestó que ellos mismos entablaría­n negociacio­nes con los polacos. En realidad, la respuesta fue una mera excusa. Aunque la Entente hubiera tenido legitimida­d para actuar como intermedia­ria, Lenin no tenía ninguna intención de llegar a un acuerdo de paz. La verdadera respuesta de Moscú fue ordenar la creación de un Comité Revolucion­ario Polaco para que tomara el poder en Polonia tan pronto como cayera la capital. La Entente reaccionó enviando una misión diplomátic­a a Varsovia con el propósito de asesorar al ejército polaco. El general francés Maxime Weygand fue nombrado asistente del alto mando. Sin embargo, su influencia en la guerra fue mínima. Pilsudski no estaba dispuesto a ceder su mando, por lo que apenas contó con él. A comienzos de agosto, la ofensiva con

Pilsudski no estaba dispuesto a ceder su mando y apenas contó con Weygand

tra la capital era inminente. Y Polonia estaba sola para repelerla.

La batalla comenzó el 13 de agosto. Tujachevsk­i lanzó un gran ataque que rompió la línea defensiva polaca y le permitió conquistar la pequeña ciudad de Radzymin, en las afueras de Varsovia. El 14, la situación para los polacos era desesperad­a. La mayor parte de los diplomátic­os extranjero­s abandonaro­n la capital. Los simpatizan­tes comunistas empezaron a

realizar actos de sabotaje por toda la ciudad para preparar la llegada de sus camaradas. Varsovia se llenó de refugiados del este que habían huido del avance ruso. Circulaban todo tipo de rumores, como que se había producido un golpe de Estado comunista o que había patrullas de cosacos asesinando a civiles por los suburbios. Las iglesias estaban a rebosar. Al día siguiente era la fiesta de la Asunción, por lo que miles de devotos católicos

rezaban a la Virgen para que ocurriera un milagro. Y el “milagro” ocurrió.

Milagro en el Vístula

El avance del Ejército Rojo había sido espectacul­ar, pero a costa de un gran esfuerzo material y humano. La larga marcha hasta Varsovia, por territorio­s cada vez más hostiles, sufriendo graves problemas de abastecimi­ento, y con menos simpatizan­tes dispuestos a unirse

de lo esperado, había mermado mucho las fuerzas y la moral de las tropas. El gobierno polaco, en cambio, llevaba varios meses preparando la defensa de Varsovia. Había hecho acopio de suministro­s y, con la ayuda de la Iglesia católica, lanzó una campaña propagandí­stica con la intención de canalizar los impulsos patriótico­s y antibolche­viques de la población. El resultado fue una movilizaci­ón de más de 150.000 hombres y mujeres que se presentaro­n voluntario­s para defender la ciudad.

Tras una serie de durísimos combates, el ejército polaco consiguió repeler los ataques del día 15. La ciudad había sido castigada por la artillería enemiga y muchos edificios estaban en llamas por la acción de los comunistas. Pero había resistido. Al día siguiente, aprovechan­do la ola de optimismo, Pilsudski lanzó una ofensiva que pilló despreveni­do a Tujachevsk­i. Su ataque hacia el norte por el desguarnec­ido frente sur, donde el mando soviético no lo esperaba, fue un éxito. Obligó al enemigo a retirarse de forma desorganiz­ada y anuló su capacidad de contraataq­ue. A diferencia de lo ocurrido en la guerra mundial, el enfrentami­ento entre polacos y soviéticos fue casi napoleónic­o. Una guerra de movimiento­s, con un destacado papel de la caballería, donde no había trincheras, ni alambre de espino ni apenas tanques o aviones.

Aun así, no toda la victoria es atribuible al genio militar de Pilsudski. Otros factores influyeron. El primero es que, durante el ataque, los servicios de inteligenc­ia polacos interfirie­ron las comunicaci­ones rusas, impidiendo que sus tropas se reorganiza­ran a tiempo. El segundo tuvo que ver con las diferencia­s que existían en el mando soviético. Durante la toma de Varsovia, Tujachevsk­i pidió el apoyo del ejército del Frente Suroeste, dirigido por Aleksandr Yegórov, para cubrir el frente sur. Stalin, comisario político del frente en cuestión, se negó. El futuro mandatario soviético consideró inviable llegar a tiempo a la ciudad y convenció a Yegórov de que enviase sus tropas hacia Leópolis,

El enfrentami­ento del día 16 fue casi napoleónic­o, una guerra de movimiento­s

400 kilómetros al sur de la capital, con la intención de posicionar­se para un posterior avance hacia Praga, Viena y Budapest. Tujachevsk­i tampoco recibió la asistencia de la caballería de Budionny por un desacuerdo con Yegórov, con quien rivalizaba. ¿Qué hubiera sucedido si ese frente por donde atacó Pilsudski hubiera estado protegido? Posiblemen­te, el signo de la guerra, e incluso el futuro de Europa, hubiera sido muy distinto.

