Los James Bond romanos
El espionaje arrancó en el terreno militar y tuvo su momento estrella en el político con el Imperio.
Aunque la antigua Roma se enorgullecía de no recurrir jamás al engaño, la pura verdad es que llegó a contar con potentes redes de espionaje durante el Imperio para mantener su dominio dentro y fuera de casa.
La pasión del emperador Adriano por los viajes es de sobra conocida. Le gustaba recorrer los confines del mundo romano y estar al día de los hechos que ocurrían en cada esquina del Imperio. Pero, alejado de Roma, el centro de todas las cosas, Adriano era más susceptible a sufrir un golpe de Estado que le arrebatase el poder. La solución al problema, consistente en mantener el equilibro entre sus ansias viajeras y el control de Roma, se le apareció en forma de legionario. Adriano paseaba entre sus tropas cuando inició una conversación con un miembro de los frumentarii, el cuerpo encargado de recolectar alimentos para el ejército. El emperador preguntó al frumentarius por los servicios que prestaba y así supo que, debido a sus obligaciones, el soldado viajaba frecuentemente a diversos puntos del Imperio y confraternizaba con multitud de gentes de orígenes variados. Esto le hizo pensar en lo efectivos que serían los frumentarii a la hora de obtener información, y se planteó si aquel cuerpo militar podría utilizarse como tropa de espías al servicio del emperador. Trasladó esta idea a su interlocutor y este, a su vez, la puso en conocimiento del resto de sus compañeros. Y así fue como un grupo de recolectores pasó a convertirse en el primer cuerpo de espías profesional del Imperio romano. Una bonita historia, pero solo es una leyenda. Y aunque parte de ella es real, como el impulso que probablemente dio Adriano al espionaje gubernamental, los agentes secretos funcionaron en Roma prácticamente desde su fundación.
Donde todo empieza
Los romanos se enorgullecían de no utilizar jamás el engaño. De encarar las batallas a pecho descubierto, espada en mano, dispuestos a superar a sus bárbaros enemigos con la potencia de su virtuosa civilización. Pero, en la práctica, el espionaje y los ardides formaban parte del alma de Roma. Tito Livio recoge la que fue una de las primeras operaciones señaladas del espionaje romano. Hacia 300 a. C., durante una de las guerras sostenidas contra los etruscos, Quinto Fabio Máximo decidió enviar a su hermano, Fabio Ceso, al área del bosque de Cimino vestido de campesino. Fabio era un maestro del dis
fraz y, además, dominaba la lengua etrusca, por lo que no le fue difícil atravesar el bosque y penetrar en áreas controladas por el enemigo que, hasta el momento, no habían sido holladas por ningún agente romano. Su misión era la de contactar con potenciales aliados de Roma, y, gracias a sus cualidades artísticas y lingüísticas, logró entrar en la ciudad de Camerium, en el Lacio, y convenció a sus habitantes de que se pasaran a su bando.
La gran guerra de la Roma republicana contra la Cartago de Aníbal tampoco estuvo exenta de buenas historias de espías. Una de las operaciones de espionaje más destacadas del conflicto tuvo lugar durante el asedio de Útica, en 203 a. C., llevado a cabo por las tropas de Publio Cornelio Escipión. Nuevamente según
Tito Livio, Escipión decidió enviar una delegación al campamento del rey númida Sífax, aliado de Cartago, con el aparente objetivo de parlamentar. Pero la verdadera intención del general romano era detectar los puntos débiles del enemigo. Para ello, la delegación sería acompañada por un grupo de centuriones disfrazados de esclavos que se mezclarían entre númidas y cartagineses analizando sus campamentos.
Sin embargo, el legado Cayo Lelio temía que el truco fuera descubierto por culpa de uno de los centuriones destinados a emprender la misión. Este, llamado Lucio Estatorio, había estado previamente entre los númidas, así que Cayo Lelio decidió azotarlo para que su disfraz fuera más efectivo. Al fin y al cabo, pensaban los romanos, ningún númida imaginaría jamás que todo un centurión romano hubiera sido azotado como un esclavo. Estatorio aceptó las órdenes, recibió los latigazos y se infiltró con sus compañeros entre los enemigos, recopilando, mientras sus superiores parlamentaban, importantes datos sobre la organización de los campamentos enemigos y sobre su construcción, basada en materiales inflamables como la madera. Con aquellos informes en su poder, Escipión decidió atacar durante la noche, ordenando a sus legionarios que incendiaran todo lo que encontraran a su paso. El fuego se abrió camino a través de las estructuras de los campamentos númida y cartaginés. Los romanos obtuvieron una gran victoria gracias a una de las
operaciones clandestinas más exitosas de la Roma republicana.
Más allá de los usos militares, en Roma también era común utilizar espías en la órbita de lo privado. Cada patricio romano contaba con una red de informadores compuesta por esclavos o enviados especiales que les mantenían al tanto de lo que se cocía en el seno de sus hogares y de las maniobras de sus enemigos en el Senado, práctica que perduraría durante los siglos que sobrevivió Roma.
El miedo a ese espionaje entre particulares era tal que los arquitectos llegaron a preguntar a sus clientes más acaudalados si querían viviendas hechas “de tal modo que estuviese exento de toda atención pública, seguro de todo espionaje y sin que nadie pueda echar un vistazo” al interior, según recoge Tito Livio. Probablemente, muchos senadores estarían dispuestos a desembolsar sumas generosas por contar con semejante seguridad. De cualquier modo, el espionaje romano previo a la era imperial no estaba institucionalizado. Existía, pero no había cuerpos específicos organizados por el Estado. Además, el hecho de que en la época republicana no se hubiera desarrollado un sistema postal o un servicio permanente en el extranjero alejaba el espionaje romano de lo que hoy entendemos por esta práctica.
El error de César
En los años previos a la caída de la República romana, Julio César había organizado, como buen patricio, su servicio particular de espías. Debía de ser bastante amplio, porque, mientras estuvo involucrado en la guerra civil, los ciudadanos eran conscientes de que sus agentes les mantenían vigilados. Además, César recurrió habitualmente a los speculatores, correos militares del ejército, tanto para que ejercieran sus funciones habituales como para que desarrollaran labores de espionaje interno entre la tropa. Según cuenta Suetonio en Vida de los doce césares, César llegó incluso a inventar un sistema de codificación criptográfica conocido actualmente como cifrado de César. En sus mensajes, el líder romano sustituía cada letra por la situada tres veces más adelante en el alfabeto latino, de tal forma que la letra “d” sustituiría a la “a” en uno de sus mensajes secretos. Pero las capacidades intelectuales de César y su red de espías no evitaron su final, pese a las advertencias que recibió. Así, Artemidoro, maestro de filosofía griega y probablemente agente secreto del mandatario, había escuchado una
conversación de los conjurados para asesinar a César. Artemidoro se apresuró a entregarle un informe por escrito a su jefe, pero este decidió no tenerlo en cuenta. Le costó 23 puñaladas.