Revolución en stand-by

Pilsudski ganó la batalla y continuó durante varias semanas empujando a las tropas soviéticas hacia el este. Tujachevsk­i se retiró tras perder más de 100.000 hombres, casi la mitad de las trece divisiones que habían entrado en combate. Unos 25.000 soldados soviéticos murieron en Varsovia, y unos 70.000 en toda la guerra. Por el lado polaco, las bajas también fueron considerab­les. Si bien no en la batalla decisiva, donde murieron unos 4.500 soldados, sí a lo largo de la contienda, con unas 47.000 muertes. El “milagro” había sucedido, pero había costado muy caro. El 12 de octubre de 1920 se firmó un armisticio, y el 18 de marzo de 1921 se llegó a un acuerdo de paz en Riga (Letonia). Polonia recuperó parte de los territorio­s perdidos en Lituania, Bielorrusi­a y Ucrania, pero no alcanzó las fronteras históricas que pretendía Pilsudski. El gobierno polaco, dominado en ese momento por los opositores al general (quien, a pesar de la victoria, había perdido mucho crédito durante el avance ruso), decidió no hacer hincapié en las reclamacio­nes territoria­les. Primero, porque eran contrarios a la Miedzymorz­e de Pilsudski. Y, segundo, porque querían reparar la imagen del país en el extranjero. Aun así, las potencias aliadas no reconocier­on el tratado hasta dos años después. Molestos por no haber participad­o en él, preferían que se hubiesen respetado las fronteras propuestas por lord Curzon, mucho más al oeste que las acordadas.

Pero, sin duda, la consecuenc­ia más importante de este conflicto fue la de haber frenado las aspiracion­es expansioni­stas soviéticas. La derrota fue un durísimo revés para los líderes bolcheviqu­es. En solo unas semanas, pasaron de hacer planes para impulsar la revolución en media Europa a intentar contener los levantamie­ntos antibolche­viques (en Tambov y Kronstadt) que se estaban produciend­o dentro de sus propias fronteras. Mientras los líderes europeos tomaban nota sobre las ambiciones expansioni­stas bolcheviqu­es, no muy distintas de las del imperio zarista, los mandatario­s soviéticos asumían sus propias limitacion­es al respecto. La doctrina del “comunismo en un solo país” estaba a punto de comenzar. ●

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 ??  ?? Desfile del 71.º Regimiento de Infantería polaco, Zambrów, 1920.
Desfile del 71.º Regimiento de Infantería polaco, Zambrów, 1920.
 ??  ?? Abajo, fotografía de Józef Pilsudski en la década de los años veinte. Pilsudski, al frente del Estado polaco, dirigiría la lucha contra los soviéticos.
Abajo, fotografía de Józef Pilsudski en la década de los años veinte. Pilsudski, al frente del Estado polaco, dirigiría la lucha contra los soviéticos.
 ??  ?? A la dcha., mujeres polacas preparan y sirven comida a los soldados en las calles de Varsovia durante el período de amenaza soviética, 1920.
A la dcha., mujeres polacas preparan y sirven comida a los soldados en las calles de Varsovia durante el período de amenaza soviética, 1920.
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 ??  ?? El general francés Maxime Weygand, cuyo papel como asistente del alto mando polaco se vio frustrado por el desinterés de Pilsudski.
El general francés Maxime Weygand, cuyo papel como asistente del alto mando polaco se vio frustrado por el desinterés de Pilsudski.
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En la pág. opuesta, el comandante soviético Mijaíl Tujachevsk­i pasando revista a sus tropas, 1920.
A la dcha., soldados polacos muestran pendones capturados a los soviéticos después de la batalla de Varsovia. En la pág. opuesta, el comandante soviético Mijaíl Tujachevsk­i pasando revista a sus tropas, 1920.

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