La primera piedra
El sucesor de César, Octaviano, heredó de su predecesor el talento, la inteligencia y la fascinación por el cifrado de mensajes. Pero Octaviano también recibió a la muerte de César una enseñanza. La de prestar atención a los “Artemidoros”. Octaviano no iba a dejar que lo asesinaran, así que una de sus primeras iniciativas fue la de crear un cuerpo de guardaespaldas, los pretorianos, aquellos soldados que tanto habrían de influir en el devenir del Imperio. En paralelo, Octaviano desarrolló una red de espías domésticos cuya misión principal sería la de evitar atentados contra su vida. Aquellos espías fueron conocidos como delatores, término latino que necesita poca explicación, y eran recompensados por cada conspiración que descubrían. Al principio funcionaron con eficacia, pero les pudo la ambición y acabaron elaborando denuncias falsas con el objetivo de enriquecerse o deshacerse de competidores. Más allá de este servicio particular, Octaviano, transformado en Augusto, creó un servicio postal y de mensajeros llamado cursus publicus, una de las invenciones más destacables a nivel comunicativo en la antigua Roma. Además, impulsó un servicio de cartografía notable. Los romanos habían dependido hasta entonces de lo que contaban los lugareños o los cuerpos de reconocimiento a la hora de afrontar sus operaciones militares, incluso cuando eran defensivas. Con el servicio de cartografía de Augusto, se elaboraron mapas detallados de todo el Imperio. Aquellos mapas y el servicio de correos estatal facilitarían las labores futuras del servicio de espías que estaba por llegar.
Al servicio del emperador
Aún es motivo de debate entre los historiadores en qué momento los romanos pusieron en marcha su primer servicio profesional de espías, los frumentarii. Algunos piensan que ya funcionaban en tiempos de Augusto, pero la mayoría coincide en que, como pronto, comenzaron a operar con Domiciano, siendo más probable que sus aventuras arrancaran con Trajano o Adriano.
En origen, los frumentarii eran centuriones y oficiales encargados de suministrar grano a las legiones, lo que les convertía en individuos que se desplazaban por todo el Imperio generando una importante red de contactos. Con estas provechosas cualidades como base, se transformaron en un servicio de espionaje, que combinaron con la labor de mensajeros del emperador y con los asesinatos políticos. A diferencia de otros servicios secretos, los frumentarii tenían una existencia abierta, portando uniformes que los distinguían. La razón de esta medida es que, aparte de sus funciones clandestinas, estaban pensados como elemento de propaganda. Los ciudadanos sabían, al ver a uno de aquellos espías uniformados,
que el emperador los tenía en el punto de mira. Naturalmente, cuando los frumentarii tenían que desarrollar labores de infiltración, mudaban la ropa. Aquel cuerpo de espías estuvo compuesto por 200 individuos reclutados en guarniciones de todos los puntos del Imperio. Su diversidad geográfica les daba una
ventaja añadida, pues se convirtieron en un cuerpo multiétnico capaz de mimetizarse con cualquier ambiente. Si bien estaban desplegados por todo el territorio romano, tenían su sede en Roma, en la Castra Peregrina, sobre la colina de Celio. Allí solía residir su jefe, el princeps peregrinorum, que informaba directamente al emperador y tenía carta blanca para torturar y asesinar a su servicio. Adriano fue quien espoleó a este cuerpo, ordenándoles espiar las vidas privadas
de gentes destacadas del mundo de la política. Ejemplo de esto es la historia de una pareja de aristócratas cuya vida en común no marchaba demasiado bien. La esposa escribió al marido quejándose de que se preocupaba poco por ella, tan absorbido estaba por los placeres y los baños. Dicha carta fue interceptada por los frumentarii, que, antes de dejarla seguir su camino, la transcribieron y se la entregaron al emperador. Cuando el marido protagonista de esta historia pidió un permiso a Adriano, este le reprochó su debilidad por los baños y el goce que en ellos alcanzaba, descuidando su relación conyugal. El hombre preguntó entonces al emperador: “¿Te escribió mi esposa lo mismo que me escribió a mí?”. Pero, más allá de esta anécdota, lo cierto es que la labor de los frumentarii era a menudo oscura y cruel. Y con el tiempo iban a transformarse en un sombrío centro de poder que acabaría perturbando la frágil paz de los emperadores.
Más bien asesinos
El lado oscuro de la fuerza de los frumentarii estaba en sus destrezas para el asesinato. Y estas malas artes fueron utilizadas por algunos emperadores con asiduidad. Ejemplos claros de ello son Cómodo, que encargó a los frumentarii el asesinato de un supuesto amante, o el efímero Didio Juliano, quien había comprado el trono imperial en una subasta celebrada por los pretorianos en 193. El poco escrupuloso Juliano envió al arrancar su reinado a un centurión de los frumentarii con el objetivo de eliminar a Septimio Severo, general que podía arrebatarle el trono. Por suerte para Severo, la operación falló y pudo coronarse emperador, instaurando una nueva dinastía en Roma.
El heredero de Severo, Caracalla, también tuvo problemas con el asesinato, pero en su caso la historia no acabó tan bien como la de su padre. Aunque fue avisado de un complot urdido contra su persona por Materiano, oficial a cargo de las cohortes de Roma, el emperador nunca llegó a abrir el mensaje. Macrino, prefecto de la guardia pretoriana y líder de la operación para desbancar al soberano, interceptó la nota de Materiano, la leyó y, tras volverla a sellar, la devolvió. Antes de que Materiano pudiera avisar a Caracalla de nuevo, Macrino acabó con él y se convirtió en el nuevo jefe de Roma.
Los frumentarii llegaron a su momento álgido durante ese breve gobierno de Macrino, en el que uno de sus antiguos jefes, Marco Oclatinio, fue nombrado senador por el nuevo emperador. Aquello no gustó mucho a la aristocracia romana, y empezó a dar que pensar sobre el papel de esos frumentarii que, como los pretorianos, influían ya demasiado
en la política imperial. El papel de sicarios de los frumentarii fue cada vez más habitual, algo que, unido a sus altos niveles de corrupción y a la arbitrariedad de sus acciones, provocó que del temor inicial se pasase a un odio furibundo contra el cuerpo. Por ello, a finales del siglo iii, el emperador Diocleciano tomó la decisión de eliminarlo.
Pero aquella determinación de Diocleciano más bien parece un acto propagandístico, pues los espías no dejaron de existir, sino que se transformaron en una nueva organización, llamada agentes in rebus, con las mismas atribuciones que sus predecesores. La única diferencia remarcable es que estos agentes ya no formaban parte del ejército, sino que eran civiles, y pasaron a estar bajo el mando del magister officiorum, que, en el siglo iv, sería ya el jefe de hecho de los espías romanos.
Mismos perros, distintos collares
El nuevo cuerpo también aumentaría su número de efectivos, que llegó a los 1.200 agentes. Tras los primeros tiempos, en que se dedicaron, como sus predecesores, al espionaje, la delación y el servicio de correos imperial, acabaron siendo devorados por las mismas faltas que los frumentarii. El historiador Amiano Marcelino consignó en sus escritos cómo los agentes in rebus se convirtieron en una amenaza constante, que llevaba a temer “a todo hombre influyente con torturas, cadenas y oscuras mazmorras”. El terror que infundían era muy útil para el desarrollo de una de las labores que les fueron encomendadas: el control de la opinión pública.
Con la llegada de Constantino al poder, este pasó de necesitarlos para gobernar el Imperio a considerarlos un elemento preocupante. Tanto que en sus constituciones intentó frenar, como mínimo, los encarcelamientos arbitrarios a los que se habían aficionado los agentes in rebus. La efectividad de esta medida fue escasa, así que, en 359, en tiempos ya de Constancio II, se llevó a cabo una purga en aquel cuerpo corrupto. Purga que tampoco surtió el efecto deseado, lo que llevó posteriormente al emperador Juliano el Apóstata a desmantelar a los agentes in rebus, que pasaron a ser únicamente diecisiete. Juliano utilizó a partir de aquel momento esclavos como confidentes. Concluía así la historia de una de las caras más oscuras de los romanos. La de ese espionaje surgido como avanzadilla militar, utilizado por los emperadores para su protección y, finalmente, aniquilado por esa corrupción tan propia de la lenta caída de Roma en las profundidades de la historia. ●